jueves, 22 de noviembre de 2012

Los siete señores


Del no mundo son siete los señores,        
campeones infames y temidos,                  
cabalgan al son de fieros clamores,           
pues bravos embisten entre bramidos.     

Obsceno sin igual es el primero,                   
a todos muestra su bífida lengua,              
potente blande su espada el guerrero,      
feroz, ante nada ni nadie mengua.              

Loca sonrisa del segundo brota,                
negra sombra que por los campos bulle,   
aplasta la chusma con ruda bota,   
entero jabalí, mientras, engulle.                 

Agita el tercero blonda melena,                  
en múltiples lides sumo atleta,                   
de metal su bridón la boca llena,                
tras orden suya las fauces aprieta.           

Extraños conjuros el cuarto invoca,         
las mentes aturde con lenguas mil,           
corrompe gentil aquello que toca,             
rondando niños con intención vil.            

Es gigantón de dos metros el quinto,        
de duro silicio viste coraza,                        
su luengo cuchillo pende del cinto,          
mas siempre se guarda postrera baza.      

El sexto mantiene firme su mano,              
siendo su estoque su fino pincel,             
hábil y docto maestro artesano,                
decora con tinta toda su piel.                    

Es el séptimo rancio trovador,                   
locuaz entona leyendas y bulos,               
cobarde, ladino, gran pecador,                  
a los bellos mozos roba sus mulos.           

Del no mundo son siete los señores,        
campeones infames y temidos,                  
cabalgan al son de fieros clamores,           
pues bravos embisten entre bramidos. 

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 22 de noviembre de 2012.
Ilustración: Fotograma de la película 13th Warrior (EUA, 1999), un gran film épico poco conocido.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 18 de noviembre de 2012

La tempesta d'estiu


Trona la ronca tempesta d’estiu,
engolint amb núvols les altes roques
d’una muntanya grisa com n’hi ha poques
on ressonen timbals, segons es diu.

Tèrboles baixen les aigües del riu,
arrosseguen amb força troncs i soques
i devoren ferotges com mil boques
la riba indefensa i el verd cultiu.

Sento el gèlid vent del nord a la cara
i la pluja com em mulla la galta,
mes tinc por i tanco la balconada.

Què segur i tranquil m’aixoplugo ara,
escalfant-me les mans amb una malta,
aliè, per un temps, a la vesprada!

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 18 de novembre de 2012.
Il·lustració: Núvols de tempesta, de Joseph Mallord William Turner (1775-1851).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 16 de noviembre de 2012

El octavo sello



Orlando desenvainó su espada y se levantó del suelo a toda prisa. Su montura agonizaba a un lado del camino con una flecha clavada en el cuello. El proyectil que lo había derribado, había atravesado con acierto el crinete de malla y había perforado alguna arteria importante. El equino, con la mirada perdida en el infinito y la lengua colgando, se desangraba por momentos. Sus jadeos eran pesados y premonitorios. El noble registró su equipaje con rapidez, buscando la protección de su abollado escudo, pero comprobó con pesar que éste permanecía atascado bajo el costado del caballo. Era imposible hacerse con él.

Una nueva flecha surgió de la espesura del bosque pero milagrosamente erró el blanco y se clavó en el tronco de un árbol cercano. Orlando rodó sobre sí mismo y abandonó el claro del camino, corrió en busca del agresor, se abrió paso entre la espesa vegetación y divisó a un villano que trataba de cargar su arco con otra saeta. Adelantándose a sus propósitos, propinó una estocada al arquero antes de que éste lograra tensar el arco. La hoja de su espada destrozó la madera del arco y atravesó ropajes, carne y huesos. Su enemigo cayó al suelo sin vida.

Sin apenas tiempo para reaccionar, dos nuevos agresores se abalanzaron sobre Orlando. El primero, un gigantón hosco y malhumorado, enarbolaba amenazadoramente una horca de afilados y largos dientes. Su compinche, un pelirrojo de mirada aviesa, era más menudo pero el hacha que sostenía entre las manos parecía estar a punto para la refriega. Orlando no demoró su respuesta y, embistiendo a los enemigos, trazó una rápida parábola con la hoja de su espada que partió en dos el mango de la horca antes de que el hombretón corpulento pudiera utilizarla en su contra. El pelirrojo aprovechó la ocasión que se le brindaba y asestó un hachazo al caballero pero éste logró esquivar el golpe de un salto y, sin dar una segunda oportunidad, clavó su espada en las entrañas del rival. El pelirrojo se dobló en un gesto de dolor y pereció al instante. El grandullón no se amedrentó y, arrojando al suelo lo que quedaba de su horca, desenvainó una daga con el firme propósito de proseguir la lucha. Ambos contendientes se miraron a los ojos, avanzaron con determinación y lanzaron una estocada el uno contra el otro, pero la espada del noble, mucho más larga que un simple cuchillo, decapitó al gigante antes de que la hoja corta de la daga alcanzara su objetivo. La cabeza rodó por el suelo varios metros, siguiendo la pendiente de la ladera, mientras el resto de su voluminoso cuerpo se desplomaba completamente inerte.

Orlando se mantuvo alerta, en espera de nuevos atacantes, aunque pronto se convenció de que todo había terminado y pudo envainar su espada. Fue entonces cuando se percató de que estaba herido en el brazo izquierdo y sangraba abundantemente. Por lo visto, el hachazo del pelirrojo había sido más certero de lo que en un primer momento supuso. Un corte feo y profundo en el antebrazo parecía presagiar lo peor. Medio mareado, Orlando se procuró un retal alargado y, apretando con los dientes, trató de frenar la hemorragia mediante un torniquete. Afortunadamente, sus años al servicio de Pedro el Ceremonioso en la toma de Mallorca, Rosellón y Cerdaña le habían enseñado numerosas artes, entre ellas, algunos rudimentos de medicina de campaña.

El noble regresó con dificultad al camino y, tras cerciorarse de que efectivamente su montura había muerto, aguardó la llegada de algún viajero que pudiera socorrerle. Orlando ignoraba la razón de aquella inesperada emboscada en mitad del bosque pero intuía que los tres atacantes debían de ser vulgares salteadores de caminos. En esos tiempos de guerra y sequía, el pueblo pasaba hambre y a menudo se veía arrastrado a cometer actos execrables como el pillaje y el asesinato. Las guerras con los países vecinos eran frecuentes y, para colmo, una extraña enfermedad llevaba ya dos años asolando el territorio. Recibía varios nombres pero los más comunes eran Muerte Negra o Peste Negra. Unos decían que los judíos habían sido los causantes, otros que una perniciosa conjunción astral estaba diezmando a la humanidad. De hecho nadie sabía a ciencia cierta cómo había surgido toda aquella mortandad aunque corría el rumor de que había aparecido en el puerto de Génova y se había ido extendiendo por la costa mediterránea hasta llegar a tierras catalanas.

El caballero se sentó junto a un árbol robusto y nudoso. Sentía sus miembros fatigados y la vista se le nublaba por momentos. Preocupado por su salud, buscó en su magullado cuerpo algún signo de la enfermedad. Palpó con manos febriles en sus axilas e ingle con el temor de hallar algún bulto sospechoso. Se decía que los primeros síntomas aparecían en esas zonas y rápidamente aumentaban de tamaño y se extendían por todo el cuerpo. Fiebre, vómitos y pústulas ulcerosas conducían en la mayoría de casos a una muerte segura. Pero afortunadamente no detectó señal alguna de la enfermedad. Si tenía que morir, no sería por enfermedad, sino por el tajo en su brazo.

Para matar el tiempo, Orlando sacó de su alforja una bolsa de piel. El caballero la desanudó con una mano y, volcándola con sumo cuidado, esparció en el suelo un juego de piezas de ajedrez finamente labradas en madera. Su desgaste era evidente y mostraba la enorme afición del noble por el juego de reyes. Con una ramita, trazó sobre la arena una cuadrícula a modo de tablero improvisado. El truco lo había aprendido años atrás de un comerciante musulmán y le ahorraba tener que cargar con un tablero durante sus largos viajes a caballo. Orlando dispuso las piezas en formación de salida y comenzó a jugar contra sí mismo. En algún momento del medio juego, el caballero cerró los ojos y quedó dormido.

Transcurridas unas horas, la luna llena sucedió a los rayos del sol y una siniestra figura se acercó al caballero con paso lento y sigiloso. Orlando sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo y despertó de inmediato. El visitante vestía unos ropajes oscuros y andrajosos que ocultaban su rostro tras una caperuza negra pero bajo la gruesa tela se adivinaba un ente delgado y huesudo. Sus manos eran de un pálido mortecino que asustaba y sostenían con firmeza una guadaña de las que siegan el trigo en los campos. Su hoja relucía bajo la luna y presentaba frecuentes mellas, como si le hubieran dado abundante uso.

Orlando se encomendó a Dios y recordó un terrible pasaje del evangelio de San Juan en el que se profetizaba la llegada de un cuarto jinete que traería consigo la peste y la muerte. ¿Habría llegado el fin del mundo? El caballero no lo tenía claro pero era evidente que últimamente se estaban sucediendo grandes calamidades y que más de uno lo pensaba. Quizás eran señales divinas que auguraban el advenimiento de una nueva era de oscuridad en la Tierra.

El noble tragó saliva y, sin ofrecer resistencia, trató de afrontar la situación con la mayor dignidad posible. Sospechaba que sus días de gloria habían llegado a su fin y que la hojarasca del bosque sería para él una improvisada sepultura.

-    ¿Quién eres? – musitó el caballero.
-    Todos lo saben y tú más que nadie – respondió el encapuchado con gélida voz de ultratumba.
-    ¿A qué has venido?
-    He venido para llevarte conmigo.
-    ¿Por qué?
-    Porque así debe ser.
-    ¿A dónde?
-    A otro lugar.
-    ¿Iré al cielo o al infierno?
-    A su debido tiempo lo sabrás. Ahora despídete de este mundo y no solloces como tantos otros– el encapuchado levantó con energía su guadaña, dispuesto a terminar la conversación, pero el caballero mostró las piezas de ajedrez a su tétrico interlocutor y le propuso una última voluntad.
-    ¿Puedes concederme un pequeño favor? He oído que juegas muy bien al ajedrez y, como yo siempre me he tenido por un buen jugador, me pregunto si podríamos disputar una última partida juntos.
-    Pues oíste mal. Tengo mucho trabajo y no estoy para juegos. La respuesta es “no”.

La Muerte enarboló con presteza su guadaña y, asestando con fuerza, segó la vida del caballero. Orlando quedó tumbado en el suelo, ensangrentado y con la mirada fija en el tablero. Comprendió demasiado tarde que la vida no siempre es como la cuentan las películas de Bergman. 


Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 16 de noviembre de 2012.
Ilustración de Álex Sierra (http://mazayas.blogspot.com.es/).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

martes, 13 de noviembre de 2012

Els corbs de l'oblit


M’agradaria poder escapar                      
d’aquesta vida tan i tan frustrant          
que les tres velles Moires van brodant              
amb el fil de la Mort que ha d’arribar.               
 

M’assec, mig vençut en un xiprerar,                    
i els corbs de l’oblit es van acostant,                    
tracen amplis cercles al meu voltant,                  
disposats amb el bec a devorar.                           
 

Però sento l’escalf del càlid sol                              
i retornen a mi tots els anhels,                              
il·luses il·lusions de nen boig.                                
 

Els pèrfids corbs dubten i alcen el vol,             
tranquils, no mostren odi ni recels,                  
esperen que la nit m’arribi amb goig.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 13 de novembre de 2012.
Il·lustració de Vicent Van Gogh: Camp de blat amb corbs, 1890.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

viernes, 9 de noviembre de 2012

El harén



La presencia de varias columnas de humo elevándose en el cielo parecía indicar la inminente proximidad de una aldea. La muchacha detuvo bruscamente su montura en mitad de la arboleda y oteó el horizonte en espera de nuevas señales. Su rojiza melena ondeaba al viento. No tenía una certeza absoluta pero, tras el frondoso bosque, siguiendo el sendero, quizás encontraría la ayuda que buscaba.

Yamila avanzaba con cautela pues esos desconocidos parajes podían albergar innumerables peligros. Llevaba tres días sola. Huyendo. Tiempo atrás, su padre había concertado su matrimonio con Don Guzmán de Villarrobledo, un noble castellano con tierras en la frontera. La joven, de apenas quince años, ni tan siquiera conocía a su futuro esposo pero respetaba, por encima de todo, la voluntad de su padre. Esa boda afianzaría una sólida alianza entre las dos familias y Yamila no pensaba defraudar a nadie. Una dama de la nobleza, como era ella, debía cuidar su honor tanto o más que cualquier aguerrido caballero. Por ese motivo, Yamila y su séquito habían emprendido un peligroso viaje hacia el señorío de Don Guzmán. Para celebrar la boda por todo lo alto.

No obstante, la inesperada emboscada de un grupo de mercenarios bereberes cambió el rumbo de los acontecimientos. Tras una sangrienta escaramuza, su pequeño séquito fue disuelto y masacrado. En el fragor de la batalla, Yamila pudo aprovechar el desconcierto general y, tomando un caballo sin jinete, se adentró en la espesura del bosque a galope tendido. Los sarracenos, ávidos de riquezas, pudieron ver cómo su más preciado botín escapaba a toda prisa entre la maleza, de modo que era perfectamente previsible que, tras el combate, seguirían su rastro para darle caza. La joven era consciente del peligro. Estaba sola y nadie podía socorrerla. A esas horas, la mayoría de sus sirvientes debía de yacer sin vida. Sus siervos, tétricamente esparcidos por la ladera de la montaña, constituirían un magnífico festín para las aves de rapiña. Unos pocos, los más afortunados, quizá seguían vivos pero seguramente habrían sido apresados y acabarían siendo vendidos como esclavos. Si no quería correr la misma suerte, Yamila tenía que ir con mucho cuidado.

De repente, la muchacha escuchó un alegre coro de risas infantiles y pudo recobrar el ánimo perdido. Por fin un sonido agradable. Dio gracias a la Virgen y besó el diminuto crucifijo que colgaba de su cuello. Aceleró el trote de su caballo y, en pocos instantes, pudo divisar un buen número de cabañas. Eran humildes pero, dadas las circunstancias, sumamente acogedoras. Las chimeneas estaban envueltas en humo y flotaba en el ambiente un agradable aroma de pan recién hecho. Todo parecía indicar que se trataba de un pacífico poblado de campesinos. Entre las chozas, una pandilla de niños y niñas correteaba con gran alborozo mientras recitaba, a modo de juego, unos versos muy populares.

Los niños, alertados por la súbita llegada de la extraña, interrumpieron los juegos y se arremolinaron a su alrededor en silencio. Jamás habían visto una dama de la nobleza y, menos aún, tan hermosa como aquélla. Yamila poseía un rostro angelical, impropio de tales latitudes. De piel clara y ojos azules, la doncella se esforzaba por mostrar ante los niños una de sus mejores sonrisas. Sus labios eran frescos y carnosos mientras que su naricita respingona resultaba sencillamente exquisita. Como aderezo, la muchacha lucía una larga cabellera de color cobrizo que caía con delicadeza sobre sus hombros y descendía sinuosamente por su espalda de un modo francamente turbador. La imagen de su semblante destacaba por su virginal belleza pero el resto de su figura no se quedaba atrás en cuanto a hermosura. Ataviada con ropas suntuosas, la joven exhibía un magnífico vestido carmesí, ceñido por la cintura mediante un elegante cinto de cuero que perfilaba una silueta esbelta y delicada. Sobre los hombros, una capa de terciopelo púrpura completaba el conjunto y daba abrigo a la doncella. Su porte era noble y distinguido pero, montada sobre su corcel, la joven dama realzaba todavía más la grandeza de su linaje.

Yamila preguntó de inmediato dónde se encontraba y uno de los chicos de mayor edad le contestó que el poblado se conocía como Almegíjar. Todos ellos eran humildes siervos del rey Mohamed II. La muchacha se estremeció al oír aquellas palabras pues comprendió al instante que, durante su frenética huida, había escapado del fuego para caer en las brasas. Sin pretenderlo, había cruzado la frontera y se había internado en los territorios moriscos de al-Ándalus.

La conversación con los niños fue atrayendo la atención de los habitantes de la aldea y, en poco tiempo, varios adultos con turbante se agregaron a la multitud. Muchos de ellos llevaban azadones y rastrillos en sus manos. Yamila temblaba de miedo por hallarse entre paganos pero, totalmente desorientada, supuso que era mejor mantenerse a la expectativa y tratar de conseguir la ayuda de esas humildes gentes. No sabía por qué razón pero intuía que no eran peligrosos.

Un anciano, posiblemente el capitoste del poblado, se acercó con lentitud a la forastera. El hombre vestía a la manera de los moriscos, con un bonetillo en la cabeza y una saya modesta. Apoyaba sus pasos en un ligero bastón de caña. Su rostro, surcado por mil arrugas, indicaba una vida de duro trabajo bajo el sol. Sin duda, todos ellos trabajaban como labriegos en algún cultivo cercano. Para sorpresa de la chica, el viejo dibujó con su cayado una cruz en el suelo y le dijo que no se preocupara pues todos ellos eran cristianos, como ella. Yamila suspiró con gran alivio. Había oído hablar a su padre de los mozárabes, gentes cristianas que habitaban bajo el yugo de los musulmanes pero jamás pensó que llegaría a conocerlos en persona. El anciano, con gran amabilidad, le propuso descansar de su fatigoso viaje y compartir mesa con ellos. La dama aceptó gustosamente, esperanzada con la idea de poder regresar a casa. Además, llevaba tiempo sin probar bocado y su estómago estaba completamente vacío. Desmontó con premura y ató su caballo a un árbol. Luego, acompañó al anciano hasta el interior de una de las chozas.

Una vez dentro, le fue servido un sabroso puré con garbanzos, habas y lentejas. Acompañaba la comida un sencillo cuenco de madera con agua fresca. En la mesa varios aldeanos ingerían sus raciones a gran velocidad. La muchacha, tras agradecer su generosidad, se sentó junto a los comensales y se alimentó copiosamente. Eso sí, manteniendo siempre la compostura propia de una dama.

Durante la comilona, el anciano le presentó a dos forasteros que también participaban del modesto festín. De aspecto algo descuidado, vestían ropas muy humildes y gastadas. Llevaban, colgados del cuello, toda clase de enseres entre los que destacaban una llamativa concha blanca y una voluminosa calabaza a modo de cantimplora. El primer individuo era serio, flacucho y desdentado, con una tez oscurecida por los implacables rayos del sol. Su comparsa lucía un aspecto completamente diferente. Gordito y de mirada bizca, parecía ser un sujeto agradable y simpático.

El anciano comentó a Yamila que esos viajeros eran peregrinos que se dirigían a la lejana Compostela en cumplimiento de una promesa a San Jacobo. Llevaban un par de días descansando de su peligroso y largo viaje pero pronto pensaban reanudar la marcha. Yamila se sorprendió por la presencia de peregrinos tan al sur. Lo habitual era realizar la travesía por el norte, a través de los reinos cristianos, desde más allá de los Pirineos. En cualquier caso, la dama no disponía de muchas opciones y no estaba en situación de rechazar ofertas. Su regreso a tierras castellanas implicaba atravesar vastas zonas despobladas y el camino resultaba sumamente arriesgado. Compostela quedaba lejos de los planes de la chica, pero le bastaba con llegar al reino de Castilla y allí, en virtud de su elevada posición, ya encontraría ayuda. La oportunidad de regresar al norte en compañía de dos píos peregrinos era lo mejor que el anciano mozárabe le podía ofrecer. En caso contrario, la muchacha tendría que apañárselas sola ya que el viejo le insinuó repetidas veces que no era seguro para ella, ni para los aldeanos, que permaneciera mucho tiempo allí. Sin más opciones, Yamila alabó la sabia propuesta del anciano y acordó sumarse a los viajeros y partir con ellos al alba.

Con la salida del sol, abandonaron la aldea. La joven y los dos peregrinos. El camino sería largo y peligroso pero la noble doncella confiaba en la protección que le brindaban sus castos compañeros. No obstante, transcurridas unas horas de viaje, la opinión favorable de Yamila sobre sus toscos acompañantes fue desmoronándose. La chica pudo escuchar con horror como uno de ellos, el más delgado, blasfemaba repetidas veces en voz baja mientras su compinche gordinflón no paraba de mirarla con extraña fijación. Todo ello no invitaba precisamente al optimismo.

Cuando quiso darse cuenta, los bribones se abalanzaron salvajemente sobre su montura y derribaron a la joven. Sus intenciones eran más que evidentes y, sobre todo, nada castas. Presa del pánico, Yamila comenzó a gritar en todas direcciones pues sabía que la aldea mozárabe quedaba ya muy lejos de allí y era extremadamente difícil que alguien acudiera a socorrerla. Desesperada, trató de levantarse y huir a toda prisa, pero el pendenciero más delgado se lo impidió con brusquedad, sujetándola con fuerza por los tobillos. El flaco no estaba para juegos. Satisfecho con la imagen, su barrigudo colega esbozó una mueca obscena y empezó a desabrocharse sus abultadas calzas con el firme propósito de deshonrar a la muchacha.

Yamila ya se encomendaba a Dios, temiendo lo peor, cuando irrumpieron en escena varios mercenarios bereberes. Su indumentaria era más bien escasa. Consistía en un rudo casco de cuero reforzado, un taparrabos y un escudo broquelado de forma redonda. En sus manos enarbolaban azagayas y afiladas espadas de hoja curva. De aspecto fiero y bárbaras costumbres, los mercenarios no mostraron la más mínima piedad con los cristianos. Se lanzaron a la carga y, con una certera estocada, el primero de los bereberes hundió su cimitarra en las magras carnes del flacucho sin dientes, cercenándole las dos piernas. El falso peregrino aulló de dolor y se desplomó contra el suelo, pereciendo en un agitado charco de sangre. Su orondo acompañante, el bizco, se arrodilló entre lastimosos gimoteos mientras pedía clemencia pero los mercenarios hicieron caso omiso de sus llantos y lo degollaron en un santiamén.  La muchacha, totalmente aterrorizada, se desmayó en ese mismo instante.

Cuando Yamila despertó, su cabeza todavía le daba vueltas pero comprobó con rapidez que la habían atado de pies y manos. Todavía seguían en el mismo lugar donde aquellos bribones, ahora muertos, habían intentado forzarla. A su alrededor, media docena de mercenarios norteafricanos estaban registrando los cadáveres de sus desdichadas víctimas y, no encontrando más que unas pocas monedas, no tardaron mucho en levantar el improvisado campamento. Con pesar, Yamila comprobó que le habían sustraído sus joyas, incluido su pequeño crucifijo. Pese a todo, la joven no movió ni un solo músculo. Por miedo. Los bereberes cargaron a la chica como un fardo sobre uno de los caballos y emprendieron la marcha. El destino de la joven era altamente incierto. No podía asegurarlo pero creía que la conducían al sur.

Los días se sucedieron sin descanso y el viaje a través de las montañas comenzaba a resultar agotador. Durante ese tiempo, la muchacha se esforzó en seguir viva y procuraba no irritar a sus captores, que ya habían hecho suficiente alarde de sus habilidades con la cimitarra. Tras unos pocos días, Yamila se convenció de que no pensaban degollarla. Si no, ya lo hubieran hecho sin necesidad de llevarla consigo de aquí para allá. Tampoco la habían violentado, pudiendo hacerlo, por más que todos la observaban de un modo especialmente lujurioso. No eran estúpidos. Seguramente pretendían venderla al mejor precio o, quizá, cobrar un generoso rescate por ella. No comprendía su lengua, genuina del norte de África, pero notaba sobradamente cómo la miraban y sonreían mientras se frotaban las manos.

Las duras jornadas de viaje se prolongaron, día tras día, hasta que, finalmente, el grupo llegó a las inmediaciones de lo que parecía ser una magnífica ciudad. Yamila no conocía el lugar. Acostumbrada a una vida noble pero rural, jamás había visto tanto hacinamiento humano. Caótica y desordenada, la bulliciosa urbe había sido edificada a los pies de una montaña en la que se erguía una espectacular fortaleza de trazado irregular. En las fachadas predominaba el color blanco y era tan grande el número de construcciones que desbordaba por completo el antiguo perímetro de las murallas. De este modo, muchas viviendas se hallaban sin la protección adecuada pero, en cualquier caso, daba la impresión de que sus habitantes vivían muy tranquilos y ajenos a cualquier peligro. La autoridad que emanaba de aquella fortificación inspiraba en sus gentes confianza, paz y sosiego.

Sus captores comenzaron a dialogar animadamente entre sí. Parecían contentos. Yamila intuyó de inmediato que la travesía terminaba en ese lugar, por lo que puso especial empeño en comprender la situación. No podía entender aquella indescifrable jerga de moriscos pero, entre una retahíla de ininteligibles sonidos, pudo distinguir la palabra “Granada”. La joven se estremeció. Había sido conducida a lo más profundo de la morería andalusí.

La comitiva bereber espoleó los caballos y reanudó la marcha. En pocos minutos, tras un breve intercambio de palabras con la guarnición de la entrada, el grupo se adentró victoriosamente en la ciudad y los recién llegados fueron rápidamente engullidos por un tumultuoso laberinto de callejuelas. Yamila experimentó entonces un nuevo universo de sensaciones. Desde su montura, la muchacha pudo divisar un variado repertorio de habitantes que, en algunos casos, la observaba con curiosidad. Los moriscos vestían largas túnicas de algodón y cubrían sus cabezas con los tradicionales turbantes. Sus mujeres iban siempre un paso por detrás de sus maridos y normalmente cubrían su cara con un velo. Unos y otros deambulaban de aquí para allá, enfrascados en sus quehaceres diarios y prestando atención a los numerosos establecimientos artesanales que se apiñaban en las principales calles de la ciudad. De vez en cuando, Yamila podía husmear fugazmente en algún callejón secundario y daba la impresión de que los lugares más apartados y silenciosos coincidían con las zonas residenciales. En las calles más transitadas, un sinfín de vendedores ambulantes agobiaba a los numerosos viandantes con su variada oferta de productos. Especias, alimentos, herramientas del campo y animales de carga, como asnos, camellos y bueyes, eran sólo algunas de las muchas mercancías que allí se ofrecían. Yamila no cabía en su asombro y miraba con sorpresa en todas direcciones. Llamó especialmente su atención la exótica disposición de las casas, con sus relucientes y blancas fachadas cubiertas de cal. Los numerosos portones y ventanales de los distintos edificios, tanto públicos como privados, exhibían un curioso y esmerado estilo arquitectónico donde prevalecía la línea curva. Los arcos a menudo presentaban forma de herradura y, en ocasiones, alcanzaban una mayor sofisticación con la inclusión de numerosos lóbulos en cada arcada. El refinamiento era, pues, la nota dominante en Granada. En lo alto, por encima de la techumbre de las casas, la cristiana pudo observar cómo se alzaban varias torres alargadas. Eran los minaretes de una mezquita, el imponente templo musulmán. La ciudad era enorme y, repleta de moriscos, disponía de varios templos para rezar a su dios. Cerca de ellos, una infinidad de pequeños baños públicos aseguraba la higiene de sus devotos habitantes. La joven no dejaba de observar a su alrededor cuando notó que sus raptores habían detenido bruscamente la marcha. Uno de los bereberes, sin muchos miramientos, la obligó a desmontar y con gran premura la condujeron al interior de una de las casas.

Una vez dentro, la joven cautiva pudo comprobar que se trataba de una mansión acomodada por el esmerado trabajo que exhibían todas sus paredes, ricamente estucadas. La entrada estaba repleta de sirvientas y criados, posiblemente esclavos, que miraban de soslayo a la joven y, más aún, a los rudos bereberes que la acompañaban. Desde el interior, Yamila observó que las ventanas estaban cubiertas por el fino entramado de unas celosías que permitían el paso del aire, gracias a sus agujeros, pero asegurando un mínimo de sombra y privacidad a sus inquilinos. Luego aprendería que ésa era la decoración habitual en la mayoría de viviendas islámicas. Al fondo, en el interior de la residencia, se vislumbraba un patio rectangular, rodeado por columnas de mármol blanquecino. El suelo estaba adornado con un laborioso mosaico que combinaba figuras geométricas en blanco y negro. En el centro, había una pequeña alberca con un bonito surtidor que pretendía refrescar el caldeado ambiente de la casa durante los días más calurosos. En un rincón, un pozo abastecía de agua a los habitantes del caserón.

De improviso, una puerta se abrió y, flanqueado por un par de recios negros, apareció un obeso con cara de luna llena. Llevaba un turbante con gemas incrustadas y parecía ser el dueño de la casa. Sus lujosos ropajes estaban ricamente bordados con sedas orientales y, en sus andares, se detectaba un cierto afeminamiento andrógino. Era un eunuco. Un eunuco sumamente adinerado y poderoso. El individuo, de facciones porcinas, se acercó a la muchacha y la examinó como quien pasa revista a un potrillo en un mercado. Por lo visto, lo que más le interesó fue la cabellera de la joven. Sus rojizos mechones constituían una agradable rareza. Preguntó algo a la doncella y, como ésta no comprendía sus palabras, carraspeó ligeramente y le preguntó, en un castellano con deje arábigo, quién era ella. Su voz sonaba atiplada. Yamila le relató su origen noble y todas sus desventuras, convencida de que, al conocer su elevada posición, los moriscos velarían por su salud y exigirían el pago de un generoso rescate a su familia. No obstante, el eunuco se limitó a escuchar con atención y preguntó a la muchacha algunas cosas más, como si sabía cantar o bailar. La joven se ofendió y respondió con altivez que su familia la había educado según lo esperable de una dama cristiana. El morisco lo interpretó como un sí y, convencido de que la pelirroja merecía la pena, entregó a los mercenarios un par de sacas con monedas de oro. Los bereberes, tras firmar una especie de documento por la transacción, abandonaron la casa con una amplia sonrisa en sus rostros. Yamila nunca volvería a saber de ellos. El eunuco le reveló entonces que podía sentirse afortunada pues acababa de ser comprada por uno de los sirvientes del rey Mohamed. A partir de entonces, sería una esclava, una concubina, y su destino sería engrosar los harenes del monarca granadino.

Un escalofrío recorrió el frágil cuerpo de la muchacha. Los moriscos pretendían arrastrarla a una vida de pecado y lujuria. Convertida en ramera, su alma ardería en el infierno por los siglos de los siglos. Deshonrada y sin familia, no le quedaría más esperanza que una muerte pronta. No obstante, Yamila carecía de valor para quitarse la vida. Además, eso era pecado. Tras una breve reflexión, comprendió que resistirse era del todo inútil y que solamente serviría para empeorar, todavía más, su delicada situación. Era una esclava y debía someterse a la voluntad de su nuevo amo. Dios la estaba poniendo a prueba. Quizá más adelante tendría alguna oportunidad de esquivar tan aciago destino.

El eunuco, llamado Alí, mandó a sus sirvientas que subieran al piso de arriba con la recién llegada y que, tras darle de comer, la acicalaran cuidadosamente. La idea era presentarla cuanto antes a su señor, el rey de Granada.

Las sirvientas la condujeron por unas estrechas escaleras al piso superior. Una vez allí, le sirvieron fruta, pinchos de carne asada y pastas de hojaldre. Mientras engullía penosamente cada bocado, las mujeres iban y venían atareadas con toda clase de telas, ungüentos y perfumes. Cuando hubo comido, una de las mujeres trajo un barreño lleno de agua tibia, la desnudaron por completo y, entre todas, la bañaron, le aplicaron aceites y la perfumaron. Yamila, totalmente aturdida por el bochorno, obedecía sumisamente las instrucciones de las sirvientas, ignorando que el ladino Alí observaba la escena desde un escondite. No por lujuria, pues estaba castrado, sino para asegurarse de que el cuerpo de la joven damisela era digno de su rey.

Un sugerente vestido de finos encajes orientales selló su transformación. Hilado a la perfección con una seda de gran suavidad y estilo, hacía relucir a la joven como una estrella matutina en el firmamento. Alí, deseoso de impresionar a su señor, no reparó en gastos y ordenó a sus criadas que la enjoyaran debidamente.  Tras probar un sinfín de alhajas, la engalanaron con un bonito collar de esmeraldas, varios brazaletes y pulseras de oro en sus pálidos tobillos. Un par de abultados pendientes completaron el esmerado ornamento. Cuando finalmente Yamila se contempló en un espejo, apenas podía reconocerse. Salvo por su pelo rojizo y el tono blanquecino de su piel, la muchacha encajaba fenomenalmente con la descripción que cabía esperar de una cortesana andalusí. Eso sí, una cortesana de extraordinaria belleza.  

Cuando Alí estuvo satisfecho con el aspecto de la joven, dispuso un carromato cubierto y la llevó a palacio. Su plan era granjearse, mediante obsequios, la simpatía del rey y aumentar así su grado de influencia en la corte. Escoltada por un selecto grupo de esclavos negros, Yamila fue conducida al harén de su nuevo señor. Por el camino, la chica pudo apreciar en todo su esplendor la grandeza del reino moro de Granada. La fortaleza que se alzaba en lo alto de la ciudad, con sus imponentes almenas, resultó ser en su interior un intrincado palacio de colosales dimensiones con adornos de toda clase y deliciosos jardines. La exquisitez que había contemplado en la mansión del eunuco palidecía ante el refinamiento que exhibían todos los rincones del enorme palacio. Jamás pudo imaginar que existiera algo así y supuso que se habría precisado un auténtico ejército de orfebres y artesanos para elaborar aquel maravilloso lugar. Incluso el austero castillo de su padre, en Castilla, resultaba minúsculo en comparación con ese recinto amurallado. La Alhambra, pues así denominaban el lugar, la cautivó por completo.

Alí habló con algunos funcionarios de palacio para pedir audiencia con su señor, el rey, y ésta le fue concedida. Por el camino, el eunuco advirtió severamente a la joven de que fuera obediente y no se buscara problemas. Para ser más convincente, pasó su dedo índice por el cuello, insinuando a la muchacha que debía someterse de buen grado si quería conservar la cabeza. Yamila tragó saliva y acató el consejo. No tenía elección.

Cuando finalmente entraron en los aposentos del rey Mohamed, lo encontraron leyendo un voluminoso libro con ilustraciones y encuadernado en marfil. Por lo visto, el sarraceno era todo un intelectual. A su lado había dispuesto un tablero de ajedrez con grandes piezas de oro y plata. Las piezas, según el mandato islámico, no reproducían personaje alguno, sino que consistían en meras abstracciones geométricas. Al verles entrar, aparcó sus cavilaciones y cerró el libro. Miró detenidamente a la joven y se acercó con paso tranquilo y seguro. El monarca, vestido lujosamente, presentaba una figura imponente. Ejercitado en las artes militares, poseía un cuerpo firme y vigoroso pese a que ya rondaba los cuarenta años. Su tez, copada por un turbante, era oscura y su nariz aguileña. Poseía una mirada penetrante, de modo que la muchacha, avergonzada y temerosa, apenas despegaba su vista del suelo.

Alí hizo una reverencia y empezó a conversar en árabe con el rey. Mohamed examinó de nuevo a la chica y le preguntó, en castellano, cuál era su nombre. Yamila respondió a ésa y a otras preguntas que le fue haciendo su señor. Entretanto, el soberano asentía a sus tímidas explicaciones y finalmente le preguntó qué talentos poseía y qué sabía hacer. La doncella era extraordinariamente joven y hermosa pero, por lo visto, el rey estaba ya algo saturado de beldades. Sus súbditos no paraban de agasajarle con regalos de todo tipo y poseía ya más esposas y concubinas de las que un solo hombre podría disfrutar. La muchacha, con modestia, contestó que sabía cantar, bailar y, echando un fugaz vistazo al tablero, jugar al ajedrez.

Al oír esas palabras, el monarca arqueó una de sus cejas y mostró una franca sonrisa bajo su poblada barba. La mayoría de concubinas se limitaban a ser expertas cantoras y bailarinas, de manera que una jugadora de ajedrez suponía una interesante novedad. Agradeció al eunuco su insólito obsequio e invitó a la chica a jugar una partida. Pretendía batirse con la muchacha y descubrir si su deslumbrante hermosura iba acompañada de sutil ingenio. Entretanto, Alí mostraba una felicidad absoluta. Sin sospecharlo, había dado en el clavo. Le había traído una concubina que, sin saberlo, compartía la misma afición que su señor.

Mohamed mostró el tablero a la chica y le preguntó si prefería otra modalidad de ajedrez. En esa época eran frecuentes otras variantes del juego que incluían tableros redondos o de mayor tamaño con piezas adicionales como jueces, jirafas o leones. La muchacha echó un vistazo y, al comprobar que tenía ocho casillas en cada lado, dio por bueno el juego. Le desorientó un poco no utilizar las típicas piezas figurativas que sí usaban los cristianos pero, a raíz de la posición inicial, pudo reconocer todas las piezas: peones, torres, caballos, alfiles, rey y su inseparable visir, la alferza. Yamila solía jugar disputadas partidas con su padre desde que era niña, así que esperaba ofrecer una dura resistencia al musulmán.

El monarca alargó su mano y, tomando las piezas de oro, inició la partida con el caballo de rey. Alí, que ejercía de espectador, aplaudió efusivamente la salida de su señor en un nuevo intento por agasajar al soberano. Craso error. Mohamed fulminó a su siervo con la mirada y, señalando bruscamente la puerta, le mandó de vuelta a casa. El rey de Granada detestaba en gran medida el ruido y la adulación. Alí, con suma torpeza, había conseguido reunirlos en un solo gesto. El eunuco, lívido y sudoroso, acató la orden al instante y, pidiendo disculpas, se marchó a toda prisa preguntándose en qué había podido ofender a su señor. Yamila no sabía si alegrarse o no por el tropiezo del obeso Alí. Le consideraba el máximo responsable de su esclavitud y le odiaba por ello, pero quedarse a solas con el hombre más poderoso de al-Ándalus era, cuando menos, inquietante.

Mohamed trató de ser gentil y, con una sonrisa, aseguró a la muchacha que ahora podrían seguir jugando sin más contratiempos. Yamila le devolvió la sonrisa y respondió con un tímido avance de peón.

El musulmán pronto comprobó que la joven, además de bella, era inteligente y defendía bien sus tropas. No sería fácil derrotarla. Tras una veintena de movimientos, la batalla estaba todavía por decidir. Apenas habían cambiado algunas piezas y todo seguía en relativo equilibrio.

El monarca granadino fruncía el ceño mientras reflexionaba con gesto severo. No podía tomar el juego en vano. Conocía de sobras el paralelismo del ajedrez con la guerra y sabía que un rey como él debía demostrar su valía como estratega. El tablero era una clara alegoría del mundo. Sus casillas eran el territorio y las piezas sus habitantes. Si no era capaz de dirigir adecuadamente un ejército de dieciséis figuras, ¿cómo podía gobernar un país con millares de súbditos? Su mayor rival político, el anciano rey Alfonso X de Castilla, era apodado el Sabio por sus grandes conocimientos de ajedrez. Precisamente en aquellos días, Mohamed estaba releyendo la copia manuscrita de un fantástico libro escrito por Alfonso sobre el juego de reyes. La maestría del castellano con el ajedrez se veía refrendada por sus innegables éxitos políticos. Alfonso había sido capaz de ampliar sus vastos dominios y podía jactarse, entre otras muchas gestas, de haberse anexionado Cádiz, Niebla y Murcia. Cierto era que, en su vejez, Alfonso estaba sufriendo algunos reveses importantes, como revueltas y conspiraciones familiares, pero el balance de su reinado era claramente positivo. El musulmán admiraba el talento del rey castellano y contaba con llegar, algún día, a ser tan hábil como él. El ajedrez formaba parte de su adiestramiento como gobernante y sabía que le esperaban tiempos difíciles pues el reino nazarí de Granada era ya el último bastión islámico en toda la península. Todos los otros reinos de taifas habían sucumbido ya al empuje de castellanos, aragoneses y catalanes. Pero no todo estaba perdido. Los refuerzos benimerines que llegaban del norte de África habían paralizado el avance cristiano de manera que al-Ándalus quizá recuperaría algún día sus antiguas fronteras.

No obstante, primero tenía que doblegar la tenaz defensa de su concubina y demostrarse a sí mismo que podía gobernar adecuadamente. La tarea no resultaba sencilla pues la muchacha manejaba con acierto sus piezas y, a cada amenaza del musulmán, la chica recolocaba convenientemente sus huestes de plata y evitaba el peligro. Para colmo, los generosos encantos de la joven y su turbadora indumentaria, llena de transparencias, eran un obstáculo más a batir. Sus atrevidos atuendos le invitaban a practicar con la joven otro tipo de actividades más placenteras y, con frecuencia, se le iba la vista hacia su bella contrincante. No convenía, pues, tomar el juego a la ligera.

El empeño que ambos ponían en la partida fue alargando el tiempo de reflexión entre jugada y jugada. El día tocaba ya a su fin y la partida seguía sin terminar. Fatigado, el monarca propuso aplazar la contienda hasta el día siguiente. La muchacha asintió de buen grado, ya que también precisaba descanso, pero temblaba de miedo al pensar qué ocurriría esa noche. ¿Pensaba el moro tomarla por la fuerza? Mohamed captó de inmediato los lógicos temores de la doncella y, para tranquilizarla, le propuso un interesante reto. Aquella noche ella podría descansar sola y virgen. Al día siguiente, ambos retomarían su partida y, si finalmente ella vencía, podría regresar indemne y libre a su casa para desposarse con quien quisiera. Pero si ganaba él, la chica debería convertirse al Islam y concederle sus favores. Yamila no tenía más alternativas, así que aceptó el desafío. De su habilidad con las piezas dependería su destino final.

A una señal del monarca, un coro de sirvientas acompañó a la pelirroja hasta los harenes reales. Allí, Yamila pudo comprobar que el serrallo de su señor estaba formado por una gran cantidad de hermosas mujeres que eran tratadas como auténticas princesas. En aquellas suntuosas estancias, la vida parecía plácida y lujosa. Las concubinas disfrutaban de una existencia feliz y sin preocupaciones. Un auténtico paraíso. En cualquier caso, la dama cristiana no veía con buenos ojos tanta concupiscencia pero, entonces, un fugaz pensamiento cruzó su mente. ¿Acaso su destino como esposa de Don Guzmán sería mejor? En cuanto se desposara con el noble, sería recluida en una fortaleza mucho más pequeña y austera que la Alhambra. Después de todo, quizás había sido una suerte caer en manos de Mohamed. Yamila empezó a dudar de sus convicciones y se enfureció consigo misma por ello. El diablo y sus zalameras tentaciones la estaban acechando.    

Durante la noche, la muchacha apenas pudo pegar ojo. Concentrada en su partida con el musulmán, acudían a su mente las distintas posiciones y movimientos que podían darse en el tablero. Las piezas de ambos bandos parecían flotar alocadamente en su imaginación y le impedían conciliar el sueño.

Por la mañana, las sirvientas colmaron de atenciones a la joven damisela. Le sirvieron un suculento desayuno a base de dátiles, frutos secos y miel abundante. Luego, la emperifollaron con toda clase de perfumes, sedas orientales y, cuando estuvo preparada, la llevaron ante su señor. Al verla, Mohamed comprobó que la hermosura de Yamila era todavía más deslumbrante que el día anterior. La hubiera poseído en aquel mismo instante pero el nazarí era un hombre de honor y pensaba respetar el trato. Tomó asiento ante el tablero de oro y plata e invitó a la joven a proseguir su contienda. Tenía que doblegar a la cristiana y obtener su ansiada virginidad. De paso, se demostraría a sí mismo que todavía conservaba sus dotes de estratega y podía seguir gobernando su reino.

Yamila pudo comprobar, bien pronto, cómo su rival adoptaba una estrategia mucho más agresiva que el día anterior. El musulmán ardía en deseos por conseguir los favores de la pelirroja y lanzó al ataque todas sus piezas, concentrándolas sobre la fortaleza enemiga. La muchacha trató de proteger a su monarca lo mejor que pudo pero su ejército argentado se vio claramente desbordado y sus tropas tuvieron que batirse en retirada. En la huida, perdió un alfil y dos infantes de plata, así que la lucha parecía decantarse a favor del musulmán.

En el otro lado del tablero, Mohamed se regocijaba por el éxito de su estrategia. La damisela había perdido ya varias piezas y retrocedía a cada jugada que hacía. Su rey estaba completamente desprotegido y la victoria del musulmán era sólo cuestión de tiempo. El nazarí se felicitó por haber sido tan paciente y aplicado en el estudio del ajedrez. La chica era ingeniosa y muy capaz, jugaba con soltura, pero no había practicado ante el tablero tantas horas como él. En el pasado, Mohamed había leído varios manuales y tratados de ajedrez, especialmente los del bagdadí Ziriab. Con semejante bagaje intelectual, el monarca supuso que su triunfo era un resultado lógico y merecido.

La muchacha parecía cada vez más nerviosa y no paraba de moverse en su asiento, sabedora de lo que le aguardaba. El musulmán la derrotaría y ella tendría que entregarse en cuerpo y alma. No solamente tendría que acceder a sus deshonrosas peticiones y convertirse en concubina sino que además tendría que renegar de su fe y abrazar el Islam. Se consumiría en los infiernos por siempre jamás.

El monarca granadino demoró su victoria todo cuanto pudo y, para divertirse, fue aniquilando con calma todas las piezas de la pelirroja. El ejército de plata fue lentamente masacrado y, al fin, Yamila quedó solamente con su rey. Mohamed empezó a cercarlo con su ejército dorado y, tras unos leves escarceos, selló la partida con un bonito jaque mate.

Sin aguardar lo más mínimo, el rey de Granada se acercó a la joven, le arrancó de un tirón sus bonitos vestidos y contempló la hermosura sin par de la pelirroja. Tras deleitarse con su pálida figura, Mohamed se abalanzó ferozmente sobre ella y, sujetándola con fuerza, consumó el trato. Yamila yació con el musulmán.

No obstante, lo que jamás llegó a comprender el monarca fue por qué razón ésa fue la única vez que derrotó a la joven Yamila. Con los años, la muchacha se convirtió en la favorita del nazarí y pasaron innumerables veladas ante el tablero pero, en todas sus partidas de ajedrez, siempre venció la joven de un modo francamente inapelable.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 9 de noviembre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

sábado, 3 de noviembre de 2012

L'Avi Nilles


Avi, tots aquests anys on has estat?
Vas marxar a la guerra, de soldat,
alçant el puny, a peu, mal armat,
desfilant pels carrers, uniformat.

Eres fuster, no roig exaltat,
bon futbolista, guerrer no entrenat.
Tots s’allistaren i tu, mig forçat,
hi vas anar per no ser criticat.

Enrere la dona i fills has deixat,
sols en un poble trist i desolat.
Ni fama, ni glòria, res has trobat,
només fam, esglai, crua realitat.

Ara descanses en algun fossat,
anònim heroi, anònim soldat.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 3 de novembre de 2012.
Foto de Francesc Fontanillas Solà, un dels molts soldats republicans que no van tornar de la Guerra Civil.

viernes, 2 de noviembre de 2012

El turista de la gorra


Durante el verano, el aeropuerto Narita experimentaba una actividad frenética. Miles de pasajeros deambulaban apresuradamente por sus dependencias mientras trataban de facturar con éxito su equipaje o tomar el siguiente avión. La potente megafonía iba informando en todos los idiomas imaginables sobre los diferentes vuelos que llegaban o partían del archipiélago japonés.

Entre todo aquel gentío, un par de colegialas japonesas esperaban sentadas en la terminal de vuelos internacionales. Sus caras denotaban el más absoluto aburrimiento, como si llevaran años esperando en aquel asiento. Sin alcanzar todavía la mayoría de edad, las adolescentes iban ataviadas con el típico uniforme escolar que prescriben las igualitarias leyes de Japón. Llevaban unas chaquetitas de color azul oscuro y, bajo estas prendas, cada una vestía una camisa blanca con un gracioso lacito rojo en el cuello. A juego con la chaqueta, exhibían una faldita plisada que, retocada con maña en casa, dejaba al aire las rodillas y buena parte de los muslos. Unos calcetines gruesos de algodón blanco completaban el conjunto a modo de calentadores mientras ocultaban parcialmente los ortopédicos zapatos oscuros que la dirección del centro les obligaba a calzar.

La más alta de las estudiantes debía rondar los dieciséis años y llevaba sus lisos cabellos negros recogidos en una práctica coleta. Su nombre era Iruka y estaba terminando de leer las últimas páginas de un cómic manga. A su lado bostezaba Issei, su hermana menor de catorce años y todavía con ortodoncia.

-          ¿Quieres jugar? –propuso Issei a su hermana.
-          ¿A qué? –preguntó Iruka.
-          A ajedrez.
-          ¿Por qué no juegas con la consola? Me dijiste que te gustaba.
-          No puedo. Se quedó sin pilas.
-        Haberlo pensado antes. Además el ajedrez es poco japonés. Deberías jugar al shogi o al go, que son más divertidos.
-          Venga, por favor, juega conmigo. ¡Si ya leíste tu cómic!
-          Vale, pero sólo una.

Issei sacó de su mochila un tablerito plegable y dispuso las piezas magnéticas en formación de salida. Cuando estuvo todo preparado, le dio a elegir a su hermana y ésta se quedó con el bando blanco. Iniciaron una partida y la posición pronto alcanzó una complejidad tal que obligaba a cualquiera de las dos a pensar mucho rato sus jugadas.

-          Oye, ese hombre nos está mirando –dijo Issei mientras cruzaba instintivamente las piernas.
-          Déjale que mire y tú a lo tuyo. Papá vendrá en cualquier momento y podremos irnos a casa.

A unos escasos metros por delante suyo, un occidental corpulento las observaba con detenimiento. Ocultaba su calvicie bajo una gorra de béisbol y llevaba una barba blanca que delataba su avanzada edad. Parecía un vagabundo o, peor aún, un enajenado. Vestía con tejanos, camisa azul y un anorak también azul pero sin mangas y con las solapas anchas y grises. Hasta aquí todo parecía relativamente normal pero unos calcetines claros de gusto muy dudoso bajo unas sandalias negras y sudadas delataban que algo no funcionaba correctamente en el cerebro de aquel tipo.

Las jovencitas prosiguieron su partida y, cuando Issei anunció jaque mate, el improvisado espectador se alzó de su asiento y abordó con brusquedad a las chicas. Antes de que cualquiera de ellas pudiera reaccionar, el hombre señaló el tablero y trató de entablar conversación.

-         Me llamo Robert. ¿Habláis inglés? –preguntó el individuo.
-    Claro. Aquí se aprende en la escuela –respondió Issei mientras hacía caso omiso de las miradas intranquilas de su hermana.
-    Perfecto. Veréis, estaba siguiendo vuestra partida desde mi asiento y he visto que tu amiga dejó escapar una variante que le hubiera dado la victoria.
-       No es mi amiga, es mi hermana –corrigió Issei.
-    Me llamo Iruka y ella es Issei. Estamos esperando a mi padre –se apresuró a indicar la hermana mayor mientras señalaba al primero que pasaba por allí para tratar de ahuyentar a ese desconocido. Posiblemente fuera un pervertido o un maníaco peligroso de esos que tratan de hacer realidad sus bizarras fantasías sexuales.
-     Mirad, ¿veis?, si jugabas aquí la torre, ganaba el blanco –comentaba el occidental con la vista clavada en las casillas mientras hacía caso omiso de todo lo demás.
-      Juega usted muy bien. ¿Es usted americano? –trató de averiguar Iruka mientras miraba nerviosamente el reloj.
-    Sí, aunque ya llevo un tiempo en Japón. He estado con mi amiga Miyoko y he visitado unos baños termales. También he comprado algunas cosas. Ahora estoy esperando un vuelo a Filipinas para ver a mi hija.
-          ¡Qué bien! –fingió Iruka mientras ganaba algo de tiempo.

El hombre notó algo extraño en el timbre de voz de la joven. De pronto se puso muy nervioso y comenzó a mirar a su alrededor con ojos de loco. Daba la sensación de que el americano se sentía descubierto, como si le vigilaran o incluso lo persiguieran. Se despidió a toda prisa de las chicas y, tras recoger sus bártulos, se marchó con paso ligero.

Las hermanas se aliviaron mucho cuando aquel hombre dejó de importunarlas y, en poco tiempo, llegó su padre para recogerlas. Sin más dilación, los tres abandonaron el lugar y pasaron diversos controles de seguridad en el aeropuerto cuando finalmente contemplaron una escena que aterró a las adolescentes. El extraño occidental que poco antes había estado conversando con ellas estaba siendo ahora reducido por varios agentes de la policía que lo habían derribado con brutalidad y, cubriéndole la cabeza con un saco, no paraban de asestarle golpes con las porras. Sin duda, algo habría hecho.

Mientras el estrafalario barbudo aullaba de dolor en el suelo, bajo una melé de policías, las dos jovencitas no dejaban de preguntarse qué pretendía realmente aquel hombre cuando las acechó con lo que para ellas era la burda excusa del ajedrez. Una cosa sí estaba clara. Nunca más llevarían la falda tan corta.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 2 de noviembre de 2012.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.