Como cada
mañana, el hermano Prudencio cultivaba el soleado huerto de la abadía. Era una
tarea sencilla y humilde pero la soledad del campo le proporcionaba una paz
espiritual que le permitía discurrir tranquilamente sobre el sentido de la
vida. Rojos tomates y verdes lechugas parecían escuchar sus pensamientos y
compartir sus anhelos más profundos. Entre tal diversidad de colores, iluminado
por un sol radiante, Prudencio se maravillaba ante la belleza del paisaje y
percibía, sin la menor duda, la presencia de Dios.
Sin embargo, centró su atención la mustiedad de una raquítica planta en
los confines del huerto. Prudencio suspiró hondamente y, haciendo uso de sus
herramientas, procedió a erradicar semejante hierbajo. Arrancó de un tirón la
fea planta y empezó a remover la negra tierra para que se aireara. Entonces,
para sorpresa suya, halló algo enterrado en ese lugar, bajo el vegetal. Empezó
a palpar afanosamente con las manos y notó una superficie lisa. Era una caja de
madera. Prudencio la extrajo con sumo cuidado y la limpió con esmero. La abrió
y en su interior halló, sorprendido, un juego de piezas de ajedrez. Una extraña
turbación se adueñó del siervo de Dios mientras recordaba, con cariño, las
partidas que había jugado, siendo niño, con su difunta madre. Prudencio echó
otro vistazo a la caja y fue entonces cuando percibió que ésta consistía en un
tablero de ajedrez plegable, en cuyo interior se guardaban las piezas,
finamente trabajadas a mano en una madera exquisita. Prudencio dio por acabada
su labor en el campo y regresó, de inmediato, a su modesta celda para examinar
detenidamente el hallazgo. Tras una rápida caminata de varios minutos llegó a
la abadía, atravesó sus gruesos muros y, sin mediar palabra con nadie, se
encerró en su celda.
En la soledad de su celda, Prudencio dispuso las piezas en formación de
salida y meditó largamente. Hacía muchos años que no tocaba un tablero de
ajedrez... Antes, decían que poseía talento y que llegaría lejos... Decían esas
y otras muchas cosas pero su madre le había obligado a dejar ese absorbente
juego y concentrarse en otros grandes pasatiempos como el dominó y el mus. No
obstante, Prudencio prefería el ajedrez por encima de los demás juegos. En el
ajedrez no intervenía la suerte, y todo parecía obedecer a un escrupuloso plan.
Los escaques y las jugadas parecían encajar en una perfecta armonía, una
armonía que le acercaba más a Dios.
Como el Universo, el tablero se regía por unas leyes fijas e inmutables
que aportaban un número infinito de posibilidades. Esa infinitud era
inabarcable para la razón humana pero, guiada según ciertos principios,
mostraba un rayo de esperanza, una fe ciega en la solución definitiva. El
ajedrez captaba la esencia del Universo y del mismísimo Dios. La verdad estaba
allí, sumergida en un mar de caudalosas variantes esperando a que alguien la
rescatase del olvido. Así pues, Prudencio tomó una determinación: hallar la
perfección y de ese modo, acercarse al Creador. Su madre, que en paz descanse,
ya no podría apartarle por más tiempo de su glorioso destino.
El siervo de Dios pasó largos años estudiando en silencio. Moviendo las
piezas y estudiando las jugadas, una tras otra, descartando las peores jugadas
y profundizando en aquéllas que resultaban interesantes hasta que, tarde o
temprano, también quedaban refutadas. Poco a poco, las arrugas fueron surcando
su frente y sus cabellos encanecieron con la solemnidad de quien medita sobre
el ser de las cosas. Sus huesos se fueron entumeciendo y su espalda se curvó en
un progresivo gesto de dolor reumático. Aun así, sus manos seguían en su veloz
e infatigable análisis de la posición, buscando la verdad. Durante los primeros
años fueron descartadas ciertas aperturas dudosas, como el ataque Waterloo,
luego otras más populares como el contraataque Irlandés o la defensa Moldava.
El cerco se estrechaba más y más... Sí. Podía sentir, más de cerca, la
presencia del Altísimo que le insuflaba nuevas fuerzas para proseguir la
búsqueda.
Siendo ya muy viejo, halló la solución definitiva. Tras una larguísima
continuación de 144 movimientos, se producía el empate. Prudencio se emocionó
ante tal revelación. ¡La partida perfecta acababa en tablas! No podía ser de
otra manera, pues el Universo es un eterno equilibrio que preside Pepe. Sí,
Pepe. Hacía años que, próximo a la verdad, Prudencio se percató del auténtico
nombre del Creador en un sueño revelador. Desde entonces, Dios (Pepe para los
amigos) y Prudencio hablaban sobre los temas más variados. Fue en esas
apasionantes charlas cuando descubrió que Dios era fan del Betis y lector
acérrimo de Antonio Gala.
Convencido de la rotundidad de sus descubrimientos, Prudencio reveló su
secreto al abad, antiguo compañero de seminario durante su ya lejana juventud.
Como era comprensible, éste no le creía así que Prudencio se vio obligado a
sacar su tablero y retó al abad a que jugara una partida con él. Dios estaba de
su parte. No podía perder. El abad pronto empezó a cometer burdos errores de
aficionado. ¡Pobrecillo! Prudencio maniobró con precisión en pos de la victoria
y... ¡perdió! El abad, generoso en la victoria, le dio unas palmaditas en la
espalda y le dijo que se fuera a descansar... Prudencio estaba indignado...
¡Dios le había engañado! Ofuscado por la ira, Prudencio agarró una descomunal
maceta y la lanzó sobre el aterrado abad, aplastando su cabeza con un sonoro
¡chof!...
Ahora, Prudencio ya no investiga la perfección del ajedrez. Pasa las
horas, solo, en su celda. No le dejan jugar al ajedrez y, cuando quiere
rascarse, tiene que avisar al enfermero para que lo haga él. ¡Dichosa camisa de
fuerza!
Publicado en www.cesantmarti.com el 7 de agosto de 2002.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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