La lluvia caía
esa noche con gran estrépito. El cielo, sacudido por los relámpagos, se
iluminaba por momentos bajo el implacable retumbar de los truenos. ¿O eran
cañones? El joven Hans no lo tenía claro. Nunca había aprendido a distinguir,
totalmente, el sonido de los truenos del de una Bertha, un mortero pesado de
420 milímetros capaz de arrojar granadas de más de un metro de largo y 800
kilos de peso. El orgullo de la nación alemana. Hans dirigió una mirada
asqueada a su alrededor y contempló un espectáculo lamentable. La trinchera que
habían cavado meses atrás se estaba convirtiendo, nuevamente, en un barrizal
fangoso. Mañana tocaría repararla. Los soldados se apiñaban, llenos de barro, bajo
unos castigados toldos mientras unos pocos, los más afortunados, descansaban en
el interior de los refugios. En la guerra de trincheras no había lugar para el
honor y menos para un simple soldado de infantería.
Pero lo que
más molestaba a Hans era que probablemente tendría que interrumpir su partida
de ajedrez con Otto, un bávaro de espeso bigote con el que solía apostarse
cigarrillos cada noche. A diferencia de Hans, que había trabajado de
escribiente en la Schillerstrasse de Berlín, Otto era un campesino hosco y
malhumorado que antes de la Gran Guerra trabajaba en una caballeriza. Pese a
sus brusquedades de hombre rural, Otto era un rival digno de elogio, salvo
cuando se ponía a canturrear en mitad de las partidas; una costumbre que solía
emplear cuando iba perdiendo. Pero no había muchos soldados que jugasen mejor
que Otto, así que Hans se daba por satisfecho con su rival. Así, cuando la
noche extendía sobre ellos su manto de estrellas, estos dos hombres tan
dispares empezaban su guerra particular.
Llovía mucho.
Hans examinó de nuevo la posición que el tablero le brindaba ante sí. Tenía un
peón de más pero si quería conservarlo, debería aguantar un autentico
chaparrón, dentro y fuera del tablero. Intentando aislarse de los canturreos de
Otto, Hans empezó a concentrarse más y más en la defensa precisa que exigía su
delicada situación. No era la primera vez que Hans había sucumbido a los
virtuosos ataques de Otto y no quería repetir esa amarga experiencia. Nervioso,
Hans buscó en el interior de sus bolsillos y extrajo un cigarrillo arrugado.
Echó mano de su mechero pero Otto le tomó del brazo y le recordó que no podían
fumar en la trinchera. Los francotiradores franceses, agazapados en sus
madrigueras, esperaban cualquier oportunidad para abatir a un soldado
despistado y la luz que despedía un cigarrillo era un blanco perfecto en mitad
de la noche. Hans refunfuñó malhumorado pero acató el consejo de Otto, pocos
años mayor que él y muy experimentado en cuestiones de trinchera.
Hans odiaba el
gambito de rey. Otto no sabía jugar otra cosa y siempre se lo planteaba así que
Hans ya se había acostumbrado a ir comiendo piezas mientras capeaba el temporal
como podía. Tras unos minutos de reflexión, el joven Hans movió su caballo y
escrutó el semblante de su eterno rival. Otto no parecía sorprendido y se
limitaba a canturrear mientras arrugaba su frente.
Muy lejos
quedaba su vida en Berlín. Hans añoraba el sabor de una buena cerveza negra y
los paseos con Frida, su prometida, una hermosa muchacha rubia de ojos azules.
En condiciones normales ya se habrían casado pero con la llegada de la guerra
decidieron posponer sus planes hasta que finalizara el conflicto. De esto hacía
ya tres largos años. Al principio, las cartas eran animosas y frecuentes pero a
medida que avanzaba la contienda, las cartas se tornaron más frías y distantes.
Hans, desconfiado por naturaleza, pensaba lo peor e imaginaba a su Frida en los
brazos de otro mientras él se pudría en esa trinchera.
Hans se
irritaba mucho cuando pensaba en ese tema y, para tranquilizarse, fijó su
atención en Otto, que todavía seguía canturreando. Para Hans, el bávaro era
todo un enigma. Pese a que habían compartido innumerables partidas de ajedrez,
seguía sin conocerle bien. Otto no hablaba casi nunca de su vida en el campo. Y
cuando se marchó de permiso durante unos días, el año anterior, tampoco comentó
gran cosa. Se limitó a traer consigo algunos cigarros y a decir que todo había
ido bien.
Otto sacrificó
entonces un alfil ante la sorpresa de Hans. No se lo podía creer. ¿Cómo se le
había pasado por alto semejante amenaza? Hans se sumió en una larga y
desesperada reflexión. Otto había dejado de cantar. Si se comía el alfil,
recibiría mate en tres jugadas y si no se lo comía, Otto tomaría ventaja
decisiva. Hans se devanaba los sesos en busca de una escapatoria que no
llegaba. Los cigarros que iba a perder eran lo de menos; se trataba de una
cuestión de orgullo personal. Aquel paleto de pueblo no podía derrotarle.
Como Hans
demoraba su respuesta, Otto buscó en su uniforme y extrajo una raída cartera de
cuero. Sacó de ella unos papeles y se entretuvo mirándolos con cara de
bobalicón. Hans no se lo podía creer. Ese cretino se estaba mofando de él y,
dando por ganada la partida, ya se dedicaba a otras cosas. En esos momentos, un
obús cayó cerca de ellos causando un gran revuelo entre la tropa. Los franceses
habían iniciado otra ofensiva. Con el susto, Otto dejó caer sus papeles a los
pies de Hans. Éste los recogíó y cuál fue su sorpresa al comprobar que, entre
ellos, había una foto de su querida Frida.
Hans quedó
conmocionado. No sabía qué pensar. ¿Se la habría robado Otto? El bávaro
extendió su mano para recuperar la foto y Hans estalló encolerizado pidiendo
explicaciones. Otto le respondió que Frida era su novia y que no entendía a qué
venía toda esta historia. Hans quedó desconcertado y, derrumbándose, se sentó
en el barro. Otto le explicó que había conocido a aquella muchacha durante su
permiso del pasado año. El padre de Otto había sido ingresado en el hospital de
Berlín y Otto fue a visitarle. Durante su estancia en la ciudad, conoció a
Frida y, tras un breve romance, empezaron a salir juntos. Cuando tuvo que
volver al frente, Frida le entregó aquella fotografía y prometió escribirle.
Hacía ya varios meses que se carteaban.
El teniente
Schroeder salió del refugio y, bajo una lluvia torrencial, ordenó a los
soldados que se dispusieran para la defensa. Los franceses bombardeaban a
discreción y se temía un asalto de infantería. Rápidamente todos empezaron a
preparar sus bayonetas y a revisar la munición. Bien, todos salvo dos. Hans se
levantó y mostró a Otto la fotografía que él también tenía de Frida. Eran
idénticas. Otto no acababa de entender y Hans le confirmó que ambos estaban
prometidos con la misma mujer.
Los franceses
iniciaron su ataque y en poco tiempo empezaron a oírse sus voces, cada vez más
cerca. El teniente Schroeder ordenó fuego a discreción. Hans y Otto cogieron
sus fusiles y se parapetaron en la trinchera. Los disparos se sucedían y había
numerosas bajas en los franceses, que apenas lograban avanzar. Hans todavía
rabiaba por dentro y, en un ataque de furia, clavó su bayoneta repetidas veces
sobre un sorprendido Otto. El bávaro, herido de muerte, cayó de rodillas en el
barro pero aún tuvo tiempo de disparar sobre Hans, acertándole de lleno en la
cara. Hans cayó muerto. Otto, dejando un rastro de sangre, se arrastró por el
barro hasta llegar a Hans y le arrebató la foto de Frida. Sería solo suya. El
bávaro contempló felizmente la imagen de la rubia y, finalmente, perdió el
conocimiento para siempre.
La ofensiva francesa resultó ser otro sonado
fracaso y, tras la matanza, fueron nuevamente rechazados. El teniente Schroeder
revisó el estado de sus hombres tras el combate. Tenía que hacer un recuento de
bajas para el informe de rutina. Era una tarea desagradable pero sabía que era
su obligación. Así que, cuando vio los cadáveres de dos soldados alemanes, se
acercó para identificarlos. Tomó sus nombres y cuando estaba a punto de irse
vio algo que le extrañó. Había una fotografía de Frida, su esposa, en el suelo.
Publicado en www.cesantmarti.com el 1 de agosto de 2003.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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