Una lluvia fina pero
constante comenzó a caer sobre las arenosas calles de Nueva Orleans. Paul
inspeccionó el cielo con preocupación y se percató de que unos nubarrones,
sombríos y amenazadores, se estaban apoderando de un cielo plomizo y
oscurecido. Temiendo lo peor, el individuo se cubrió la cabeza con un periódico
que llevaba en las manos y cruzó la calle a toda prisa. Los carros avanzaban
con celeridad en ambas direcciones y apenas detenían su trote para dejar pasar
al osado viandante pero aquel hombre fue sorteando con esmero los diferentes
obstáculos y llegó por fin al otro lado de la calle.
La gruesa balconada
de una taberna ofrecía a los transeúntes un buen cobijo contra la lluvia. Paul
se mezcló entre la muchedumbre que allí se agolpaba pero, sospechando que el
tiempo empeoraría, decidió entrar en el local y tomar algo mientras la tormenta
arreciaba. Su bufete de abogado quedaba demasiado lejos como para aventurarse a
un largo paseo bajo la lluvia de manera que parecía más prudente esperar con
calma bajo un techo.
Cuando entró,
observó de inmediato que la taberna no atravesaba su mejor época. El
mobiliario, antaño distinguido y señorial, se encontraba en un estado francamente
lamentable. Los tablones del suelo crujían a cada paso que Paul daba y parecía
que podían partirse en cualquier momento. Los clientes de aquel sórdido garito permanecían
ajenos a todo ese declive. Se trataba de gente de clase media baja que venían a
emborracharse con whisky y fumar cigarros mientras discutían acaloradamente de
política. El país se hallaba sumido en una cruenta guerra civil que enfrentaba
a los estados del sur con los del norte y los ánimos de sus habitantes estaban
más que encendidos.
El mostrador estaba
abarrotado de bebedores compulsivos que consumían alcohol a un ritmo frenético
mientras exhalaban espesas bocanadas de humo. Paul encontraba todo aquello algo
barriobajero para su gusto, sobre todo las escupideras de latón, pero ya rozaba
la treintena y se consideraba un hombre de mundo. En Europa había visto lugares
mucho peores que ése y todavía podía contarlo. Buscó un hueco entre la gente de
la barra y pidió un whisky doble para calentarse los huesos.
Un camarero panzudo
y con acento francés le sirvió la bebida. Paul le pagó generosamente, como
tenía por costumbre, y comenzó a sorber el contenido mientras examinaba con
detalle el resto del local. Una docena de mesas plagaban la planta baja. En
ellas había varias timbas de cartas donde se jugaba por dinero a toda clase de
juegos, especialmente, el póquer. En el fondo de la sala se adivinaban unas empinadas
escaleras que subían al piso superior, posiblemente, un lugar más tranquilo
donde hospedarse o, sencillamente, ir con prostitutas. En cualquier caso, no
pensaba averiguarlo esa tarde.
Fue entonces cuando
reconoció entre el gentío dos palabras que le resultaban familiares y que hacía
tiempo que no oía:
- ¡Jaque mate! –
exclamó alguien desde un rincón de la sala.
Paul alzó la vista y
detectó la presencia de un tablero de ajedrez en una de las mesas. Un par de
individuos recogía las piezas y volvía a colocarlas en formación de salida. Se
disponían a iniciar un nuevo duelo. El abogado cogió su vaso de whisky y, tras
pedir permiso, se sentó en un lado de la mesa para observar el desarrollo de la
partida. En ella, un oficial sureño de pelo largo y mal afeitado conducía las
piezas blancas con su mano izquierda. El militar era un mutilado de guerra que
había perdido su brazo derecho en el frente. Manco de un brazo, llevaba la
manga de su casaca gris con ribetes amarillos recogida con un broche para que
no colgara innecesariamente. Su rival era un gordinflón canoso de traje barato que
no paraba de exhibir un sonoro reloj de bolsillo labrado en plata. Los
jugadores comenzaron a intercambiar jugadas mientras intercalaban comentarios
políticos bajo la atenta mirada de Paul, que no perdía detalle.
- ¿Capitán, habéis
leído las nuevas que trae el periódico? – preguntó el jugador más grueso mientras
planteaba con negras una Defensa Philidor a su oponente.
- No me hace falta,
seguro que el general Lee dará una buena zurra a esos abolicionistas del norte –respondió
el oficial con patriótico optimismo.
- La prensa no dice
eso. Más bien lo contrario. Según parece, Lincoln ha iniciado una potente
ofensiva sobre varios estados de la Confederación –replicó el gordo mientras
hacía girar su reloj sobre la mesa. Paul escudriñó el periódico mojado que aún
llevaba en la mano. Las gotas de lluvia habían ensuciado de tinta casi toda la letra
pequeña pero todavía podían leerse los titulares con la noticia que mencionaba
el obeso de pelo blanco y corroboraban su preocupante comentario.
- ¡Que vengan! Ya
verán lo que les tenemos reservado en Louisiana. Si es necesario daré mi otro
brazo para defender esta tierra –exclamó el oficial.
- Espero que no
haga falta. Usted ya ha prestado un valioso servicio a su país. Deje que ahora sean
otros los que continúen la lucha. Prefiero que reserve su espíritu combativo para
jugar conmigo al ajedrez –respondió el grueso jugador de negras mientras
guiñaba un ojo a todos los presentes.
- No tema, que no
voy a perder así como así mi belicismo natural. Por cierto, jaque a la dama
–señaló el capitán.
Paul no tenía nada
claro que Louisiana resistiera mucho tiempo al empuje de los ejércitos
unionistas. Jamás había visto con buenos ojos la aventura de la secesión,
posiblemente por el origen criollo de su aristocrática familia, pero
consideraba que, desde la distancia, poseía una perspectiva del conflicto lo
suficientemente objetiva. El norte estaba mucho más industrializado que los
Estados Confederados, rurales y menos desarrollados. Lincoln disponía no sólo
de tropas bien equipadas, sino de un ejército de fábricas que producían munición
abundante. En cambio, los sureños se apoyaban en un optimismo ilusorio, surgido
de un obsoleto sentido del honor, y en la creencia de que la pericia militar de
Lee, que había renunciado a comandar el ejército unionista, les sacaría de
aquel embrollo.
El abogado no había
servido en la armada, ni pensaba hacerlo, pero tenía claro que el talante
multiétnico de Nueva Orleans no acababa de encajar con la mentalidad agraria y
separatista del sur. Lejos de eso, la ciudad constituía un variado crisol de culturas
y razas. Por un lado, el puerto de la ciudad suponía una de las principales
vías de entrada para el tráfico de esclavos pero, al mismo tiempo, la urbe
congregaba una gran cantidad de negros libertos. Los habitantes de la ciudad
procedían de zonas muy diversas y, en el fondo, solamente anhelaban la paz. Los
sudistas exaltados, como el oficial manco, eran en Nueva Orleans menos
numerosos de lo que pretendían ser.
El capitán sonrió a
su contrincante mientras efectuaba una combinación que le daría la partida.
Unos oportunos cambios de piezas acababan con un doble de caballo que ganaba
una torre. Su rival empezó a juguetear con la tapa de su reloj mientras
calculaba el fatal desenlace. Cuando estuvo seguro de que no había escapatoria,
tumbó su rey en señal de rendición.
- ¡Otra victoria de
los valientes ejércitos del sur! ¿Caballero, qué os ha parecido mi remate?
–preguntó el militar a Paul, en busca de aduladores.
- Pienso que
vuestro rival os ha dado más facilidades de las que tendrá el general Lee cuando
tenga que enfrentarse a la Unión –espetó el abogado con una sonrisa burlona en
sus labios.
- ¿Cómo? ¡Estaréis
bromeando! Lee es el mejor estratega del mundo y ganará esta guerra. Vos,
siendo un civil, deberíais ser más cauto al opinar de asuntos militares que os
son absolutamente desconocidos– replicó el manco con desprecio.
- Puede que carezca
de vuestra experiencia en combate pero algo sé de ajedrez y os aseguro que ni
el mejor jugador del mundo puede vencer sin un mínimo de piezas sobre el tablero.
No discuto el talento de su general Lee pero comprenda que sea escéptico en
cuanto a sus posibilidades reales de victoria. La Unión nos aventaja en un
sinfín de recursos –argumentó Paul mientras apuraba su vaso de whisky.
- Le voy a
demostrar que no es así. Aparte la pieza que quiera de mi bando y le ganaré de
todos modos –fanfarroneó el militar mientras recolocaba las piezas y giraba el
tablero en dirección al osado mirón. Entretanto, el individuo más grueso
mantenía una prudente neutralidad y permanecía en silencio.
- Si quiere, aparto
el rey –dijo Paul medio riendo.
- No se burle de
mí, caballero. Sin rey no hay partida que valga. Quitaré mi dama y así
igualaremos las posibilidades de ambos bandos –sentenció el oficial mientras se
reservaba el bando blanco.
Paul sabía de
sobras que ganaría esa partida con una ventaja material tan aplastante. De
hecho, sabía incluso que era capaz de ganarla con tal desventaja en contra.
Conocía el juego desde que era pequeño. Había aprendido el movimiento de las
piezas viendo jugar a su padre y a su tío Ernest y, desde siempre, había
mostrado una tremenda habilidad con el ajedrez. En realidad, se había topado
con muy pocos jugadores que le hicieran sombra y, tras haber visto el agresivo
juego del manco, sabía que el capitán no era uno de ellos.
La partida fue una
auténtica paliza. Breve y sangrienta. El abogado anuló desde el comienzo
cualquier opción de ataque rival y, en pocas jugadas, propinó un mate artístico
al oficial sureño, que asistía atónito al variado recital de jaques. El militar
miraba fijamente a Paul y comenzó a enrojecer visiblemente con una mezcla de
vergüenza e ira contenida.
- No se ofusque, mi amigo –trató de apaciguar
Paul-, en el fondo creo que quizá tenga razón. Déjeme probar suerte con la desventaja
en contra –propuso el letrado con fina ironía.
El oficial aceptó
el reto con la esperanza de devolverle el tanto a su deslenguado oponente y
restablecer así su orgullo herido ante el corrillo de espectadores que se
estaba formando a su alrededor. Por lo visto, el elevado tono de sus
bravuconadas había captado la atención de varios clientes y media docena de
personas se había acercado a la mesa para contemplar el insólito duelo.
Paul retiró su dama
del tablero y comenzó la segunda partida. El oficial trató de abrir brecha en
el campo enemigo pero el abogado comenzó a desplegar un juego tremendamente
eficaz que pronto remontó la partida y le valió nuevamente la victoria ante el
pasmo de todos los presentes, especialmente, de su vociferante rival.
- ¡Otra, otra!
–propuso el manco mientras deshacía la posición de mate en la que se había
visto inmerso por segunda vez.
Paul no eludía
ninguna oferta de juego con dama de menos y fue sumando victorias en su
casillero hasta que el militar, cansado de perder, rehusó seguir jugando. La
humillación era tan grande que no pronunciaba palabra alguna.
Fue entonces cuando
uno de los espectadores exclamó a todos los presentes:
- ¡Pero si es Paul
Morphy, campeón del mundo de ajedrez! ¡Sus victorias en Nueva York, Inglaterra
y París son míticas! ¡Sus triunfos ante Staunton, Harrvitz, Lowenthal y el
alemán Anderssen son un orgullo para nuestra nación! ¡Es el mejor ajedrecista
de todos los tiempos, sí señor!
- En realidad no
vencí a Staunton. El muy cobarde rehusó enfrentarse conmigo –matizó el héroe de
Nueva Orleans.
La muchedumbre
comenzó a envolver a Paul sin que nadie prestara atención al militar, que
permanecía mudo en su silla como el pelele de turno. La gente acribillaba a la
estrella ajedrecística con toda clase de peticiones y halagos que empezaron a
resultarle molestos y cansinos. Paul odiaba ser tratado como un ajedrecista
profesional. Consideraba que el ajedrez no era una ocupación digna para un
caballero de su rango y que el ajedrez solamente debía ser considerado un juego
de mesa, un pasatiempo más. Desde que volvió victorioso de Francia nadie le
tomaba en serio como abogado y, cuando alguien pasaba por su bufete, siempre era
para proponerle asuntos relacionados con el ajedrez. Su padre era un eminente
hombre leyes pero, en cambio, él estaba condenado a ser una atracción de feria.
Por eso llevaba años sin jugar partidas serias de ajedrez, para recuperar su
reputación como abogado, pero la guerra civil y su fama de antisecesionista
mantenían vacío su negocio. Molesto con la situación que se había creado,
abandonó el local a toda prisa.
Cuando salió al
exterior, comprobó que había anochecido y, por suerte, ya no llovía. Las
estrellas iluminaban el firmamento. Dirigió sus pasos al bufete, maldiciendo la
fama que sus giras por Europa le habían granjeado. Nadie le veía como un
abogado competente. Nadie consideraba sus brillantes calificaciones en la
Universidad de Louisiana. Solamente veían al célebre jugador de ajedrez.
Fue entonces cuando
Paul notó unos pasos tras de sí. Aceleró el ritmo de su andar y escuchó que
quien le seguía también incrementaba la velocidad. Tuvo miedo y comenzó a correr.
Dobló una esquina y entró en una callejuela estrecha y solitaria. Cuando quiso
darse cuenta, comprobó que se había metido en un callejón sin salida. Estaba
atrapado. Dio media vuelta para salir de allí y se topó de frente con el
oficial manco. El militar estaba furioso y desenvainó su sable con la intención
de partirle en dos.
El letrado quedó
paralizado por el terror. Ese fanático iba a matarle por unas partidas de nada.
Como si estuvieran en el lejano oeste. El sureño levantó el arma y se acercó al
hombre que se había mofado de él en público pero Paul, azuzado por un oportuno
instinto de supervivencia, le empujó por sorpresa y comenzó a correr. El manco
cayó al suelo de bruces y su sable se clavó en el fango sin poder consumar la
venganza. El mutilado aumentó su frustración y comenzó a gritar con grandes
voces:
- ¡Te mataré,
leguleyo insolente, te mataré! ¡Sé quien eres! ¡Te buscaré y te mataré!
Paul corrió para
salvar su vida. Llegó a su casa y contó lo sucedido a sus familiares pero nuevamente
nadie le creyó. Consideraban que el chico estaba exagerando y que, quizá, no
debería haber tomado tanto alcohol. Su aliento apestaba. Si no frecuentara
ciertos tugurios, si no hubiera adquirido tan malos hábitos en sus viajes a
Europa, gozaría de mejor reputación y no se metería continuamente en líos. Le
acusaron entonces de no trabajar, de no conseguir clientes y, en vista de que
Paul no recobraba la serenidad, le enviaron primero a Cuba y luego a París.
Allí donde iba, afirmaba que le perseguían e insistía en que su vida corría
peligro. Jamás volvió a jugar en público.
Publicado en www.cesantmarti.com el 20 de junio de 2007.
Ilustración: Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Publicado en www.cesantmarti.com el 20 de junio de 2007.
Ilustración: Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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