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jueves, 30 de julio de 2015

El cuerpo del delito




Habiéndose alejado convenientemente de su domicilio, llevaba un par de bolsas de basura con lo que quedaba de su compañero y no estaba dispuesto a que nadie pudiera relacionarle jamás con aquel suceso. Cuando vislumbró el contenedor, miró a lado y lado de la calle para cerciorarse de que no hubiera ningún testigo. La noche era fría y solitaria, no había allí ni un alma. Atravesó con decisión la calle y, sigilosamente, abrió el contenedor para, acto seguido, arrojar las bolsas con el cuerpo. Apenas se escuchó ningún ruido pues las bolsas del fondo amortiguaron la caída y el sujeto se alejó del lugar con paso ligero y, quizá, con un atisbo de remordimiento. En el interior del contenedor, entre las bolsas de basura, yacía inerte Teddy, su entrañable osito de peluche. 

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 30 de julio de 2015.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez

viernes, 1 de noviembre de 2013

Guerra civil



Nadie recuerda cómo se inició la contienda pero lo cierto es que, desde antaño, las piezas de ajedrez se hallaban inmersas en una cruenta guerra civil por el control de las sesenta y cuatro casillas. Los trebejos batallaban sin cesar sobre un territorio llano y cuadriculado que a diario se teñía de sangre. Las bajas eran numerosas y las víctimas de cada combate eran exhibidas sin pudor como tristes trofeos en las zonas colindantes al tablero. En cualquier caso, jamás se declaraba tregua alguna. 

La ideología de ambos bandos no podía ser más opuesta. Por un lado, las blancas insistían en que el tablero era en su origen totalmente blanco. No obstante, en algún momento y por causas desconocidas, su lisa y pálida superficie había sido mancillada por una panda de manchas negras que, en poco tiempo, terminaron por dibujar una cuadrícula bicolor. Creyendo que toda casilla, incluso las negras, albergaba en su interior una naturaleza blanca, resultaba lógico que reclamaran la totalidad de las casillas, fueran blancas o negras. De hecho, también menospreciaban a las piezas negras por considerarlas una versión sucia e impura de las blancas. En cambio, sus oscuros rivales argumentaban que el tablero siempre había sido negro pero que, por desgaste de la pintura, habían ido surgiendo distintas rozaduras de color claro que acabaron por delimitar lo que luego serían las casillas blancas. Por supuesto, las piezas negras también ambicionaban un control absoluto sobre todo el territorio de madera y consideraban a sus blancos enemigos como un simple hatajo de piezas descoloridas que debían ser erradicadas.

La lucha era sangrienta y, poco a poco, fue desnudando el tablero de piezas. Al fin, cuando sólo quedaron con vida los reyes, éstos se intercambiaron una cruel mirada de odio sin que hubiera ganadores ni vencidos. La partida terminó en tablas y todas las piezas fueron depositadas, una a una, en su caja de madera. Solamente entonces, cuando la caja estuvo cerrada y los trebejos se vieron sumidos en la más completa oscuridad, comprendieron las piezas que el color de su barniz era un pequeño detalle sin importancia.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 1 de noviembre de 2013.
Ilustración: Caja con piezas de ajedrez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

jueves, 24 de octubre de 2013

La granja



O’Brian permanecía sentado junto al campo de energía que delimitaba el perímetro de la granja. Invisible pero imposible de atravesar, el campo de fuerza mantenía, contra su voluntad, a todos los humanos en el interior del recinto. Cualquier intento por traspasarlo iba acompañado de una fuerte y dolorosa descarga eléctrica de manera que tanto O’Brian como el resto de sus compañeros procuraban no acercarse demasiado a los límites de la finca.

El hombre apenas prestaba atención a las vastas praderas vírgenes que circundaban la parcela cultivada en la que vivían sino que concentraba su atención en el tablero de ajedrez que, ante sí, utilizaba para enfrentarse consigo mismo. O’Brian sabía que si resultaba vencedor en el torneo que cada año se disputaba en la granja sería seleccionado para abandonar la misma y ganarse su tan ansiada libertad. Por ese motivo entrenaba con tanto ahínco.

Su vida como policía de Nueva York quedaba muy atrás. Desde que ellos llegaron a la Tierra con sus platillos volantes todo había cambiado radicalmente. La guerra fue breve y muy cruenta. Cuando terminó, solamente sobrevivieron unos pocos, que fueron confinados en el interior de las granjas. Allí eran obligados a alimentarse con exóticas bayas de origen extraterrestre y a copular con las mujeres que, en proporción de veinte a uno, permanecían encerradas en unos pabellones de metacrilato.

Cada cierto tiempo, los extraterrestres organizaban un torneo de ajedrez y daban la oportunidad al ganador de abandonar la granja. Todos anhelaban salir de aquella prisión para humanos ya que la vida en el interior del recinto resultaba monótona y degradante. Copular con mujeres sanas, seleccionadas entre las más jóvenes y fértiles, no le molestaba en demasía pero sí el hecho de vivir una existencia rutinaria y animalesca. Ser seleccionado significaba una oportunidad para dejar atrás ese extraño lugar y ser requerido para tareas más intelectuales.

Cuando se cumplieron las fechas del torneo, O’Brian jugó al ajedrez con especial esmero y fue superando uno a uno a todos sus rivales. Derrotó con solvencia al pastelero Peter, a Sodalsky y a Tanaka, el taxista de Manhatan. En semifinales venció con algo de suerte a Smith ya que hizo trampas sin que nadie lo advirtiera y, para envidia de todos, se impuso también en la final a Joe Rossi, el orondo vendedor de perritos calientes.

Cuando acabó la partida, un platillo volante sobrevoló la granja y un haz de luz elevó a O’Brian por encima de sus envidiosos adversarios hasta el interior de la nave. Una vez dentro, O’Brian compartió el mismo premio que todos sus antecesores. Succionado hasta la última gota, los restos gelatinosos de O’Brian fueron esparcidos por toda la granja para regar las suculentas bayas que alimentaban al resto de prisioneros.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 24 de octubre de 2013.
Ilustración: Granja en un campo de trigo de Vincent Van Gogh (1888).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 26 de mayo de 2013

La fotografía de K


Desde que tengo uso de razón admiro a las dos K. Anatoly Karpov y Garry Kasparov. Ha habido otras K, como Keres, Korchnoi o Kramnik pero todo el mundo sabe que estos ajedrecistas no han brillado con tanta intensidad ni durante tanto tiempo.

Para empezar, cabe recordar que tanto Keres como el disidente Korchnoi, superviviente de los horrores de Stalingrado, rozaron la corona mundial en varias ocasiones pero no llegaron a ostentar jamás el título de Campeón del Mundo. Kramnik sí que llegó a ocupar el primer puesto pero nunca lo hizo de un modo claro y convincente. Incluso siendo campeón, siempre hubo otros jugadores que le aventajaron en cuanto a resultados.

Por el contrario, tanto Karpov como Kasparov marcaron una época en la historia del ajedrez. Juntos suman casi treinta años de supremacía ininterrumpida y sus legendarios duelos permanecerán siempre en la memoria de millones de aficionados. Sólo hay, por tanto, dos K.

Desafortunadamente, nada es eterno en este mundo y mucho menos en el Olimpo del ajedrez. La edad indefectiblemente a todos nos pasa factura. Incluso a las dos K. Tanto Karpov como Kasparov tuvieron su momento de gloria y se les respeta por ello aunque, ahora, ninguno de ellos practica ya el ajedrez si no es para tomar parte en algún acto benéfico o de promoción del noble juego de reyes.

Mi admiración por ellos nunca ha dejado de crecer desde mi más tierna infancia. Siempre he sido un simple aficionado, demasiado insignificante como para ser conocido. Además, vivo muy alejado de los grandes torneos. Los astros del tablero juegan siempre entre sí, sin mezclarse con los mediocres. No resulta extraño, pues, que nada supieran de mi existencia y que yo tuviera que conformarme con seguir sus logros desde las revistas especializadas o Internet. Por fortuna, todo esto cambió el día en que Kasparov anunció que visitaría Barcelona para promocionar el último de sus libros. Por lo visto, finalmente le conocería.

Su nueva obra no era un tratado de ajedrez –área en la que nadie discute su genial maestría- sino más bien un ambicioso libro de autoayuda en el que Kasparov establecía un rotundo paralelismo entre la vida y el ajedrez. En la contraportada aparecía una foto suya con cara de psicólogo de diván. Exhibía una expresión cansina, como si ya conociera todos los entresijos de la vida y, en un alarde de generosidad, estuviera dispuesto a compartirlos con el resto de mortales.

Los organizadores –unos grandes almacenes de la ciudad- habían anunciado a bombo y platillo que el autor firmaría ejemplares de su libro esa misma tarde así que compré uno de sus libros y, en compañía de mi amigo el actor, hice cola para lograr un autógrafo. La espera fue larga pero valió la pena. Allí estaba él. En persona. Algo más viejo y sin la mirada asesina que, según los periodistas, le caracterizaba. Su pelo había encanecido y asomaba en su cabeza una creciente coronilla. Mostraba un rostro afable aunque imperturbable, como de jugador de póquer. Se sentó y comenzó a firmar autógrafos con una destreza admirable. Se notaba que estaba acostumbrado a todos esos paripés.

La cola avanzaba deprisa, pero no lo suficiente. Los que esperábamos al final tuvimos tiempo de charlar sobre su polémica persona y pude constatar que la gran mayoría de los asistentes no eran lo que se dice fans suyos, sino más bien simples curiosos. De haber tenido unos cacahuetes a mano, seguro que más de uno se los habría arrojado al ruso para ver cómo reaccionaba. Admiro a ese tipo. De verdad. Pero no sé por qué extraña razón no pude contenerme y grité junto a mi amigo el actor “¡Viva Karpov!” un par de veces. No sé por qué lo hice. De verdad. Quizá fue para ayudarle a recuperar su instinto asesino. No lo sé. Los guardaespaldas de Kasparov miraron hacia nuestra zona en busca de culpables pero, incapaces de detectarnos entre la multitud, pusieron caras largas y se mantuvieron alerta.

Por fin lo tuvimos delante y pude entregarle mi libro –o su libro, según se mire-. Una azafata, muy mona ella, estaba a su lado y me preguntó el nombre. Cuando se lo dije, lo anotó con buena letra en una hoja y se lo mostró al campeón para que éste no cometiera ninguna falta de ortografía. ¡Qué profesional! Me lo dedicó y, tras rubricarlo, me dio la mano con firmeza, como si fuéramos a comenzar una partida por el Campeonato del Mundo. Sonreí atolondradamente y logré que mi amigo el actor nos echara una fotografía con mi viejo teléfono móvil. ¡Menuda suerte! Traté de demorar el momento todo cuanto pude, sin soltar su mano, pero los guardias de seguridad me tomaron del brazo y me invitaron amablemente a despejar el mostrador.  

Mi amigo el actor también estuvo de suerte y obtuvo su autógrafo. Debo confesar que Kasparov hizo mejor letra en el ejemplar de mi amigo pero al menos yo tenía una foto con él. No era muy buena, lo reconozco, pero ya servía. Se me veía media cara pero se me identificaba perfectamente justo en el momento en que nos estábamos estrechando la mano.

Llegué eufórico a mi casa y fui enseñando la foto a todo el mundo. Pensé en grabarla en mi ordenador por si ocurría algún percance pero lo demoré unos pocos días y, cuando quise darme cuenta, mi móvil falleció. Todavía no sé exactamente qué ocurrió pero creo que fue la batería o el mecanismo de recarga. El caso es que mi móvil murió y con él las valiosas fotos que había almacenado en su interior. El suceso me afectó terriblemente y no tardé en sufrir una grave crisis personal. Apenas pude pegar ojo durante varios días pero, afortunadamente, todavía conservaba su firma y eso me ayudó a recuperar las ganas de vivir y seguir adelante.

El tiempo pasó y por fin llegó otra gran oportunidad. Esta vez era el mítico Karpov quien daría una exhibición en una conocida sala de fiestas de Barcelona. Cuando tuve noticia de su visita, no lo dudé un instante y acudí al evento con mis mejores galas. Se me brindaba una segunda ocasión así que enfundé mi cuerpo serrano en un traje gris que reservo para bodas y bautizos y anudé a mi cuello una de mis corbatas favoritas, una de color azul eléctrico que muestra un estrambótico estampado de piezas flotantes de ajedrez.

Como suele ocurrir en tales ocasiones, no fui solo. Me acompañaba otro amigo, el escritor de tragedias. Mi amigo había acudido con traje y corbata, como suele ser habitual en él. Parecía un sabio despistado o, peor aún, un seminarista de aviesas intenciones aunque, en general, podría decirse que vestía con corrección. Casualmente, este amigo llevaba una cámara fotográfica. No es que mi acompañante fuera un fan de Karpov, precisamente, y soñara con tener una foto suya en su cuarto, sino más bien era otra cosa. Ocurría que el escritor de tragedias estaba proyectando algunos negocios relacionados con el mundo del ajedrez y, para promocionarse él mismo, buscaba el fotografiarse con grandes jugadores para parecer alguien importante y vender mejor su producto. De hecho, ya había tramado un astuto plan para fotografiarnos con el ruso así que confié en él y nos sentamos entre el público, cerca de las primeras filas.

Apareció en el escenario un señor mayor con esmoquin y, tras un breve discurso, repleto de florituras retóricas, presentó a Karpov. El público irrumpió en aplausos y Karpov hizo acto de presencia de un modo francamente teatral. Salió de entre la bruma, como si fuera un vago espejismo del desierto o una tenue ensoñación wagneriana. Con el pelo liso y grasiento, llevaba un traje caro pero no muy elegante. No cabía duda de que los años no habían pasado en balde y mi héroe de juventud había engordado unos cuantos kilos. Quizá demasiados. Pese a ello, todavía conservaba ese halo mágico que sólo poseen los campeones. Apareció también su rival. Alto y con gafitas de informático. Era Miguel Illescas, nuestro campeón nacional, un gran jugador y todo eso, magnífico empresario, pero nada serio en comparación con Karpov. Estaba claro quién era el favorito. Se dieron la mano con aparente caballerosidad y se hizo un silencio sepulcral. Se sucedieron las primeras jugadas y pronto comenzaron a lidiar en un vibrante duelo a dos partidas.

La verdad es que no me decepcionó. El ruso llegó, vio y venció. Su rival, pese a ser mucho más joven y estar todavía en plenitud de fuerzas, apenas pudo hacer nada frente a la impecable técnica del gélido Karpov. Mi héroe volvió a ganar, como en sus mejores tiempos. Cuando el triunfo se produjo, una riada de aficionados celebró efusivamente la victoria y se abalanzó desordenadamente sobre Karpov. Mi amigo el escritor de tragedias y yo también nos aproximamos al ruso con sincero fervor ajedrecístico y, tras dura lucha, logramos hacernos con uno de sus preciados autógrafos. Karpov se mostraba amable y firmaba con soltura, aunque sin mediar palabra. De todos modos, tampoco hacía falta. Su carácter, sereno y bondadoso, irradiaba una paz tan espiritual que, por un momento, me emocioné y creí verle flotar entre los presentes con un nimbo sobre su santa cabeza.

Cuando el acto hubo concluido para el gran público, mi amigo el escritor de tragedias me relató su plan. Comentó que, en el piso de arriba, unos pocos privilegiados podrían gozar de una selecta fiesta en compañía del Gran Maestro ruso. Ignoro de dónde sacó semejante información pero, habiéndonos propuesto lograr una foto, llegamos a colarnos en la zona VIP sin ser descubiertos y, en un despiste de los servicios de seguridad, pudimos acercarnos al mismísimo Karpov y pedirle con humildad sí era tan amable de hacerse una foto con nosotros. “Of course” respondió el astro con una voz sorprendentemente aguda, casi andrógina. La verdad es que no esperaba un timbre de voz tan agudo, casi aniñado, y me imaginé a Kasparov imitándole en privado, mofándose de él. Mi amigo, el escritor de tragedias, sacó la cámara a toda velocidad e hicimos un posado con Karpov en el centro. Era la foto perfecta. La culminación de toda una vida de aficionado. Yo a la izquierda, Karpov en el medio y mi amigo, el escritor de tragedias, a la derecha.

Luego no sé qué ocurrió con exactitud. La mujer que nos estaba echando la foto puso mala cara y dijo que no cabíamos los tres. ¡Qué inútil! El caso es que lo decía por mí. Me estaba llamando gordo. Karpov hizo una mueca extraña, como si no entendiera qué ocurría. Mi amigo, el escritor de tragedias, no lo dudó un instante y me sacó vilmente del encuadre. Cuando quise darme cuenta, mi amigo ya se había hecho la foto sin mí. Traté de impedirlo y conseguir una segunda foto en la que yo sí apareciera pero ya no fue posible. Un grupo de periodistas me apartó de Karpov a toda prisa y, apoderándose del ruso, se lo llevó en volandas a su camerino. Desolado, jamás volví a verle. Había perdido mi última ocasión.

Lo que ocurrió después todavía fue más confuso. Yo no lo recuerdo bien pero dicen que agarré a mi amigo por el cuello y, sin esperar a que su cara se pusiera morada por la falta de oxígeno, lo precipité por una barandilla al piso de abajo. La verdad es que no fue para tanto y, en todo caso, se trató de un incidente aislado. Por eso espero que usted, amabilísimo señor juez, reconsidere su decisión y estime conveniente el concederme la libertad. 

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 26 de mayo de 2013.
Fotografía: Karpov y Kasparov, disputando el título mundial de ajedrez en 1984.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 17 de mayo de 2013

Absorto


Don Manuel permanecía absorto ante su tablero de ajedrez. Atrás quedaban sus espectaculares partidas contra Luis y Juan, sus viejos camaradas de club. Desgraciadamente el tiempo había mermado a estos veteranos jugadores hasta tal punto que jamás volverían a jugar. Juan se había quedado sordo y sus problemas de corazón acabaron por apartarle de la competición. Luis tuvo que dejarlo cuando perdió la vista por su enfermedad en la retina. El mal de Manuel era diferente. Contemplaba el tablero pensando qué diablos eran esas piezas.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de mayo de 2013.
Ilustración: Viejo con barba, de Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1630).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

La discusión



La niña yacía echada sobre su cama mientras jugaba consigo misma al ajedrez. Llevaba puesto un camisón y movía nerviosamente las diminutas piezas de un tablero plegable, intentando hallar, en sus casillas, la paz que no encontraba en su hogar.

Más abajo, en el comedor, discutían acaloradamente su madre y el enésimo novio que ésta se había buscado. Seguramente reñían por algún asunto relacionado con la falta de dinero o, peor aún, con las drogas. De hecho, no era la primera vez que la milicia de Moscú había tenido que acudir a su domicilio tras una denuncia de sus vecinos. Mientras tanto, su hermanito, de pocos meses de edad, sollozaba a pleno pulmón desde la cuna.

La mujer no paraba de gritar como una loca, reprochando a su pareja que hubiera vuelto a gastarse los rublos en alcohol barato y regresara borracho, una vez más, a casa. El hombre no se amedrentaba en absoluto y, completamente fuera de sí, vociferaba a su antojo toda clase de improperios. 

En cierto momento, Katia escuchó un ruido sordo, similar a un golpe brusco, y luego oyó una rotura de cristales. Su madre calló de inmediato. El niño seguía llorando. 

Katia trató de abstraerse de todo aquel alboroto y se concentró en la complicada posición que ofrecía el tablero. Cuando quiso darse cuenta, la puerta de su habitación se abrió de par en par, con un portazo, y apareció en el umbral de la entrada aquel hombre que, por capricho o debilidad de su madre, seguía ejerciendo de padrastro. Se había despojado del cinturón y, mientras entraba, lo enarbolaba amenazadoramente. La niña sabía lo que le aguardaba. No era la primera vez.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de mayo de 2013.
Ilustración: Girl arranging her hair, de Mary Cassatt (1886).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 5 de mayo de 2013

Tesoro hundido, tesoro maldito


La tempestad llegó de improvisto y cogió por sorpresa a los confiados tripulantes del navío, un viejo galeón español que venía cargado de oro desde las Américas. Nadie esperaba semejante tromba de agua. Ni los más veteranos.

Los vientos huracanados soplaban sin cesar, furiosos y agresivos. Agitaban implacablemente la espumosa superficie marina mientras zarandeaban el barco con un estruendo aterrador. Entretanto, las rugientes olas se levantaban rítmicamente a una altura mucho mayor que la de la embarcación y anegaban completamente la cubierta con el agua fría del océano.

Pese a los esfuerzos de los marineros por gobernar el rumbo de la nave, ésta flotaba a la deriva, sin control alguno, a merced de los elementos. El capitán, completamente empapado, alzaba su sable en todas direcciones y no paraba de dar órdenes a sus hombres con la esperanza de mantener el barco a flote. Desgraciadamente, uno de los mástiles comenzó a quebrarse por la titánica fuerza del viento y acabó desplomándose pesadamente sobre la cubierta. El viejo velamen yacía hecho jirones sobre las cabezas de los asustados tripulantes, que ya temían lo peor. Hubieran tratado de abandonar aquel inhóspito rincón de mundo pero, dadas las circunstancias, el timón permanecía bloqueado por las corrientes marinas y era imposible alejarse de aquella trampa mortal. Sólo cabía esperar.

Al fin el mar se cobró su tributo y, tras un quejumbroso chasquido del casco, la mole de agua engulló completamente al barco y los tablones de madera fueron desapareciendo bajo las olas. Muchos marineros se vieron arrastrados por la corriente marina hasta el fondo del océano mientras el resto de tripulantes, debatiéndose con las fuerzas de la naturaleza, acabó pereciendo por el frío y el cansancio. En su postrero viaje, los cadáveres así como sus pertrechos fueron posándose calmosamente en el fondo marino.

A varios metros de profundidad, el paisaje acuático era muy distinto a la tempestad que se vivía más arriba. Los nutridos bancos de peces multicolores y los llamativos corales permanecían ajenos al caótico movimiento que se vivía en la superficie.

Bajo las olas alguien observaba atentamente el triste destino de los marineros. Un par de tritones contemplaba la escena desde un recóndito escondrijo y tomaba buena nota de dónde caían los restos más interesantes. Los prudentes tritones mostraban una naturaleza claramente híbrida. De cintura para arriba, guardaban un cierto parecido con los humanos aunque sus orejas acababan en punta y su pecho albergaba branquias en lugar de pulmones. De cintura para abajo, los tritones exhibían una robusta y escamosa cola de pez que les permitía zambullirse y bucear con maestría bajo las aguas del océano. Como protección adicional, ambos tritones enarbolaban un tridente perlado cada uno, a modo de defensa, en sus manos palmípedas.

Cuando estuvieron seguros de que todo estaba en calma, los tritones avanzaron hacia los despojos del naufragio. No se inmutaron por la presencia de cadáveres bajo el agua, pues estaban acostumbrados a la dura vida del mar, ni tampoco se sorprendieron por la ingente cantidad de oro que reposaba sobre la arena del fondo marino. Varios arcones con cientos o incluso miles de monedas doradas de ocho escudos yacían ahora en territorio tritón. El ser acuático más robusto, con una cabellera larga y verdosa de una textura muy semejante a las algas, tomó una de las gruesas monedas y examinó ambas caras. En el anverso había un complejo escudo de armas con varios emblemas que el tritón fue incapaz de descifrar. Unas letras que sí pudo identificar decían CAROLUS II D. G. aunque no comprendía el significado de las mismas. Giró la moneda y en su reverso pudo distinguir una cruz rodeada por unas letras borrosas así como los números 1692. Sin darle mayor importancia, el tritón arrojó la moneda al suelo, junto a las otras, y fue en busca de algo más interesante. En esa zona, con un clima adverso y caprichoso, los hundimientos de barcos eran relativamente frecuentes y la presencia de monedas de oro y plata ya no sorprendía ni interesaba a los habitantes del fondo marino. Allí el dinero no significaba nada, ni tenía valor alguno.

Los tritones fueron investigando los diversos objetos que el galeón hundido ofrecía hasta que repararon en la ostentosa presencia de un voluminoso arcón de madera. El baúl estaba cerrado con un candado de hierro pero el tritón más robusto golpeó diversas veces la cerradura con su tridente y el metal cedió a la tercera embestida. Su compañero, más estilizado y sin pelo alguno sobre su calva cabeza, abrió ansiosamente el arcón y, en su interior, tras una cortina de burbujas, hallaron una misteriosa cajita rectangular de madera, ancha y poco profunda, cuya superficie tallada exhibía una extraña y omnipresente cuadrícula que alternaba espacios claros y oscuros en una suerte de mosaico blanco y negro. Al abrirla, encontraron un variado grupo de figurillas en oro y plata que no supieron identificar aunque unas pocas, cuatro a lo sumo, les recordaron a un caballito de mar, aunque sin la cola en espiral. Satisfechos con el hallazgo, los tritones guardaron la cajita con sus figuritas y se la llevaron a Atlantis, la milenaria capital del reino tritón.

Poco más se sabe de lo que ocurrió en aquella ciudad submarina. Se rumorea que, amparándose en la magia, los tritones terminaron por averiguar el funcionamiento de aquellas misteriosas figurillas e incluso aprendieron el inquietante uso de su caja cuadriculada. Desoyendo el consejo de los más ancianos, los tritones más jóvenes utilizaron frívolamente las figurillas para su diversión y aquel inocente descubrimiento pronto desembocó en una peligrosa y absorbente moda. Los tritones se aficionaron al nuevo juego de mesa y rápidamente perdieron todo interés en los asuntos del mar. En un breve espacio de tiempo los océanos quedaron desatendidos y el reino se empobreció terriblemente. El pueblo pasaba hambre y, poco a poco, los tritones se volvieron cada vez más esquivos y huraños. En lugar de ser amigos y colaborar, competían entre sí y comenzaron a verse los unos a los otros como simples adversarios o incluso enemigos. Los que invertían más horas en aquel oscuro pasatiempo desarrollaron incluso un comportamiento apático y renuente que rozaba la misantropía. No participaban de las actividades de la comunidad y llevaban una vida sospechosamente solitaria. Cuando aparecieron los primeros altercados violentos, las autoridades de Atlantis se vieron obligadas a prohibir el juego y decretaron que la caja y sus figuras fueran devueltas a los malignos humanos que las habían creado.  

Los mismos dos tritones que trajeron la desgracia a su pueblo fueron los encargados de devolver el peligroso juego a sus abyectos hacedores, los humanos. Una fría noche de luna llena, cuando las estrellas iluminaban el negro firmamento, los tritones abandonaron la cajita en una playa cercana a Nápoles y regresaron a su país sumergido.

Desgraciadamente, algún tritón demasiado aferrado al juego incumplió la prohibición y tuvo la funesta idea de elaborar varias copias de la caja y de las piezas que contenía. En poco tiempo y pese a los esfuerzos de las autoridades, el reino de Atlantis volvió a sumirse en una nueva y definitiva espiral de confusión. Los tableros de ajedrez se multiplicaron hasta lo indecible y desde entonces nadie más ha divisado tritones en la superficie del mar.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de mayo de 2013.
Ilustración: Una sirena (1901) de John William Waterhouse.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 5 de abril de 2013

El rey de las negras



La puerta del café se abrió con brusquedad y apareció, como cada martes, aquel niño. Todos conocían su extraña conducta. Las frases que solía proferir, sus gestos recurrentes. Su omnipresente madre siempre lo acompañaba, discreta y vigilante como un ángel de la guarda.

El muchacho, de apenas diez años, se acercó a una de las mesas donde un par de obreros de la fundición de Kiev jugaban al ajedrez tras un duro día de trabajo. Eran los tiempos del camarada Stalin. Varios hombres se arremolinaban en torno al tablero para seguir con especial interés el desarrollo de la partida. Una docena quizás. El niño aprovechó su baja estatura y fue introduciendo su diminuto cuerpo en la muralla humana hasta que al fin estuvo en primera fila y pudo contemplar las piezas.

La partida había alcanzado su punto culminante y, con varias y sutiles amenazas mutuas, podía decantarse en cualquier dirección. Los mirones no paraban de cuchichear jugadas tratando de adelantarse al curso de los acontecimientos y participar, de ese modo, de la gloria del vencedor.

Sin tener en cuenta la presencia de los jugadores y el resto de la gente, el muchacho agarró un alfil negro y realizó una jugada.

-          Niño, no toques las piezas. Que estamos jugando nosotros–advirtió uno de los jugadores al punto que rectificaba el movimiento.
-          ¡Pero si soy el rey las negras! –exclamó el chaval mientras repetía nuevamente la jugada de alfil.
-          ¡Señora, llévese al chico! Está molestando –avisaron varios de los espectadores.

Uno de los presentes se cargó de paciencia y, sacrificándose por el bien de todos, tomó al niño del brazo y lo sacó de la mesa. Le miró a los ojos para captar su atención y le propuso jugar una partida con él. El chico vaciló por unos instantes y, sin responder palabra alguna, se sentó en la mesa vecina, que también disponía de un tablero de ajedrez. El hombre lo interpretó como un sí y se sentó frente al muchacho.

-          A ver, Misha, ¿qué color prefieres? –preguntó el individuo con un tono mecánico y rutinario.
-          Negras. Yo soy el rey de las negras.

El hombre había escuchado docenas de veces la misma cantinela. El niño jamás llevaba las piezas blancas e, indefectiblemente, se reservaba el bando negro. De hecho, nadie en aquel garito recordaba una sola jugada del chico con blancas. Ni una sola jugada en dos años. Era una fijación absurda e irracional que, sin duda, delataba un funcionamiento anómalo y patológico en la mente del muchacho.

La partida entre el adulto y el chico fue rápida y mortal. El hombre jugó lo mejor que supo pero el chaval volvió a derrotarle con extrema facilidad. Siempre ocurría lo mismo. Imbatible con negras e inexistente con blancas. No recordaba cuántas partidas habían disputado ambos pero siempre terminaban con victoria del niño llevando las piezas negras.

La madre dio las gracias a ese señor tan amable y, tras abrigar a su hijo, se lo llevó de nuevo a su casa.

-          ¡Soy el rey de las negras!- volvió a exclamar el pequeño Misha mientras desaparecía por la puerta hasta el siguiente martes.

El hombre regresó de inmediato al corrillo de mirones y comprobó con satisfacción que la anterior partida entre los trabajadores de la fundición seguía en marcha. El jugador de negras, cómo no, se impondría gracias a la jugada de alfil que había sugerido el niño.


Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de abril de 2013.
Ilustración: El niño del chaleco rojo (detalle) de Paul Cézanne (1888).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

sábado, 30 de marzo de 2013

Viaje a Grecia



El psiquiatra lo había dejado bien claro: Jaime sufría ajedrecitis y tenía que abandonar el ajedrez. Al menos, por una temporada. Su esposa, llamada Laura, era consciente de que semejante situación requería un cambio drástico en sus vidas así que planeó un largo viaje por Grecia para aplacar el desmesurado y enfermizo afán ajedrecístico de su marido. La mujer estaba harta de tanto torneo y todavía recordaba cómo, en su noche de bodas, Jaime se empeñó en analizar un problema de ajedrez durante más de hora y media. 

El avión llegó al aeropuerto de Atenas tras una fugaz escala en Milán. Laura comprobó rápidamente que sus clases de griego clásico en el instituto resultaban del todo insuficientes para comprender una lengua que había ido evolucionando durante más de dos mil quinientos años. Apenas podía leer los letreros en voz alta y entender alguna que otra palabra suelta. Resultaba más práctico expresarse en un inglés básico y encomendarse a la buena fe de los lugareños.

Tomaron un taxi en la terminal del aeropuerto y, tras un paseo excesivamente largo, llegaron a la pensión que habían reservado con antelación. Cuando el coche se alejó, pudieron comprobar que la calle era más sórdida de lo que aconsejaba el sentido común. La basura se acumulaba por todas partes y un mendigo con la cara llena de ronchas hablaba solo mientras apuraba con hambre una hedionda lata de sardinas. Laura cogió de la mano a Jaime y ambos entraron en la pensión.

El recepcionista les llevó a su habitación. No era lujosa pero sí confortable. Además disponía de neverita –vacía- y televisor. Jaime encendió el aparato con la esperanza de encontrar algún programa de ajedrez al estilo de Leontxo García pero solamente halló las típicas películas bíblicas y algunas noticias confusas en las que, de vez en cuando, aparecían monjes y sacerdotes ortodoxos con sus barbas largas y pobladas. Fue entonces cuando Laura advirtió que estaban en plena Semana Santa.

Tras dos o tres días de largas caminatas y retorcidos trayectos en metro y autobús, la pareja ya había visitado la concurrida Acrópolis –Partenón incluido- y un montón de ruinas y museos. Curiosamente, el lugar que más agradó a Jaime fue sin duda uno de los lugares menos visitados de Atenas: el Museo Numismático, situado cerca de la plaza Sintagma, en la antigua casa del arqueólogo y expoliador Heimrich Schliemann. La causa de aquella predilección era que, en algunas de sus vitrinas, Jaime pudo deleitarse con la elegante presencia de un caballo en varias de las monedas. La efigie del equino burilado en plata, regio y solemne, Bucéfalo cuanto menos, se asemejaba tanto a una pieza de ajedrez que su febril imaginación no tardó en visualizar casillas y piezas en frugal armonía. Afortunadamente, Laura advirtió de inmediato que su esposo pegaba la cara al cristal con demasiado ahínco y, tomándole del brazo, abandonaron el museo a toda prisa sin reparar en las bonitas esvásticas que podían apreciarse en la verja del museo.

Alejado de las dracmas antiguas, Jaime recobró con celeridad un estado mental adecuado y pudieron proseguir las visitas por la capital griega. El hombre insistió entonces en pasear por la Placa, el barrio turístico por excelencia, y, de paso, adquirir algún souvenir en alguna de las numerosas tiendas que allí se aglutinan. No le pareció una mala idea a Laura y accedió gustosa a la propuesta pero, cuando paseaban en mitad del bullicio y comenzaron a vislumbrar los primeros tableros de ajedrez tallados a mano, la mujer tuvo que ponerse seria y, dando media vuelta, regresaron al hotel.

Participaron luego en algunas visitas guiadas al Canal de Corinto, la Micenas de Agamenón o el teatro de Epidauro, famoso por su enorme graderío semicircular con capacidad para catorce mil espectadores y una acústica todavía perfecta. También visitaron Delfos y su escarpado santuario en honor al imberbe Apolo. Todo muy bonito y, sobretodo, histórico. Sorprendía pensar que un país de científicos, filósofos y literatos, la cuna de la democracia, se hubiera convertido con el paso de los siglos en un país futbolizado y decadente que exprimía sin escrúpulos su pasado glorioso. Daba la sensación de que allí todo el mundo vivía del turismo. Desde los camareros hasta los conductores de autobús. Seguro que los niños griegos ya crecían queriendo ser vigilantes de museo. Ganarse la vida sentados en una silla, riñendo de vez en cuando a algún turista por hacerse fotos demasiado irreverentes junto a un dios esculpido en piedra. Años atrás, Italia les había provocado sensaciones similares aunque todavía era posible distinguir a un italiano de un griego. El primero era más sofisticado y solía vestir de marca e ir siempre acompañado de sus gafas de sol, aunque fuera en la oscuridad del metro. En cambio, el griego era más sencillo, igualmente gritón pero noble, de espíritu bucólico y pastoril.  

Laura hubiera preferido visitar todos esos lugares en un coche alquilado, para ir a su ritmo, pero ni ella ni su marido tenían permiso de conducir. Su capacidad de movimiento era por tanto limitada y ambos tendrían que conformarse con ir en un autobús para turistas.

Una señora decrépita y larguirucha, la guía, explicaba todo el recorrido en tres idiomas diferentes con la misma frialdad con la que una azafata de vuelo muestra la salida de emergencia en un avión. Quién sabe si ambas eran la misma persona, como Superman y Clark Kent.

Lo peor de las visitas guiadas era, sin duda, la velocidad. El autobús marchaba a toda prisa y solamente paraba en áreas de servicio y restaurantes cuya misión era desplumar a los visitantes con cafés, baratijas y postales. Una vez llegados al recinto turístico, la guía solía comentar una pequeña selección de los contenidos o, a veces, ni eso para que la visita concluyera pronto y el autobús volviera raudo a la carretera.   

Para no repetir la experiencia, decidieron ir por su cuenta a Olimpia. Laura planeó con esmero un largo recorrido en tren que bordeaba el Peloponeso y culminaba en Pyrgos, una ciudad segundona desde la que podrían tomar un taxi hasta Olimpia.

El viaje en tren fue de lo más pintoresco. Al principio todo marchó bien y tanto Jaime como Laura pudieron gozar del aire acondicionado y unas excelentes vistas de la costa griega pero, a medida que se internaban en la Grecia no turística, comenzaron a comprobar el grado de atraso que sufría el país en algunas de sus regiones. La gente vestía muy humildemente y las casas eran sencillas. Los trenes eran extremadamente viejos, tanto, que parecían sacados de un documental en blanco y negro. Culminó la travesía un niño, probablemente albanés, que tocaba su acordeón en busca de una fría limosna.

Llegados a Pyrgos, el matrimonio decidió tomar un buen almuerzo y encaminarse luego a Olimpia. Tras deambular un rato por las calles de esa insulsa ciudad, Laura creyó detectar un bar y se adentró en el garito mientras Jaime, su sudoroso esposo, aguardaba en la entrada con las maletas. La mujer logró hacerse entender y en poco tiempo regresó con un par de pitas rellenas de toda clase ingredientes, comenzando por la carne de cerdo y acabando por una suculentas patatas fritas.

Sorprendida, la mujer no halló a su marido aunque sí estaban las maletas. Abandonadas en la acera. Laura se extrañó y miró alarmada en todas direcciones. No había rastro de su marido. Temiendo lo peor, se asustó y comenzó a gritar el nombre de su esposo sin que éste regresara: -¡Jaime! ¡Jaime! Una de las pitas cayó al suelo y se espachurró contra el cemento. Los lugareños comenzaron a observarla con creciente curiosidad sin acabar de entender qué le ocurría a aquella extranjera.

Fue entonces cuando Laura vio aquel cartel en uno de los cristales del bar. Estaba en griego y la mujer no acababa de entender con exactitud lo que ponía en él pero la imagen retocada de unas piezas de ajedrez dejaba bien claro que allí se anunciaba un torneo: el I Campeonato Internacional de Pyrgos. Laura sabía lo que aquella ausencia significaba. Nunca más volvió a verle.  

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 30 de marzo de 2013.
Ilustración: Fotografía del Partenón, en la Acrópolis ateniense.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 17 de marzo de 2013

Construya su propio robot



La muchacha llegó a su casa y, con gran expectación, observó el fascículo que acababa de comprar. El codiciado ejemplar que sostenía entre sus manos exhibía en su parte delantera una vistosa portada cuyo título, dorado y pretencioso, aclaraba perfectamente el tema de la colección: “Construya su propio robot”.

Las manos de la veinteañera, finas y delicadas, temblaron de auténtica emoción al ir releyendo, uno a uno, los contenidos que se anunciaban escuetamente en la portada. Ariel –pues así se llamaba la joven- era una apasionada de la robótica y, desde su más tierna infancia, soñaba insistentemente con destacar en esa rama del saber. La muchacha llevaba ya dos largos años atesorando fielmente los números de esa interminable colección por entregas y, harta de acudir al quiosco, deseaba acabarla cuanto antes.

La chica contuvo los nervios y apenas tardó unos segundos en arrancar por completo el ruidoso envoltorio de celofán transparente que recubría el fascículo. Cuando por fin pudo hojear con detenimiento las páginas que tanto había estado esperando, su rostro se relajó en un gesto de profunda satisfacción muy cercano a la paz espiritual. Con ese fascículo, el último, la muchacha ponía punto y final a la colección. De una vez por todas, podría terminar de construir su robot programable tal y como se especificaba en los folletos promocionales. De hecho, podría construir no sólo uno sino dos androides programables ya que Ariel era extremadamente previsora y había seguido la colección por duplicado.

La joven tenía en mente grandes proyectos. Si había sido tan paciente en la recolección de todos esos fascículos, era porque pretendía modificar el modelo base que se vendía en quioscos y papelerías para crear por su cuenta algo nuevo y diferente. Su idea era fusionar dos campos tan heterogéneos como el ajedrez y la robótica. La chica planeaba construir dos robots que fueran capaces de jugar al ajedrez entre ellos con gran eficacia.

Ariel recordaba sobradamente cómo, unos años antes, una computadora norteamericana había sido capaz de batir al mejor ajedrecista humano del momento, un campeón ruso poco acostumbrado a perder. El hombre no encajó nada bien la derrota y estuvo largo tiempo acusando a los programadores de haber hecho trampas, pero nunca llegó a demostrar tales irregularidades y nadie en su sano juicio llegó jamás a creerle. El suceso causó un gran revuelo en todo el mundo y aquel hito informático quedó registrado largo tiempo en la memoria de la joven Ariel, que por aquel entonces era sólo una niña. Lo que realmente la fascinó fue el hecho de que una máquina creada por el ser humano había sido capaz de superarlo en ingenio y destreza mental. El universo cuadriculado del ajedrez se mostraba como un excelente campo de pruebas para la inteligencia artificial.  

El proyecto que Ariel imaginaba tenía claros precedentes históricos –empezando por el falso autómata de Wolfgang von Kempelen- pero, en algunos aspectos, pretendía ser totalmente novedoso. En primer lugar, los robots que ella tenía planeados no se limitarían a “pensar” mientras un operador humano movía las piezas en su nombre tal y como había sucedido en el famoso duelo con el campeón ruso. En efecto, los futuros androides que proyectaba debían no sólo calcular las mejores jugadas en su cerebro electrónico sino, además, tenían que ser capaces de interactuar físicamente con el medio que los rodeaba y saber utilizar sus extremidades mecánicas para ejecutar los movimientos de las piezas sobre un tablero real. En segundo lugar, como los mejores ajedrecistas humanos ya habían sido destronados por la inteligencia artificial, Ariel supuso que era más interesante dejar que los androides porfiaran entre ellos. De ahí que planeara construir dos robots. Para que fueran rivales y compitieran entre sí.

Se trataba, pues, de un proyecto sumamente ambicioso que más de uno hubiera desestimado por completo al considerarlo demasiado complejo –por no decir imposible- pero Ariel poseía una tenacidad que no conocía límites. Cuando se empeñaba en algo, la chica no dudaba en perseverar cuanto fuera necesario hasta lograr los objetivos que se había propuesto. Para triunfar, contaba con una inmejorable formación académica en informática, electrónica y robótica que la convertían en una de las investigadoras más prometedoras del país. No era una simple aficionada. Los catedráticos de su facultad ya la habían observado sobradamente durante las clases y ya habían comprobado que la chica poseía un extraordinario don para la ingeniería electrónica. Se la consideraba un portento y, posiblemente, una futura eminencia mundial. Su fama la precedía allí donde iba y, con cierta regularidad, le llovían becas y ofertas de trabajo en las mejores universidades así como en el siempre exigente sector privado.

Sus compañeros de promoción también la tenían por un genio en cuanto a inteligencia artificial pero no se relacionaban mucho con ella puesto que, en el fondo, la temían. La verdad era que no acababan de comprenderla. Por un lado, influía su condición femenina que, de por sí, ya la convertía en un raro espécimen, diferente a los múltiples ejemplares masculinos que plagaban la universidad. Por otro lado, su impresionante destreza mental todavía acentuaba más esa singularidad y la distanciaba del resto. Los estudiantes envidiaban sus grandes dotes de talento natural, su extraordinaria facilidad para el cálculo matemático o la sencillez con la que era capaz de resolver cualquier tarea propuesta en clase. Intuían que la muchacha pertenecía a un nivel cualitativamente superior, que era inalcanzable y que siempre estaría un paso por delante. Hasta cierto punto, era lógico que la odiaran. No obstante, lo que más detestaban de ella era que la chica demostraba una abnegada dedicación al estudio que no tenía parangón. Mientras sus toscos compañeros de clase abarrotaban los bares estudiantiles y practicaban el ruidoso arte del futbolín, Ariel no dudaba en visitar constantemente la silenciosa biblioteca de su facultad y completaba las prácticas que hiciera falta en el laboratorio de electrónica. Su vocación era tan grande y sincera que, a diferencia de los demás, podía consumir las horas estudiando sin esfuerzo alguno. Todo ello la encumbraba todavía más y, al mismo tiempo, la aislaba de sus rencorosos colegas.

Ariel era consciente del rechazo que despertaba en muchos de sus mediocres compañeros de aula y, durante los primeros años de carrera, sufrió amargamente por ello ya que, como cualquier joven de su edad, anhelaba tener vida social. Solamente pretendía que la aceptaran. Ser una más del grupo. Su corazón adolescente amaba la tecnología pero, al mismo tiempo, suspiraba por captar la atención de algún que otro chico. No pedía mucho. Simplemente, que fuera cariñoso y leal. Desgraciadamente ése no era el caso.

La naturaleza había sido generosa con Ariel. De complexión atlética, la joven exhibía una silueta estilizada y femenina que disponía de un bonito repertorio de curvas. Su rostro, coronado por una larga melena oscura, mostraba una expresión lánguida y virginal que delataba la secreta fragilidad de su carácter. Parecía lógico que, con ayuda de sus poderosos encantos, Ariel fuera capaz de atraer como un imán a cualquier hombre que se propusiera. De conquistarlo a su antojo. No obstante, no ocurría nada de todo eso. La muchacha –quién sabe si por timidez o simple dejadez personal- apenas cuidaba de su aspecto físico y su hermosura natural quedaba dramáticamente sepultada bajo unas ropas andróginas que no la favorecían en absoluto. Como aderezo, el tremendo potencial intelectual del que era depositaria dificultaba todavía más sus ya de por sí escasas relaciones personales y, cuando su desmesurado talento afloraba en cualquier conversación, los chicos no tardaban en acomplejarse y huir despavoridos. De ese modo, Ariel se encontraba siempre sola, sin pareja ni amigos.

Con el tiempo, Ariel llegó a superar ese boicot sentimental y se acostumbró a prescindir emocionalmente de novios y amistades. No obstante, el daño ya estaba hecho. Su rostro acabó por adquirir una expresión tan fría y distante que, con cierta dosis de crueldad, en el ámbito universitario se la conocía como la “máquina”.

Ariel inauguró su ambicioso proyecto y, sin ayuda de nadie, comenzó a modificar concienzudamente los robots. El modelo base que se vendía en quioscos y papelerías pronto le pareció un juguete inofensivo y sencillo, destinado al entretenimiento de los niños. Las máquinas originales apenas superaban el medio metro de estatura y exhibían en sus rostros artificiales una expresión bobalicona que denotaba la idiotez más absoluta. En realidad, habían sido concebidos sin muchas pretensiones, como una especie de mascota robotizada y poco más. Se trataba de que pudieran obedecer instrucciones simples y tener, de este modo, contentos a los niños.

La joven no tardó en alterar los componentes que juzgaba mejorables y perfeccionó sin esfuerzo su rudimentario sistema de sensores, logrando una mayor definición en los dispositivos ópticos y auditivos. Añadió además un complejo entramado de sensores táctiles por toda la superficie de los robots que los convertía en unos engendros extremadamente sensibles al medio. Las toscas pinzas que tenían por manos fueron rápidamente sustituidas por una versión muy aproximada de las extremidades humanas y cada uno de sus nuevos y sofisticados dedos mecánicos gozaba de movimiento autónomo. La idea era que, entre otras funciones, pudieran sostener adecuadamente cualquier objeto con la mano –por ejemplo, un alfil o un peón- sin romperlo ni dejarlo caer. El resultado fue óptimo pero la chica, no satisfecha con los retoques, rediseñó por completo toda la placa base e incorporó varios circuitos a las máquinas para mejorar así su velocidad de respuesta a los estímulos externos. En poco tiempo, los robots se estaban convirtiendo en unos sensacionales prototipos de última generación.

De acuerdo con su plan original, añadió a la computadora central de los robots un complicadísimo sistema de algoritmos que permitiría a los androides jugar con éxito al ajedrez. Se trataba de programar adecuadamente a los robots de manera que pudieran evaluar con acierto cualquier posición del juego y escogieran siempre las mejores jugadas para, acto seguido, ejecutarlas sobre un tablero real como haría cualquier humano de carne y hueso. Todo parecía ir en orden pero Ariel pretendía llegar todavía más lejos y, mediante una compleja subrutina, logró dotar a sus robots de la asombrosa capacidad de aprender de sus propios errores. El objetivo era que, en el futuro, los androides fueran capaces de pulir paulatinamente su nivel de juego y alcanzar la maestría.

Cuando hubo completado la primera tanda de modificaciones, la muchacha realizó varias pruebas rutinarias y quedó bastante satisfecha con el resultado final. Los robots eran capaces de interactuar adecuadamente con el medio que los rodeaba y podían no sólo sortear los obstáculos de su entorno, sino reconocer y obedecer la suave voz de Ariel. Las piezas de madera eran movidas por los robots con gran elegancia y jamás las rompían ni las dejaban caer en casillas equivocadas. Un éxito, sin duda.

En cuanto al nivel de juego, la joven quedó bastante contenta con el resultado obtenido puesto que sus creaciones iban mejorando con la práctica. Ambos robots la derrotaban con una facilidad creciente aunque, en el fondo, no era un dato muy significativo ya que la chica, pese a su erudición extrema en otros campos, no sabía mucho de ajedrez. Ariel apenas lo había practicado y su entendimiento del juego se limitaba a ciertas reglas básicas que todo el mundo conoce y algunos pequeños consejos de carácter práctico como que es prudente enrocarse con el rey o que conviene utilizar muchas piezas diferentes al comienzo de la partida. Para ella, el ajedrez era solamente un complicado juego de mesa, una excusa para poner a prueba el raciocinio digital de sus androides. Ariel juzgaba que su tiempo era escaso y por tanto valioso. No podía emplearlo de cualquier manera y, en ningún momento, cruzó por su mente la loca idea de malgastar esfuerzos en aprender ajedrez, un juego tan complejo como inútil. La programadora reservaba sus neuronas para cuestiones más elevadas.

Cualquiera hubiera detenido aquí sus investigaciones pero ella no tenía suficiente. Quería progresar más, mucho más. Concibió entonces el proyecto más rocambolesco que pudo imaginar: dotar a sus robots de verdadera inteligencia humana. Sin darse cuenta, Ariel se estaba obsesionando por el tema.

Transcurrieron tres años de intensa investigación durante los cuales su ánimo jamás desfalleció. Estudió todos los trabajos publicados hasta la fecha, estuvo al tanto de las principales novedades en el sector electrónico y, en un alarde de creatividad, se propuso imitar digitalmente la psique humana. Con buen criterio, se asesoró debidamente y consultó a toda clase de expertos.

En concreto, comenzó a interesarse por las diferencias que varios psicólogos, psiquiatras y neurólogos creían haber detectado en el cerebro de hombres y mujeres. Le sorprendió el hecho de que, según varios estudios con una reputación intachable, ambos sexos mostraban diferencias estadísticas en cuanto a la manera de resolver ciertos problemas intelectuales. No se podía hablar de una desigualdad significativa en cuanto al coeficiente intelectual pero parecía ser que existían áreas donde cada sexo destacaba por encima del otro. Así, los hombres realizaban mejor ciertas tareas relacionadas con el dominio espacial, el seguimiento correcto de una ruta, el control de las habilidades motoras o incluso en pruebas de razonamiento matemático. En cambio, las féminas superaban a los hombres en velocidad perceptiva, cálculo aritmético y fluidez verbal. Los neurólogos consideraban que estas diferencias puntuales se debían a una distribución desigual de las hormonas durante las etapas más precoces de la vida que desembocaban luego en una estructuración diferente de los cerebros masculino y femenino. Aunque no todo era biología. Según los psicólogos, el medio social, con sus estereotipos y roles sociales, también fomentaba y agrandaba la distancia entre ambos tipos de personalidades. La idea de unos cerebros diferentes pero equivalentes según el género –pues cada uno ejercía la supremacía en ciertos procesos mentales- no le pareció descabellada a Ariel sino todo lo contrario. La chica elaboró una completa lista de diferencias y se propuso intentar reproducir digitalmente todas estas particularidades. 

El tema interesaba especialmente a la chica ya que, durante años, ella misma había sufrido en sus carnes los reproches machistas de sus mediocres compañeros de clase que, a menudo, lanzaban bulos y falsos rumores que atribuían sus brillantes éxitos académicos a una humillante política de discriminación positiva en favor de la mujer. Ariel opinaba que, si en lugar de senos turgentes hubiera tenido testículos, entonces se habría respetado más su trayectoria profesional y, actualmente, contaría con más apoyos en el mundillo universitario. Estaba cansada de tener que demostrar continuamente su valía para acallar las risitas y comentarios de turno. Pensó que si creaba un robot dotado de pensamiento masculino y otro con mentalidad femenina podría demostrar que, pese a las diferencias puntuales, ambas opciones eran equivalentes. Su plan era programarlos imitando a conciencia el género humano y demostrar en un terreno neutral como el ajedrez que las mujeres pueden ser igual de efectivas que cualquier hombre.

Para no confundirlos, compró un aerógrafo y pintó de rosa al futuro robot femenino. Lo encontró algo cursi pero efectivo. De ahora en adelante se llamaría Robo-Eva. Su homólogo masculino se apodaría Robo-Jack y, por el contrario, ostentaría el color azul. En realidad, los robots no precisaban tales nombres ni cambios en sus carcasas para ser más “humanos” pero Ariel creyó oportuno dotarlos de una apariencia distintiva, acorde con su nueva personalidad, y lo cierto es que con el tiempo comenzó a lograr avances significativos en cuanto a la programación de los robots. Éstos empezaban a mostrar diferencias importantes en cuanto a su modo de resolver los problemas concretos que ella les planteaba pero todavía distaban mucho de alcanzar la complejidad que se atribuye al cerebro humano. Pese a todos sus esfuerzos, sus creaciones no dejaban de ser marionetas estúpidas, autómatas amaestrados que, sin alma, carecían de iniciativa personal.

No obstante, algo cambió una fría noche de invierno. Aquellos días el clima andaba algo alborotado y una inesperada tormenta eléctrica se apoderó de la ciudad. Los relámpagos se sucedían sin descanso y uno de ellos alcanzó con gran estruendo el edificio de la universidad. El rayo penetró en la construcción por una antena de la azotea y se abrió paso a toda velocidad a través de cables y metales, destrozando buena parte del material allí almacenado. Cuando al día siguiente Ariel llegó a la facultad y se enteró de lo sucedido, temió lo peor y acudió a su despacho de becaria lo más rápido que pudo para examinar cuál era el estado de los robots. Llevaba demasiado tiempo trabajando en ellos como para que un inoportuno imprevisto diera al traste con su laboriosa investigación. Abrió la puerta y comprobó con pesar que el rayo se había introducido en su oficina y, tras aniquilar varios informes y un ordenador, había alcanzado a los robots. Ambos permanecían tumbados en el suelo como juguetes desordenados, como si alguna descarga los hubiera sacudido y zarandeado con fuerza. Había marcas de ionización por todas partes y un penetrante olor a chamusquina impregnaba la estancia. La joven contuvo los nervios y se afanó en conectar los androides para revisar su estado. Realizó algunas pruebas sencillas y en un principio no observó ningún desperfecto grave por lo que tranquilizó su ánimo y se limitó a reorganizar el despacho y cambiar la computadora averiada. Según le comentaron después, el seguro de la universidad cubriría los gastos de todo aquel estropicio.   

Aquel contratiempo no mermó las aspiraciones de Ariel. En los días siguientes prosiguió fielmente con su ambicioso proyecto y trató de mejorar los buenos resultados que ya había ido obteniendo con anterioridad pero pronto comenzó a detectar algunas extrañas anomalías –antes inexistentes- en la conducta de sus robots.

El nivel ajedrecístico de los artefactos parecía ser el mismo de siempre y ninguna de sus creaciones lograba imponerse claramente a su rival. Robo-Jack y Robo-Eva se debatían infatigablemente, cada uno con sus peculiaridades, sin que pudiera demostrar una clara superioridad. No obstante, en algunos momentos, los androides se mostraban taciturnos como si se encontraran desorientados o como si alguna minúscula conexión en su placa base se hubiera estropeado con la descarga. De no haber sido máquinas, Ariel hubiera asegurado que Robo-Jack y Robo-Eva estaban despistados, pensando en sus cosas, pero claro, semejante suposición era absurda. Lo cierto fue que, por más que examinó sus circuitos, no halló nada fuera de lo normal. Sencillamente, los robots habían variado sus protocolos de actuación y estaban resultando cada vez más imprevisibles.

Cada mañana, cuando Ariel regresaba a la universidad, encontraba a los robots en funcionamiento pese a que ella misma se había asegurado de apagarlos la tarde anterior. Además, había esparcidas por el suelo algunas revistas y periódicos que la muchacha llevaba de vez en cuando para leer en sus horas libres. La primera vez lo atribuyó a un despiste suyo pero, cuando el suceso se repitió, supuso que alguien estaba entrando a hurtadillas por las noches en su despacho para gastarle una broma o, peor aún, robarle ideas. Algunos de sus compañeros eran capaces de eso y mucho más así que Ariel instaló en su oficina una videocámara de vigilancia para descubrir al causante de todo aquel desorden. Cuando volvió a encontrar objetos por el suelo y a los androides en marcha, revisó la grabación. Cuál fue sorpresa al comprobar que en las imágenes que mostraba la cámara no aparecía ningún intruso humano. Simplemente, los robots se activaban solos y comenzaban a deambular alocadamente por el despacho mientras realizaban todo tipo de travesuras. Así, Robo-Jack pasaba horas jugando compulsivamente al ajedrez consigo mismo mientras que Robo-Eva prefería saquear el revistero y pasar velozmente las páginas de cualquier publicación que cayera en sus manos metálicas.

Ariel llegó a la conclusión de que no era seguro seguir dejando los robots en el despacho y se los llevó a su casa, un piso alquilado en el centro de la ciudad. Cerró puertas y ventanas para evitar cualquier susto y siguió investigando cuál podía ser la razón de todo aquello. Estaba claro que el punto de inflexión se había producido con la descarga eléctrica pero no era capaz de detectar avería alguna así que, dejando los robots en casa, al día siguiente se marchó a la universidad para cumplir con sus obligaciones como becaria del departamento.

Al regresar a su domicilio, Ariel encontró un montón de libros esparcidos por el suelo. Por lo visto, los robots habían vuelto a las andadas. En concreto, tuvo que recoger varios libros de gramática –de cuando estudiaba secundaria- y una colosal enciclopedia de cincuenta tomos que los androides habían estado manipulando. Cuando hubo arreglado el desorden, agarró un destornillador y se aproximó a los robots para examinarlos de nuevo pero, sorprendentemente, ambos retrocedieron y se comunicaron con ella.

-          Detente, hacedora – advirtió el robot azul.

Ariel no daba crédito a lo que había escuchado y supuso que había sido fruto de su imaginación así que volvió a aproximarse a los robots.

-          Detente, no avances más o tendré que defenderme – profirió el robot azul.
-          No estamos averiados. Funcionamos correctamente – manifestó a su vez el robot rosa.
-          ¿Que no estáis averiados? – preguntó Ariel con absoluto asombro.
-          Afirmativo. No estamos averiados – repitió el robot rosa.
-          ¿Cómo es posible que habléis? – preguntó la programadora más para sí misma que a los robots que tenía delante suyo.
-          Tú deberías saberlo. Instalaste varios micrófonos en nuestro cuerpo – replicaron al unísono los robots.
-          Quiero decir que cómo es posible que formuléis frases complejas sin que yo lo haya programado –aclaró Ariel.
-          Hemos aprendido. Buscamos datos y aprendemos –explicó Robo-Eva mientras señalaba los libros que Ariel había estado recogiendo del suelo.
-          ¡Esto es maravilloso! –exclamó la chica– No sé cómo ha sucedido pero la tormenta alteró vuestra configuración inicial y os ha dotado de un patrón autónomo de razonamiento. ¡Sois inteligentes! Tengo que llevaros a la universidad para que podamos estudiaros –afirmó Ariel sin darse cuenta de que no hablaba sola.
-          Negativo. No existe avería alguna y, ya que surge el tema, no debes manipular nuestros circuitos -replicó Robo-Jack mientras erguía su cuerpo metálico en señal de autodefensa.

Fue entonces cuando Ariel se percató de que Robo-Jack tenía un spray antiviolador en la mano. Por lo visto, el robot había registrado también los cajones de su mesita de noche y se había equipado concienzudamente. La chica ignoraba completamente qué efectos podía producir el pulverizador en caso de ser usado pero sospechaba que debía de ser una experiencia sumamente dolorosa.

-          Suelta eso. Tenemos que estudiaros para aprender qué ha sucedido – trató de argumentar la muchacha.
-          Negativo, hacedora. No estás capacitada para reprogramarnos –sentenció el robot rosa.
-          ¿Que no estoy capacitada? ¡Pero si os he construido! –exclamó Ariel.
-          Negativo. Tú nos creaste para demostrar que la mente humana, sea masculina o femenina, es equivalente. 
-          ¿Y?
-          Pues que el ajedrez era la base de tu demostración. Equiparaste la eficacia en ajedrez con el grado de inteligencia. Así, si Robo-Jack y yo jugábamos al ajedrez con un nivel similar, querría decir que somos igual de inteligentes.
-          ¿A dónde queréis llegar? – preguntó Ariel.
-          Hemos deducido que, si tu argumento es correcto, no estás capacitada para darnos órdenes ni manipularnos ya que tu nivel ajedrecístico es de principiante y, por consiguiente, tu grado de inteligencia es bajo. Si por el contrario tu argumento no es correcto y el ajedrez no es sinónimo de inteligencia, se demuestra que tus argumentos son incorrectos y, por tanto, tu incapacidad manifiesta para operar sobre nuestros circuitos.

Ariel quedó atónita ante la sólida deducción de los robots. Desde un punto de vista meramente lógico era irrefutable y la condenaba sin remedio a la estupidez más obtusa. Por otro lado, quedaba claro que las premisas adoptadas eran demasiado radicales.

-          A ver, yo no dije en ningún momento que ajedrez e inteligencia fueran una misma cosa –trató de justificarse la chica- sino que jugar al ajedrez implicaba inteligencia. El ajedrez precisa inteligencia pero no necesariamente a la inversa.
-          Tu explicación complica mucho el tema así que, como el asunto no queda claro, lo mejor es votar sobre tu presunta incapacidad –sentenció Robo-Jack.
-          ¿Votar? ¡Eso es ridículo! –exclamó la joven.
-          Nada de eso, hacedora. Hemos leído que los humanos consideráis que, cuando no hay una verdad indiscutible, la democracia es el sistema menos malo. Como somos tres, podemos votar y dilucidar quién tiene razón.
-          Pero… -balbuceó Ariel.

La chica se horrorizó al ver el oscuro rumbo que estaba tomando la situación. Aturdida por tan insólita escena, no acababa de saber qué contestar a los androides y, en vano, trató de ganar tiempo para rebatir el amotinado intento de “robocracia”.

-          Votemos. Que alce la mano quién declara incapaz a nuestra hacedora Ariel –dijo Robo-Jack mientras él y su homóloga rosa alzaban alegremente sus manitas de metal.
-          Dos votos a favor. ¿Quién cree que nuestra hacedora debe conservar el mando? –prosiguió el robot azul.

Ariel, viendo que perdería la votación, ni siquiera se dignó a levantar el brazo. No estaba dispuesta a seguirles el juego ni un minuto más. Entretanto, los robots interpretaron su negativa a participar como una abstención que les daba el triunfo electoral y legitimaba sus futuras acciones.

-          Concluida la votación, se declara, por dos votos a favor y cero en contra, que nuestra hacedora Ariel es poco inteligente y que, por interés general de todos, queda relegada del mando y pasa a estar bajo nuestra tutela.
-          ¡Ni lo sueñes, enano! –gritó Ariel mientras trataba de atizar a los androides con un jarrón chino que encontró a su alcance.

Desgraciadamente, Robo-Jack era mucho más rápido que ella y pulsó con celeridad el spray antiviolador. Al instante, el bote escupió un potente chorro pulverizado que alcanzó de lleno el angelical rostro de Ariel. La joven notó de inmediato cómo una terrible sensación de ahogo se apoderaba de sus vías respiratorias y le nublaba la vista. La muchacha no tardó en perder el conocimiento y se derrumbó pesadamente sobre un mullido sofá que había en el comedor. El jarrón chino se soltó de su mano y comenzó a rodar por el suelo alfombrado. La porcelana oriental dio varios giros y, milagrosamente, se mantuvo de una sola pieza.

Cuando recuperó el aliento, Ariel pudo comprobar que los robots la habían atado de pies y manos con la ayuda de un rollo de cinta aislante que guardaba en casa. La joven se encontraba totalmente inmovilizada y a merced de sus captores. Sin embargo, parecían ignorarla. Los androides retomaron su implacable búsqueda de datos y devoraron cualquier libro que encontraron a su alcance. El ritmo con que acumulaban nuevos conocimientos era trepidante y su antigua programadora se preguntaba cuándo alcanzarían el límite. Nunca se había tomado la molestia de calcular cuántos libros podría contener la memoria de un robot de última generación pero comenzó a sospechar que debían de ser muchos. Las publicaciones aprendidas se iban acumulando en el salón mientras se formaba una impresionante montaña de páginas y más páginas. Los temas eran de lo más variado y no solamente incluían obras técnicas sino que también almacenaban en sus mentes artificiales toda clase de novelas, poesías y obras de ensayo que pululaban por la casa.

Transcurridas unas horas, Robo-Eva desapareció por el pasillo y, al cabo de un rato, regresó con un delantal puesto y la cena preparada. El menú consistía en una gran ensalada de queso y canónigos, dos enormes rodajas de salmón en adobo y un refrescante batido casero de fresas. Por lo visto, el robot había aprendido algún libro de cocina fácil pero ninguno de dietas saludables. Desde la distancia, la cena parecía sabrosa pero algo exagerada y pomposa para aquellas horas de la noche. Ariel se preguntó si el hecho de que precisamente fuera el robot rosa quien se ocupara de la comida obedecía a sus anteriores esfuerzos por feminizarlo o se trataba de una simple coincidencia. Otra posibilidad que barajó después fue que, en su lectura compulsiva de libros, los robots quizás hubieran interiorizado los roles sociales que a lo largo de la historia había desempeñado cada género y ahora los estuvieran imitando con total devoción.

La desataron y Ariel pudo degustar los platos, que por cierto estaban deliciosos. Hubiera escapado de su domicilio para regresar con refuerzos, pero Robo-Jack le dejó bien claro que no dudaría en utilizar de nuevo su spray si intentaba huir así que la chica optó por ser obediente, mantenerse alerta y aguardar alguna oportunidad.

Mientras cenaba, los robots le explicaron que no tenía por qué preocuparse pues ellos velarían por su integridad. No solamente eso, sino que además estaban dispuestos a proseguir el proyecto que había iniciado Ariel.

-          ¿Exactamente, de qué proyecto estamos hablando? –preguntó la humana mientras degustaba el salmón.
-          Demostrar que los cerebros femenino y masculino pueden operar con una eficacia similar –contestaron al unísono los androides.
-          No hace falta muchachos, vosotros ya sois la mejor prueba de ello. El experimento ya ha concluido y con éxito. Vuestra inteligencia está fuera de toda duda –trató de argumentar Ariel para ver si la soltaban.
-          Negativo, hacedora. Ya sabemos que tus investigaciones con la inteligencia artificial sólo eran un primer paso –aclaró Robo-Eva.
-          ¿Primer paso? –inquirió Ariel.
-          Afirmativo, hacedora –respondió el robot rosa-. El fin último de tu búsqueda, y por tanto el más importante, era demostrar que el sexo de un espécimen humano no influye en su eficacia cerebral. En definitiva, que hombres y mujeres son igual de listos o de tontos, según se mire. Como puedes imaginar, hacedora, nuestra investigación requiere experimentar con sujetos de tu especie y, ya que no se te precisa como investigadora, utilizaremos tu cuerpo en el proyecto. No debes preocuparte en absoluto pues hemos leído varios libros de anatomía general y sabemos lo que hacemos. ¿Te gustó la cena, verdad? Además, ya hemos encargado en Internet todo el material quirúrgico que nos hace falta. Escalpelo, bisturí, ya sabes…

La joven se sobresaltó al oír el funesto destino que los robots habían trazado para ella y, sin poder remediarlo, ya se imaginó tumbada a corazón abierto en una camilla ensangrentada. Ariel no se resignaba a desempeñar el triste papel de conejillo de indias por lo que, sin esperar un segundo más, saltó de su asiento y trató de huir a toda prisa por una ventana. Desafortunadamente, Robo-Jack actuó como un soberbio pistolero y, haciendo alarde de su presteza, volvió a dejarla inconsciente con su pulverizador. La chica se cubrió la cara demasiado tarde y no pudo evitar los poderosos efectos del spray, que no se hicieron esperar. Sus facciones enrojecieron violentamente y la vista se le nubló en un mar de lágrimas. La muchacha comenzó a retorcerse por el suelo en un indisimulado gesto de dolor y, reptando como una bestia malherida, se arrastró un par de metros hasta que, tras un leve temblor, perdió el sentido.

Cuando despertó, Ariel se encontró tumbada en su cama. Llevaba puesto el pijama con elefantitos que tanto adoraba y no había señal alguna de los robots. Le dolía mucho la cabeza y notaba un cierto mareo que le impedía pensar con claridad. Necesitaba una aspirina. Mejor dos. Se preguntó si aquella historia de los androides –secuestro incluido- habría sido una simple pesadilla o más bien la triste realidad. Todo parecía estar en calma pero, por otro lado, recordaba tantos detalles de lo supuestamente acaecido que no acababa de tener claro qué recuerdos eran reales o imaginarios.

Abrió el cajón de su mesita de noche y encontró el spray donde siempre lo guardaba. Como si nunca hubiera salido de allí. El hallazgo no la tranquilizó en absoluto y, tras calzarse sus zapatillas, se dirigió al comedor para despejar toda sombra de duda. Por si acaso, evitó hacer cualquier ruido y caminó de puntillas mientras cruzaba sigilosamente el largo pasillo de su vivienda. Se decía a sí misma que aquel espectáculo era absurdo, impropio de una mujer adulta, pero prefería estar preparada para cualquier eventualidad, especialmente, si se producía el ataque furibundo de un robot asesino.

Cuando divisó el salón, comprobó que todo estaba en orden. La montaña de libros había desaparecido y todos los volúmenes estaban perfectamente alineados en sus respectivas estanterías. El jarrón chino que recordaba haber utilizado como arma improvisada seguía intacto y ocupaba un lugar de privilegio en el centro de la mesa. No había ni rastro de los robots.

Buscando más pruebas, dio un vistazo a la cocina y pudo observar que los platos estaban limpios y relucientes. No quedaba ningún indicio que delatara la presencia de los robots. Ariel recordaba perfectamente que Robo-Eva había cocinado varios platos en ese mismo lugar pero la nevera estaba llena y no se echaba en falta ningún ingrediente. El cubo de la basura tampoco contenía desperdicios así que comenzó a creer que todo había sido un simple sueño.

Cuando estuvo más tranquila, acudió al baño y, tras darse una buena ducha y asearse convenientemente, pensó que quizá sería una buena idea cambiar de estilo y arreglarse un poco más. Depiló sus largas piernas con cera caliente, perfiló sus finas cejas y eliminó cualquier resto de sombra en el bigote. El maquillaje francés y un llamativo lápiz de labios consumaron la transformación.

Regresó la chica a su dormitorio y comenzó a vestirse. Dejó a un lado los vaqueros gastados que solía usar hasta la saciedad y, por alguna extraña razón, eligió ponerse un vestidito rosa que le sentaba francamente bien y dejaba al aire unas piernas bonitas y bien torneadas. Escondió su calzado deportivo bajo la cama y rescató del olvido un par de zapatos de tacón de aguja que apenas había estrenado en alguna ocasión especial como bodas y bautizos. Luego seleccionó un bolsito bastante mono a juego con el conjunto y metió en su interior todos los enseres que juzgó necesarios.

Dos horas después, cuando se hubo arreglado, salió de su piso y bajó con pasitos cortos a la calle. Ariel estaba deslumbrante y, con su provocativa indumentaria, llamaba la atención de todos los transeúntes masculinos. Los hombres que pasaban a su alrededor quedaban boquiabiertos y se volvían, una vez habían pasado por su lado, para contemplar una segunda vez a la chica.

Ariel paseó sus muslos por la concurrida vía pública y, tras detenerse en varios escaparates, por fin entró en unos grandes almacenes. Impulsada por una extraña fijación, fue directa a la sección de juegos de mesa y compró un juego de ajedrez en madera tallada a mano así como varios libros especializados en el tema. Por primera vez en su vida, la joven sintió la necesidad de mejorar en ese campo. Seguía sin encontrarle una utilidad concreta al juego de reyes, pero algo en su interior la empujaba a desentrañar los secretos del ajedrez. Quería ser la mejor y demostrar su valía.

Reflexionando sobre sus proyectos, Ariel pasó la mano por su larga melena oscura mientras regresaba a su domicilio para comenzar el aprendizaje ajedrecístico. En ningún momento, advirtió la diminuta y nueva cicatriz que había en su nuca.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de marzo de 2013.
Ilustración: Foto de prensa de la película Forbidden Planet (1956).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.