Marie llamó al
timbre. La muchacha, de apenas dieciséis años, estaba muy nerviosa pues era la
primera vez que hacía una cosa así y tenía miedo de que hubiera ido a topar con
un pervertido de esos que se hacen pasar por artistas o fotógrafos. ¡Había
escuchado tantas historias! Pero necesitaba el dinero y llamó de nuevo.
De pronto, la
puerta se abrió con brusquedad y apareció un anciano enclenque y arrugado.
Parecía sacado de una película de terror. El hombre no dijo nada y, sacándose
cera de un oído, se limitó a mirar fijamente a la chica. La muchacha tragó
saliva y preguntó por el anuncio, señalando el periódico. El anciano,
asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Marie vaciló por unos instantes,
pero acabó entrando. No podía elegir. Necesitaba el dinero.
El anciano,
con paso tembloroso pero decidido, la llevó por un largo corredor que parecía
no acabar nunca. Infinidad de cuadros, de todos los tamaños y estilos,
decoraban unas paredes rancias y amarillentas. El aire estaba algo viciado y
despedía un cierto hedor a naftalina. Parecía un viejo museo con toda clase de
bodegones, paisajes y retratos antiguos en los que, misteriosamente, siempre
aparecía el ajedrez como tema pictórico. Finalmente, llegaron ante una puerta
carcomida por los años y el anciano, abriéndola de par en par, la invitó a
pasar. La muchacha obedeció, con algo de miedo, pero acabó pasando. Una vez
dentro, Marie pudo observar una sala grande, perfectamente iluminada por los
rayos de luz que se filtraban a través de unos anchos ventanales. La sala, con
manchas de pintura en el suelo, estaba repleta de cuadros, cientos de cuadros,
y todos ellos de ajedrez. También había varios caballetes y flotaba en el
ambiente un inconfundible olor a aguarrás y trementina. Sin duda, era el
estudio de un pintor, aunque un pintor muy singular.
El anciano se
presentó como Gilles Guillaume y, señalando sus cuadros, le confirmó que era
pintor y aficionado al ajedrez. Marie le dio la mano cortésmente y se presentó
aunque, por supuesto, omitió el hecho de que fuera menor de edad. Tenía miedo
de que el anciano, al saberlo, la echara de su casa sin haber visto un céntimo.
Gilles le
comentó que, como a todo buen pintor figurativo, le convenía practicar el
dibujo del cuerpo humano. Por esa razón había puesto el anuncio en el
periódico. El pintor se sentó tranquilamente en su silla, llenó el caballete
con varias hojas en blanco y, tomando un pequeño carbón, mandó a la chica que
se desnudara.
Marie, algo
avergonzada por su inexperiencia, fue desvistiéndose y, finalmente, quedó
desnuda por completo. La muchacha, con sus largos cabellos negros y una piel
fina y delicada, ofrecía al anciano un bello espectáculo. Gilles ni se inmutó.
Marie, roja como un tomate, no sabía qué hacer entonces ante su espectador,
pero el anciano, con algo de paciencia, le indicó qué posturas debía buscar y
empezó a llenar sus hojas con rápidos esbozos. El hombre escrutaba cada curva y
cada pliegue con la máxima profesionalidad mientras la muchacha permanecía
quietecita, como una estatua. El anciano le comentó entonces que era bueno ser
rápido en la toma de bocetos porque si no, el sol variaba su posición y el
juego de luces y sombras cambiaba por completo, arruinando el dibujo. La
muchacha atendía con curiosidad a las explicaciones de Gilles ya que el mundo
de la pintura le parecía fascinante. En cambio, durante los inevitables y
largos silencios, la joven tenía que contentarse con algunas miradas de reojo
al desordenado estudio del pintor. Había infinidad de telas sin estrenar,
botecitos de pintura, pinceles siempre remojados y un tablero de ajedrez con
las piezas desparramadas por el suelo.
Terminada la
sesión, la muchacha se acercó al anciano, con curiosidad, para ver los bocetos
que éste había tomado, pero el pintor, escondiéndolos, se negó en rotundo y le
dijo que jamás enseñaba sus borrones a nadie. La joven protestó, sorprendida
por la negativa, pero el viejo Gilles se mostró inflexible. Pagó a Marie lo
convenido y quedaron para la semana siguiente.
La segunda
sesión fue mucho más cómoda para Marie, que empezaba a acostumbrarse ya al
hecho de permanecer desnuda bajo la atenta mirada del anciano. En cierto
sentido, la enorgullecía ser la musa de un pintor. Mediante sus cuadros, ella
sería eternamente admirada en los museos. Era lo más cercano a la inmortalidad.
¿Qué más podía pedir?
Mientras
trazaba sus esbozos, Gilles le confesó que sus dos grandes pasiones eran la
pintura y el ajedrez. Tal revelación no sorprendió mucho a la chica, que había
percibido ya esa extraña veneración que el anciano sentía por el ajedrez.
Gilles, improvisando una clase, le explicó que, desde muy antiguo, el ajedrez
había sido fuente de inspiración para multitud de artistas y artesanos. De la
edad media, por ejemplo, se conservaban todavía numerosas miniaturas en las que
aparecían damas y caballeros jugando al noble juego. Sus favoritas, decía, eran
las del libro de Alfonso X el Sabio porque reflejaban aspectos esenciales del
juego. En tono de mofa, relató a la muchacha que, en más de una ocasión, los
pintores, completos ignorantes del ajedrez, pintaban mal el tablero equivocando
las casillas o la posición de las piezas. ¿Era posible tanta majadería? Juan
Gris o Kandinsky habían hecho algo parecido pero lo suyo era algo mucho peor.
Esa gente, vanguardistas de la peor calaña, lo hacían a propósito para
degenerar el arte. El hombre frunció el ceño y enarboló su carboncillo en alto
mientras explicaba todo esto. La muchacha, notando el enfado del viejo, tuvo
que hacer grandes esfuerzos para contener la risa. Gilles parecía un
hombrecillo muy simpático pero, cuando hablaba de ajedrez, su carácter adoptaba
un tono muy reaccionario, casi fanático.
Finalmente,
cuando las sombras empezaron a alargarse con el ocaso del sol, Gilles dio por
concluida la sesión. Marie, intentándolo de nuevo, puso carita de niña buena y
suplicó ver los bocetos, pero el viejo, terco como una mula, volvió a negarse y
los guardó en una carpeta. Resignada, la muchacha recogió su dinero y se
marchó, una vez más, sin ver croquis alguno.
La siguiente
sesión deparó a la joven un interesante descubrimiento. Mientras estaba
posando, la muchacha sintió ganas de orinar. Avergonzada, preguntó al anciano
por el baño y éste, suspirando hondamente, le indicó el servicio. Segunda
puerta a la derecha. Marie abandonó su puesto y, sin vestirse, fue al baño.
Pero, fuera
por los nervios o por una casualidad del destino, se equivocó de habitación.
Marie abrió la puerta y, sorprendida, halló una mole oculta bajo una gran
sábana. Llena de curiosidad, la joven apartó la sábana y he aquí lo que vio: un
extraño e inmenso lienzo, de varios metros de largo. Desconcertada, retrocedió
varios metros para contemplarlo mejor. Pintadas en el cuadro, había una gran cantidad
de piezas de ajedrez, centenares o quizá miles, que se acumulaban en total
desorden y variedad, sobre un suelo escaqueado, similar al de un tablero de
ajedrez. Había piezas de todos los estilos y tamaños pero por más que uno las
examinaba, no era capaz de encontrar dos piezas del mismo juego. Daba la
sensación de que cada pieza era única en sí misma. La muchacha estaba perpleja,
devanándose los sesos por encontrar un sentido a todo aquello. De pronto, el
frío tacto de una mano en su hombro la devolvió a la realidad. Asustada, la
muchacha lanzó un grito aterrador pero rápidamente se calmó cuando comprobó que
era Gilles, el pintor. El anciano, frunciendo el ceño, le dijo que el baño
estaba en la puerta de al lado. Marie pidió perdón varias veces y, dando
saltitos, corrió hasta el servicio mientras el anciano volvía a cubrir el
lienzo.
La muchacha,
sentada en el baño, todavía se preguntaba la razón de tanta pieza cuando sintió
un escalofrío al intuir que era observada. Miró a su alrededor buscando agujeros
de fisgón pero, al no encontrarlos, supuso que sólo eran imaginaciones suyas.
De regreso al
estudio, Marie halló al pintor en su silla, con el carboncillo en la mano. La
muchacha retomó la postura lo mejor que pudo y ambos continuaron la sesión. Gilles,
rompiendo el silencio, le explicó que el mural que había visto sería su obra
maestra. Era un proyecto en el que venía trabajando desde hacía muchos años.
Marie se entristeció al comprobar que, en su obra maestra, el pintor no había
contado con ella pero Gilles, con un extraño don de la oportunidad, le comentó
que algún día ella formaría parte de la obra. La muchacha sonrió con orgullo,
felicitándose de ser su musa, su fuente de inspiración. Su rostro se haría
famoso y aparecería en miles de libros y reproducciones. Todos admirarían al
fin su belleza. Complacida, Marie se abandonó a sus fantasías más íntimas.
La noche
extendió su negro manto y, falto de luz, el pintor decidió parar. La muchacha
recogió sus ropas y se vistió rápidamente mientras el viejo, contando los
billetes, pagaba generosamente a la chica. Marie, dándole un beso en la
mejilla, se marchó feliz. Era su musa.
La semana
siguiente, Marie llegó risueña, dispuesta a posar para su pintor, y se desnudó
por completo. Pero esta vez, el anciano no tomaba los carboncillos. Preparó el
tablero de ajedrez y dispuso las piezas en formación de salida. Gilles ofreció
a la muchacha jugar una partida de ajedrez y, para ser más persuasivo, le
aseguró que si Marie ganaba, haría una excepción y le mostraría los bocetos. La
joven, deseosa de contemplarse en el papel, aceptó aunque reconoció que apenas
sabía mover las piezas. El hombre soltó una carcajada y le dijo que no se
preocupara. Jugarían al ajedrez como solían hacer el pintor Marcel Duchamp y su
modelo Eve Babitz. Aquello interesó a Marie, ilusionada con la idea de ser “su
modelo”, y pidió a Gilles que le contara más detalles sobre ambos. El anciano,
avanzando el peón de dama, le contó que Marcel Duchamp fue un pintor muy famoso
que acabó dejando la pintura para centrarse en el ajedrez. Tal era su obsesión.
La magia del tablero acabó centrando todos sus anhelos y Duchamp sacrificó la
pintura en favor del ajedrez. Marie se preocupó. No podía evitar pensar qué
ocurriría si le sucedía lo mismo a Gilles. ¿Quién la pintaría? ¿Qué sería de
ella? Como si adivinara sus pensamientos, el anciano dijo que no compartía la
actitud de Duchamp y sentenció que la pintura y el ajedrez eran dos formas
compatibles de arte. Es más, consideraba que podían fundirse.
Finalizado el
discurso sobre Duchamp, la muchacha esperaba un relato sobre Eve Babitz, la
misteriosa modelo, pero Gilles no añadió nada más y se limitó a ir ejecutando
sus jugadas. Armándose de valor, la muchacha preguntó a Gilles sobre Eve, la
modelo de Duchamp. El anciano, molesto con la interrupción, aseguró que el
silencio era un bello adorno en las mujeres. Marie captó la reprimenda y guardó
silencio.
Gilles siempre
había considerado que el ajedrez creaba un vínculo muy especial entre los
jugadores. Todo individuo, por anodino que pudiera parecer, desplegaba un
ajedrez distinto al de los demás. El tablero se convertía en un improvisado
lienzo y, sobre él, las jugadas se deslizaban como suaves pinceladas en una
tela. Constituían un sello de identidad. Así, durante el intercambio de
movimientos, los jugadores plasmaban su esencia en el tablero y se fundían con
el otro. Por eso, consideraba de vital importancia aquella partida. Gilles
había estudiado a fondo la expresión corporal de la muchacha y había averiguado
muchas cosas sobre ella pero necesitaba completar su investigación. Conocía al
dedillo su cuerpo de adolescente, esbelto y delicado. También conocía sus
gestos, la mirada tímida y esquiva, casi sumisa, el coqueto balanceo de sus
caderas, su discreta sonrisa, pero necesitaba algo más. El ajedrez plasmaría la
personalidad de la chica y por fin tendría un acceso completo a ella. Sólo así
podría pintarla con absoluta exactitud.
Marie jugó lo
mejor que supo. No quería defraudar a su pintor. Avanzó sus piezas con
optimismo juvenil pero la experiencia de su viejo y canoso rival pronto decantó
la partida. La muchacha permanecía tan absorbida por el juego que ni se había
tomado la molestia de volver a vestirse. Permanecía ante el anciano, reclinada
a la manera goyesca, sobre un costado. Viendo que la joven demoraba su
respuesta, Gilles optó por analizar el juego de la muchacha. Sus jugadas
desprendían vitalidad y energía. No había duda de que, más que ganar, lo que la
chica pretendía era impresionarle. Eso resultaba interesante. No le importaba
ganar o perder. Sólo quería quedar bien, ser una digna rival. Incluso ahora, al
borde de la derrota, retozaba confiada ante el tablero, confiada en la victoria
del pintor. Tenía tan asumida su derrota que, cuando Gilles anunció el mate, la
chica se limitó a sonreír y a alabar la sabiduría del anciano. En ese instante,
supo Gilles que era suya. Sin saberlo, Marie le había confiado sus secretos más
íntimos.
Satisfecho, el
pintor llenó su paleta de colores, cargó con su carpeta de bocetos y,
esgrimiendo un fino pincel, indicó a la muchacha que lo siguiera. Había llegado
el momento de pintarla en su obra maestra. Marie, ilusionada por completo,
siguió al anciano hasta la habitación que contenía aquel gran lienzo. ¡Por fin
alcanzaría renombre! ¡Sería su musa!
Ya en la
habitación, el anciano apartó la sábana y dejó al descubierto el inmenso
cuadro. Mandó a Marie situarse detrás del lienzo pero a la vista del pintor. La
muchacha eligió la pose que creyó más conveniente y permaneció inmóvil bajo la
atenta mirada de Gilles. Había llegado el momento que tanto había estado
esperando. Era su musa. El pintor abrió su carpeta y examinó detenidamente los
esbozos. Embadurnó su pincel y comenzó a pintar con gran rapidez. La muchacha
sintió entonces un fuerte hormigueo en todo el cuerpo. ¿Se le habían dormido
las piernas? Sería el frío. Mas, cuando quiso darse cuenta, contempló con
horror que ya no tenía piernas. Convertidas en una masa blanquecina y amorfa,
ahora formaban una endurecida base cilíndrica. Aterrada, quiso gritar pero no
pudo. Tampoco tenía boca. Una corteza blanca y fría estaba invadiendo sus
miembros, recubriéndolos, transformándolos. Lo último que pudo contemplar,
antes de perder la visión, fue un suelo escaqueado y, a su lado, cientos y
miles de piezas que se acumulaban en total desorden y variedad. Agotadas sus
fuerzas, Marie palideció y, vencida por el esfuerzo, se apagó.
El anciano
examinó con satisfacción su obra. Ese pequeño peón blanco, fino y delicado,
encajaba perfectamente con el resto de la composición. Apilado junto a tantas
piezas, lograba mantener su propia personalidad. Despedía candor y confianza.
Gilles se sonrió. El mundo era un tablero maravilloso en el que todos nosotros
vagábamos como piezas.
Gilles regresó
de nuevo al estudio y miró fijamente su reloj de pulsera. Parecía tener prisa.
Puso el pincel en remojo y guardó la paleta. Observó por última vez los
bocetos, que mostraban peones en distintos ángulos y posiciones, y los tiró a
la basura. También se deshizo de las cosas de la chica aunque decidió guardar
sus braguitas en un cajón. Cuando hubo recogido todo aquello, llamaron a la
puerta.
Con paso
tembloroso pero decidido, Gilles atravesó el largo pasillo con olor a naftalina
y, ceremoniosamente, abrió la puerta. Ante él, en el rellano, había un muchacho
africano de unos veinte años. El joven se quitó su sombrero y, tras saludar
educadamente, le preguntó por el anuncio.
Publicado por www.cesantmarti.com el 6 de diciembre de 2005.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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