El claro
tintineo de la campanilla resonó por toda la librería de Don Rigoberto
Villalobos, que despertó malhumorado. De nuevo, se había quedado dormido
mientras examinaba un viejo ejemplar dieciochesco. A sus ochenta años, sus
siestas vespertinas comenzaban a ser ya un hábito del que no podía deshacerse.
La campanilla volvió a emitir su agudo e impertinente tintineo por lo que,
incorporándose con dificultad, Don Rigoberto se dirigió apresuradamente hasta
la puerta. Era en momentos así cuando a Don Rigoberto le parecía que la vida de
librero y bibliófilo tenía momentos muy arduos.
Un vistazo por
la mirilla le permitió comprobar que era Sebastián, su mejor y más antiguo
proveedor. El hombre, de mediana edad y aspecto anodino, esperaba ante la
puerta y, aferrado entre sus manos, llevaba un paquete laboriosamente embalado.
Don Rigoberto supuso de inmediato que Sebastián le traía algún ejemplar raro e
interesante, como solía hacer, así que descorrió los pasadores y dejó pasar a
su socio. Sebastián entró a toda prisa y entregó el paquete a Don Rigoberto.
Parecía excitado. El librero desanudó con esmero el embalaje y pronto pudo
comprobar que se trataba de un libro antiguo. El volumen, visto desde fuera, no
parecía un ejemplar especialmente interesante. Es más, el encuadernado del
libro no poseía ninguna belleza extraordinaria; tenía una piel gruesa y
resistente, pero con un granulado irregular que se asemejaba a la piel del
jabalí. Decepcionado, levantó la vista en dirección a Sebastián y éste,
advirtiendo su desinterés, le invitó a que abriera el libro, convencido de que
acabaría por interesarle.
Cuando Don Rigoberto
comprobó que se trataba de un libro de ajedrez, su cara cambió por completo y
lo comenzó a hojear con sumo interés. Los libros antiguos de ajedrez eran una
de sus mayores pasiones y su extensa colección abarcaba más de tres mil
volúmenes dedicados al noble juego. Al contemplar sus páginas amarillentas pero
excelentemente conservadas, Don Rigoberto advirtió la rareza única del
ejemplar. Pese a ser del siglo XIX, no estaba impreso sino manuscrito. El trazo
nervioso de una pluma era más que evidente en todas sus hojas. Probablemente,
la obra de algún histriónico aficionado al ajedrez, ya que aparecían dibujados
algunos tableros de ajedrez mostrando diferentes posiciones con sus piezas. No
obstante, la mayoría de las páginas mostraban texto y más texto, con un
interlineado ligeramente irregular, dando la sensación de ser un diario
personal. Don Rigoberto despachó a Sebastián con una generosa suma de dinero y,
cerrando de nuevo la puerta de su librería, prosiguió el minucioso análisis del
libro.
Mirando con más
detenimiento, Don Rigoberto observó que el autor del manuscrito era William
Lewis, un conocido y reputado ajedrecista inglés, discípulo de Sarrat. ¿Acaso
sería una obra inédita? Don Rigoberto se felicitó por el descubrimiento ya que,
como buen bibliófilo del ajedrez, conocía algunos de los trabajos más notables
de Lewis, como el Oriental Chess o
sus Series of Lessons, donde analizaba,
por vez primera, el famoso gambito del capitán Evans, una variante aguda pero
apasionante para los jugadores que aman el riesgo. Sin duda, el manuscrito
podía representar un importante hallazgo. Las obras de Lewis, en competencia
con las de su odiado colega George Walker, fueron muy importantes para la
difusión y desarrollo posterior del ajedrez. Un manuscrito como éste, podía
aportar nueva luz sobre los polvorientos orígenes del ajedrez romántico. Un
regalo para la vista, sin duda.
El librero empezó a releer
sus envejecidas páginas, todas en inglés, y pudo comprobar que eran una especie
de memorias del jugador británico. En ellas, había numerosas referencias a
viajes, experiencias y anécdotas de toda clase. Lewis confesaba sus anhelos y
sus miedos, así como numerosas partidas de ajedrez que había disputado o
incluso presenciado. Uno de los detalles que más divirtió a Don Rigoberto fue
descubrir que el propio Lewis había sido uno de los ajedrecistas que se
escondió en el interior del Turco, el famoso autómata y jugador de ajedrez,
construido por Wolfgang von Kempelen en 1769. Lewis narraba, con toda clase de
detalles, cómo transmitía las jugadas desde el interior del aparato sin que el
público advirtiera el ardid.
Ojeando otros pasajes del
manuscrito, Don Rigoberto pudo constatar que Lewis renegaba de Philidor, el
brillante compositor y ajedrecista francés del siglo XVIII. Admitía su
importancia para el desarrollo del ajedrez pero lo consideraba obsoleto y
dogmático. Lewis, todo un erudito en ajedrez, redescubría muchos aspectos
ignorados de la vieja escuela italiana, posiblemente desconocidos por el propio
Philidor, y lo acusaba de llevar hasta el delirio, la pompa y petulancia
propias del pueblo galo. Según el juicio de Lewis, los franceses poseían una
visión del juego anticuada y absurda que no conducía a nada bueno. En este
aspecto, Lewis aprovechaba cualquier ocasión para recordar con orgullo que
había batido a Deschapelles, el brillante y vanidoso ajedrecista francés. Le
derrotó y pensaba hacer lo mismo con cualquier otro francés que sentaran ante
su tablero. Del mismo modo que Napoleón había sido derrotado por los ingleses,
unos años antes, Lewis pensaba vencer a los franceses en su particular y
cuadriculado campo de batalla.
De un modo similar, el tono
del libro se volvía extremadamente agrio cuando hacía referencia a La
Bourdonnais, el nuevo y brillante talento francés. Lewis no podía olvidar la
visita de La Bourdonnais, en 1824, a Inglaterra. El francés arrasó como un
ciclón, aplastando sin esfuerzo a todos sus rivales y dejando en entredicho la
calidad del orgulloso ajedrez británico. El mismo Lewis fue una de sus
numerosas víctimas y no dudaba en atribuir los éxitos del francés a su maestría
con los carraspeos, los oportunos golpecitos bajo la mesa y un desesperante
comportamiento que lo alejaban, con mucho, del refinamiento que cabía esperar
de un auténtico caballero inglés. Sin duda, la envidia le corroía por dentro y,
desesperado en su mediocridad, buscaba una oportunidad para vengarse. Don
Rigoberto encontró todo aquello de enorme valía e interés por lo que decidió
convertir ese manuscrito, groseramente encuadernado, en su libro de cabecera.
Pensaba leerlo con detenimiento y desentrañar todos sus secretos.
El manuscrito continuaba con
la figura de Alexander McDonnell, destacándole como el gran talento que
necesitaba el ajedrez británico en su momento de máxima expansión. Discípulo de
Lewis, pronto asimiló sus lecciones y llegó a derrotarle, sin mucho esfuerzo,
gracias a su brillante capacidad combinativa. McDonnell fue pronto idolatrado
por los asiduos al Westminster Club de Londres y Lewis vio en él una
oportunidad única para derrotar al presuntuoso y maleducado La Bourdonnais.
Entretanto, el francés comenzaba la publicación de una revista que Lewis
aborrecía terriblemente, Le Palamède,
dedicada a ajedrez, damas, billar y whist.
Don Rigoberto, viendo el acalorado tono de los escritos de Lewis, no podía
dejar de sonreírse, ya que le recordaba mucho a la prosa corrosiva de los
artículos de Staunton. Sin duda, Lewis era un apasionado visceral y casi
fanático del ajedrez.
Más adelante, relataba que,
cuando todo estuvo preparado, Lewis animó a McDonnell para que desafiara al
francés y lo derrotara ante el bullicioso público londinense. En aquellos
tiempos, el ajedrez era una actividad cafetera y, durante las tardes, la sala
de juego era un hervidero de comentarios, aplausos y humo de cigarros. Los
espectadores no dudaban en comentar las partidas en voz alta e, incluso, los
más atrevidos osaban estrechar la mano de los contendientes y expresar su
opinión sobre el desarrollo de la partida en juego. Bajo estas particulares
condiciones, el encuentro se disputó en 1834 y despertó un revuelo impresionante.
Los cronistas del evento pregonaban toda clase de anécdotas y noticias que
ayudaron a popularizar el ajedrez británico en todo el mundo civilizado.
Pero todo este revuelo se
alió, para desgracia de Lewis, con La Bourdonnais. El francés estaba sumamente
acostumbrado a jugar con el bullicio del Café Régence de Paris y no se distraía
con facilidad por más que exhibía, aparentemente, un completo repertorio de
gestos nerviosos y expresiones de lo más soez. Para mayor humillación de los
británicos y, en especial, de Lewis, cada tarde, La Bourdonnais se esforzaba en
jugar lo más rápido posible porque le interesaba terminar la partida cuanto
antes. La razón de todo aquello era que, tras jugar su importante partida con
McDonnell, el galo proseguía la velada con una retahila de duelos, hasta bien
entrada la noche, contra cualquier incauto que osara apostar corona y media por
partida.
Por el contrario, McDonnell
aparentaba ser un irlandés flemático y tranquilo pero el ruidoso ambiente del
Westminster Club acabó por desquiciarle y afectar su juego. De este modo, el
francés le aplastó en su primer duelo, sumando dieciocho victorias, cinco
derrotas y cuatro empates. Todo un golpe a la férrea moral de Lewis, que seguía
empecinado en derrotar, a través de McDonnell, al heredero de Philidor.
Enfrascados en feroces discusiones, McDonnell y Lewis a menudo discutían sobre
la estrategia a seguir en los sucesivos lances con el francés, pero no vieron
que el problema de fondo era su escasa preparación en el ámbito de las aperturas
y la comprensión de la posición. El talento romántico de McDonnell no bastaba
para superar a un rival, cuanto menos, tan genial como el del irlandés pero
que, además, traía las lecciones de Philidor bien aprendidas. La Boudonnais
también era un romántico, pero no atacaba ciegamente, sino que sopesaba antes
otros factores de vital importancia, como la creación de un centro sólido antes
de lanzar la ofensiva en un flanco. Ofuscado por la derrota, Lewis seguía
convencido de que eran los errores de McDonnell los que daban alas al francés
y, de un modo creciente, Lewis culpaba a su discípulo de una manera cada vez
más agresiva. Empezaba a cuestionarse la conveniencia de haber elegido a un
irlandés para defender el honor del todopoderoso Imperio Británico.
No obstante, con mucho
esfuerzo, McDonnell se impuso por la mínima en el siguiente enfrentamiento:
cinco victorias a cuatro. Lewis y su pupilo lo celebraron a lo grande,
olvidando viejas rencillas, y la prensa londinense se hizo eco del éxito.
Propagaron a los cuatro vientos que los trucos cafeteros del francés habían
sido descubiertos y refutados, pero la realidad fue otra bien distinta y La
Bourdonnais, con sus gestos, sus palabrotas y sus excentricidades, volvió a
derrotar a McDonnell en los tres siguientes duelos a once partidas. Un gran
batacazo, sin duda. El irlandés, sufriendo mucho, logró vencer en su último
duelo, con algo de holgura, pero el balance final de sus encuentros dejaba un
recuento claramente favorable al francés: cuarenta y cuatro victorias, treinta
derrotas y catorce empates. Por mucho que lo maquillaran, La Bourdonnais había
vencido a los británicos y, en especial, a Lewis.
La derrota hizo mella en el
joven irlandés y la salud de McDonnell se resintió hasta tal punto que acabó
muriendo apenas un año después de sus duelos con La Bourdonnais. La opinión
general, conocida de sobras por Don Rigoberto, atribuyó su enfermedad al
desgaste excesivo que supuso el encuentro, de varios meses de duración, para la
frágil salud de McDonnell. Por el contrario, y esto era tan interesante como
turbador, el escrito de Lewis se limitaba a apuntar que la rebeldía de
McDonnell al fin tuvo su merecido castigo. Lewis guardaba un enigmático
silencio sobre lo padecido por McDonnell y este hecho desconcertó e inquietó la
atenta lectura que Don Rigoberto hacía del manuscrito.
Don Rigoberto empezó a notar
entonces un sutil cambio en los escritos de Lewis, cada vez más irracionales y
oscuros, casi torturados. Enfurecido con La Bourdonnais, Lewis reconocía haber
contribuido en secreto a arruinar los negocios del heredero de Philidor, como
él solía llamarle en tono despectivo. El objetivo de tales maquinaciones era
sencillo: expulsar a La Bourdonnais de Londres y devolver al ajedrez londinense
la gloria que el Imperio Británico le exigía. Don Rigoberto se horrorizó al
comprobar los excesos a los que había llegado el odio de Lewis hacia su rival
ajedrecístico y se preguntaba, escandalizado, si la desdicha de McDonnell no
tendría que ver también con el rencor desmedido de Lewis. Comprendió, también,
que la desgracia que acompañó a La Bourdonnais se debía, en gran parte, a la
conjura que Lewis estaba llevando en secreto contra él.
Para colmo, La Bourdonnais
sufrió una apoplejía y luego una hidropesía. El Club de Ajedrez de Paris fue
cerrado en extrañas circunstancias y, debido a su precaria salud, La
Bourdonnais ya no podía ganarse la vida con el ajedrez. Arruinado, acabó
vendiendo sus libros, sus muebles y hasta su ropa. Lewis, viendo una
oportunidad de dar el tiro de gracia a su molesto rival, se las ingenió para
conseguirle una estresante oferta en el Club Simpson’s de Londres. La
Bourdonnais, necesitado de dinero, se vio obligado a jugar por media corona la
partida. Hasta la extenuación. Todo ello acabó por agravar definitivamente su
maltrecha salud. Cuando Walker, viejo rival de Lewis, quiso poner remedio a la
penosa situación de La Bourdonnais, halló al francés y a su diligente esposa
sumidos en la más absoluta de las pobrezas, viviendo en una diminuta y cochambrosa
buhardilla. Y aunque intentó ayudarles, La Bourdonnais acabó falleciendo en
diciembre de 1840, sin que nadie pudiera evitarlo. Todo esto eran datos
conocidos por Don Rigoberto, erudito en lo relativo al ajedrez, pero a la luz
de estos nuevos descubrimientos, la historia cobraba un dramatismo sin parangón
en la historia del ajedrez. Los laureados duelos entre Fischer y Spassky o
entre Karpov y Kasparov, palidecían ante la gravedad de los acontecimientos que
ese tosco y horrendo libro revelaba. La comunidad ajedrecística tenía que
enterarse de todas aquellas intrigas.
Lo
que más extrañaba a Don Rigoberto fueron las entrevistas que, a partir de
entonces, Lewis realizó a diversos médicos londinenses. Sin duda, alguna
mezquindad tramaba ese hombre pero el librero no lograba atisbar la finalidad
de todas aquellas gestiones ni el porqué de sus reiteradas visitas al
cementerio de Kensal Green. Don Rigoberto consultó otros libros de la época y
descubrió, con horror, que ése era el lugar donde habían sido enterrados los
protagonistas del mayor duelo ajedrecístico de la primera mitad de siglo: La
Bourdonnais y McDonnell. Incluso en su lecho de muerte, ambos jugadores estaban
condenados a morar juntos por toda la eternidad. ¿Qué pretendería Lewis con
todo aquello? ¿Asegurarse de que realmente estaban muertos? ¿Borrar las pruebas
de sus aborrecibles crímenes? El anciano librero seguía leyendo con interés las
últimas páginas del manuscrito, deseoso de hallar el significado de todo
aquello.
Don Rigoberto
halló una última e inesperada revelación. Las últimas páginas del manuscrito
mostraban a un Lewis deseoso de dotar a su obra de un acabado perfecto. Hablaba
del generoso pago que, tras la muerte de La Bourdonnais, había entregado a un
cirujano por su esmerado trabajo. Un escalofrío recorrió las manos del anciano
librero. El práctico encargado de la delicada operación había obtenido, después
de una delicada disección, dos fragmentos de la epidermis de La Bourdonnais:
uno del pecho y otro de la pierna. Su intención era obtener un encuadernado que
estuviera a la altura de su querido manuscrito, con un granulado soberbio e
inalterable. Asqueado por el tacto que notaba en sus manos, Don Rigoberto
comprendió que la piel granulada que antes había considerado incluso vulgar no
era de jabalí. Las últimas líneas, casi incomprensibles, destacaban que el
ejemplar había quedado precioso, tal como corroboraron las numerosas personas
que habitualmente visitaban su biblioteca.
Publicado en www.cesantmarti.com el 7 de junio de 2004.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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