domingo, 28 de octubre de 2012

¿Nos vamos?


¿Nos vamos? Baila la linda morena,
me muestra sus largas piernas de seda
mientras agita su parda melena,
sonríe y me dice dónde se hospeda.

¿Nos vamos? Baila la linda morena,
exhibe sus largas piernas de seda
mientras agita su parda melena.
Con cualquiera por dinero se queda.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 28 de octubre de 2012.
Ilustración de José Maynat (http://maynart.jimdo.com/).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 21 de octubre de 2012

Brot efímer


Abatut, recolzo les mans al cap,                    
incapaç de mantenir-me despert,                         
i els ulls se m’acluquen amb gest inert,              
per obra de Morfeu, que tot ho sap.                    

Somiant, nu sense cap esgarrap,                           
passejo per un viarany incert                                  
d’exòtiques baies a cel obert                                  
amb les que puc, feliç, omplir el pap.                 

Però, després, ombrívols pensaments               
marceixen aquest arcàdic paisatge                      
i bufa un tuf del tot aterridor:                                
 

I si resulta que aquests pútrids vents                 
no són cap somni ni nocturn miratge                  
sinó que jo, brot efímer, sóc mort?


Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 21 d'octubre de 2012.
Il·lustració: El sueño de la razón produce monstruos de Goya (1799). 
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

jueves, 18 de octubre de 2012

Canaletas



Los viandantes no salían de su asombro. ¿Qué pretendía aquel tipo? Encaramado a lo más alto de la fuente, el hombre estaba dando la nota. Por lo visto, se había propuesto desafiar a la gravedad con sus torpes ejercicios de equilibrismo. Llevaba horas allí arriba, saltando como un grotesco mono, mientras gritaba a pleno pulmón una especie de cántico incomprensible. Parecía un chamán en trance. ¿Estaría invocando a la lluvia? ¿Acaso celebraba algo? El día tocaba ya a su fin, pero seguía escuchándose su ronca melodía por toda la calle.

El enloquecido saltarín debía estar completamente ebrio pues despedía un repugnante hedor a alcohol barato que echaba para atrás. La botella que asomaba por uno de los bolsillos de su cochambrosa gabardina y el color amoratado de sus mejillas parecían confirmar la hipótesis. Estaba borracho. El locuaz individuo seguía profiriendo su indescifrable jerga malsonante mientras se abrazaba, amorosamente, a uno de los fanales que coronaban la fuente con el consiguiente riesgo de caer y partirse la crisma. El tipo parecía eufórico pero nadie entendía el motivo de su desmedida alegría.

La fuente sobre la que se agitaba ese misterioso gritón no era un surtidor normal y corriente. Era una auténtica obra de arte. Parecida a una bonita farola y forjada en metal oscuro, era considerada por muchos un símbolo emblemático de Barcelona, la Ciudad Condal. De hecho, era uno de los principales atractivos de la concurrida rambla que bajaba hasta los antiguos astilleros y el puerto barcelonés. No era extraño pues, que los turistas se acercaran a la fuente para hacerse la fotografía de rigor. Las leyendas urbanas aseguraban que, quien bebiera de sus aguas, volvería algún día a la ciudad.

Por eso, la presencia de aquel improvisado aprendiz de alpinista en lo alto de la fuente resultaba chocante, por no decir ofensivo o, cuanto menos, enigmático. El gamberrismo y los actos vandálicos hacía ya tiempo que se habían adueñado de la ciudad pero pisotear a gritos de ese modo el sacrosanto surtidor constituía una bárbara apología del caos.

Con su escandalosa conducta, el osado individuo atraía la atención de todos los presentes. Rodeándole, un enjambre de turistas japoneses observaba la escena con total expectación. Quizá le habían tomado por un mimo de esos que hacen el ridículo por un par de monedas. Sin duda, no comprendían el auténtico significado de todo aquello. El caso es que, armados con su arsenal de cámaras y flashes, acribillaron al estrambótico funambulista con toda clase de instantáneas y prosiguieron luego su frenético periplo en busca de nuevas fotografías para su álbum. Como recompensa, el individuo les obsequió con alguna posturita irreverente. Sin duda carecía de vergüenza, pero el espectáculo también tenía sus admiradores. En un rincón, un calvito oriental con gafas de sol parecía especialmente satisfecho mientras tomaba fotos con su voluminoso zoom.

Las horas se sucedían sin descanso pero el tipo seguía allí arriba, armando follón con sus muecas, sus gestos y sus solemnes tonterías. Entretanto, la tenue luz del sol empezaba a retroceder ante la espesa negrura de la noche. Como cada jornada, la rambla comenzaba su periódica transformación. Los quiosqueros parlanchines, las modositas universitarias o los entrañables matrimonios que salen a pasear con sus hijos pequeños iban desapareciendo paulatinamente del paisaje urbano. Todos buscaban refugio en sus apacibles hogares. Llegado el momento, las farolas comenzaron a iluminarse una tras otra. Se instauraba, pues, el reinado de la noche con sus pintorescos personajes. Progresivamente, la rambla se plagaba de bohemios indomables, sórdidos malhechores y, en general, disolutos caminantes de reputación dudosa.

La rambla constituía un variado crisol de humanidad. Como un habitante más, la fuente permanecía ajena a todo el ir y venir de la gente. De hecho, el manantial que se escondía bajo aquel oscuro y pisoteado surtidor arrastraba una larga y poco conocida historia. Situado en lo que antaño habían sido las murallas medievales de la ciudad, desde antiguo se había abastecido con el agua fresca que bajaba desde las montañas colindantes. Desde entonces, se conocía la zona como “Canaletas”, pues el agua llegaba a través de unos largos canalones y tuberías. El escenario fue sufriendo diversas modificaciones a lo largo de los siglos, pero la fuente logró sobrevivir a todas ellas. Fue en el siglo XIX cuando, finalmente, adoptó su actual diseño, con cuatro grandes surtidores y otro más pequeño para perros. En lo alto, cuatro fanales iluminaban el lugar. Los mismos cuatro que, a gritos, mancillaba aquel insensato con sus torpes acrobacias y su desgañitada entonación.

Sobre la fuente, permanecía el extraño y vociferante sujeto. Saltando y gritando. El surtidor temblaba exageradamente. Se diría que, en cualquier momento, la emblemática fuente podía sufrir algún grave desperfecto. Tantos siglos de historia, para acabar sucumbiendo a los brutales ataques de un enajenado mental.

El asunto ya se estaba prolongando demasiado y amenazaba con durar toda la noche. Algunos vecinos, alertados por los chillones bramidos del borracho, comenzaron a asomarse a los balcones para dar satisfacción a su morbosa curiosidad. Otros simplemente querían dormir y, con gran enfado, evaluaban la posibilidad de arrojar al hombre un cubo con agua helada o cualquier tipo de objeto contundente para acallar su molesto graznido. Entre los más hostiles, destacaba la inquietante presencia de una agresiva ancianita con rulos que amenazaba con lanzar, desde su balcón, una maceta tras otra.

Desgraciadamente, el jolgorio y el cachondeo nocturnos eran un problema recurrente en el barrio. La fuente de Canaletas era lugar habitual de peregrinación para los habitantes de la ciudad cuando se producía algún importante éxito deportivo, normalmente futbolístico. En esos casos, el griterío era insoportable. La tradición venía de lejos, allá por los años treinta, cuando un periódico local llamado La Rambla tomó por costumbre colgar, frente al surtidor, un cartelito con los resultados de los partidos. Los curiosos adoptaron el hábito de acercarse al enclave para enterarse de las últimas novedades y, cuando las noticias eran excelentes, la zona se convertía en un efusivo hervidero de celebraciones deportivas. Con el tiempo, el periódico cerró y ya no hubo más cartelitos con resultados, pero las proximidades de la fuente quedaron fijadas en la tradición popular como punto habitual de festejo. Así, cuando el equipo local ganaba algún título importante, la muchedumbre solía acudir al emplazamiento con toda clase de banderas, bufandas y ruidosas trompetas para celebrarlo a lo grande, hasta bien entrada la madrugada.

Pero daba la casualidad de que aquella semana todos los equipos de la ciudad habían perdido estrepitosamente. Es más, ni tan siquiera habían jugado ese día. No había motivo alguno de satisfacción. Nada que celebrar. Como de costumbre, todas las noticias de la jornada habían sido de lo más desalentador: un aumento considerable en el número de desempleados, la creciente amenaza de pandemia por gripe aviaria o las últimas declaraciones del presidente Zapatero eran el nuevo tema de conversación. Por tanto, no tenía sentido la presencia de aquel desequilibrado en lo alto de la fuente. ¿Qué pretendía?

Algunos transeúntes empezaron a arremolinarse en torno a los surtidores y comenzaron a increpar al individuo con la creencia de que estaba maltratando el mobiliario urbano. Entre ellos había ya algún vecino que, totalmente desvelado, había bajado a la calle y quería cobrarse venganza con el atrevido responsable de su insomnio. El tipo, ajeno a todo, ignoraba las amenazas y seguía con su fiesta particular.

La mayoría de mirones se mantenía a una distancia prudencial. Consideraban que se trataba, simplemente, de un borracho más y que era mejor mantenerse al margen o, en todo caso, llamar a la policía antes de que alguien resultara lastimado. De este modo, los curiosos se iban acumulando cada vez más, atraídos por tan insólita escena.

Las prostitutas nigerianas, embutidas en diminutas minifaldas e impúdicos escotes, observaban el espectáculo con atención y aprovechaban la aglomeración para exhibir sus encantos a todos los presentes en espera de conseguir algún cliente y poder pagar al macarra de turno. El resultado era un variado y obsceno repertorio de muslos, pechos y oscuras entrepiernas.

Con más disimulo que las africanas, un carterista mal afeitado aprovechaba la distracción general para ganarse el pan entre el agolpado gentío. Con sus hábiles dedos de pianista, recopilaba, sigilosamente, toda clase de enseres entre sus confiadas víctimas que, boquiabiertas, centraban su atención en el estrafalario personaje sobre el surtidor. Tal era el ambiente nocturno que se estaba creando en torno a la fuente y a su particular ocupante.

Para rematar la escena, alguien llamó a la policía. Posiblemente aquella ancianita con rulos. Las ensordecedoras sirenas de los coches patrulla se aproximaban más y más pero el tipo seguía igual de feliz, al margen de todo y concentrado en su universo particular. Con la mirada perdida hacia el infinito, sus ojos brillaban por la emoción, bañados en lágrimas, como si recordara alguna gesta, algún detalle, como si se hubieran realizado por fin sus esperanzas, como si su alma hubiera hallado, en ese instante, la paz definitiva.

Los agentes de policía llegaron a toda prisa, con una escalera para trepar hasta el agitador y reducirle. Extasiado ante la multitud, el individuo sacó entonces, de sus bolsillos, una bandera. Blanca, verde y roja. Tras desplegarla reverencialmente, el hombre hizo una solemne pausa y empezó a enarbolarla con aires de victoria. La gente no entendía nada. Ignoraba lo sucedido. El búlgaro Vesselin Topalov acababa de proclamarse nuevo campeón mundial de ajedrez.



Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 18 de octubre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Al teu cor


Tan gran és l’amor                                       
que sento per tu,                         
que res em fa por                           
si sóc al teu cor.

Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 d'octubre de 2012.
Ilustración de Wendy Nohemi Arias Audiffred. Todos los derechos reservados.
http://ilustracionydiseno.wix.com/ilustracion
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

jueves, 11 de octubre de 2012

Considereu-me un alquimista


Vet aquí que sóc un hàbil artista              
de la secreta transmutació;                        
puc convertir el plom en or del bo.         
Considereu-me, doncs, un alquimista. 
 

Destil·leu el licor més pessimista,          
furgant en el cor una emoció.                   
Aquí opero la transformació,                     
catalitzant un vers preciosista.                 
 

Quan l’art de sublimar vulgueu brandir,
en un fosc gresol on fer la barreja       
tres elements heu d’haver abocat:       
 

El mercuri de verinós sospir,                  
el sofre groc de la pudent enveja,          
i la sal de la mediocritat.

Publicat el 11 d'octubre de 2012 a www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustració: El alquimista de David Teniers (1610-1690).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.

martes, 9 de octubre de 2012

La naturaleza de su desliz



Muchos son los peligros que acechan al hombre. La vanidad a menudo nos oculta su ponzoñosa naturaleza y, agazapada en su madriguera, hidra cambiante de múltiples fauces, espera pacientemente a que algún insensato cruce el umbral de la locura, frontera terrible y desesperante donde la belleza se engalana con adornos feos y obscenos, donde la sabiduría clama estupideces, blasfemias y mezquindades. ¡Ay del que cree ser sabio o hermoso! Pronto recibe merecido castigo. Funesto castigo.

La historia que sigue tuvo lugar hace mucho, mucho tiempo, en la Venecia dieciochesca, una ciudad antigua y hermosa, bañada por las aguas, rebosante de maravillosas obras de arte renacentista y poblada también por un sinfín de ilustres personajes con toda clase de variopintas pelucas y delicadas vestimentas de seda color pastel. Pero Venecia es también una ciudad repleta de historias anónimas, historias de amor y odio, de fortuna y desdicha.

Valenzo era un joven gallardo, descendiente directo y heredero sin tacha de una de las familias más influyentes de Venecia, los Spada. De noble apostura y rostro hermoso, había sido educado en los clásicos por los maestros más ilustres del lugar. Retórica, geometría o latín constituían buenos fundamentos para una sólida y duradera formación. Mas, en su juventud, el muchacho ignoraba todavía los misterios de la bella Cipris, diosa del amor. 

Paseaba Valenzo por el bullicioso mercado de la villa, repleto de charlatanes, mercachifles y tunantes de toda condición, cuando vio por vez primera a la muchacha más encantadora que pueda uno imaginarse. Sus finos cabellos rubios, brillantes como el oro y recogidos en dos encantadoras trenzas, realzaban un rostro angelical y hermoso, de piel blanca y pura, con unos ojos brillantes y apasionados, capaces de turbar a quien osara contemplarlos demasiado tiempo. El resto de su figura era sencillamente maravilloso, un monumento a la belleza esculpido en el mármol más puro y suave que se haya visto jamás. No muy alta, tremendamente delicada y femenina, de busto generoso y cintura estrecha, poseía una gracia y frescura deslumbrantes. El lánguido coro de sirvientas que la acompañaba enaltecía todavía más su belleza juvenil. La muchacha brincaba alegremente de aquí para allá, maravillándose por la lozanía de las flores y el exótico encanto de las sedas orientales que allí se ofrecían.

Al verla, Valenzo sintió una punzada en su pecho y comprendió que Cupido, arquero alado, había hecho mella en su joven y tierno corazón. El muchacho preguntó de inmediato a Zenone, su fiel sirviente, quién podía ser aquella bella criatura. Zenone, orondo hombre de letras y recto tutor del muchacho, se atusó los negros bigotes, suspiró hondamente y respondió a su inexperto pupilo que Patrizia era el nombre de la joven doncella pero que ésta pertenecía al prestigioso clan de los Di Fiori, adinerada familia que desde antaño rivalizaba con los Spada por el control financiero de la ciudad. El joven, obnubilado por la belleza sin par de Patrizia, permaneció ajeno a las severas advertencias de Zenone sobre la inconveniencia de su desmedido interés por ella y, dejando atrás a su prudente mentor, Valenzo se plantó bruscamente ante la dama y, con una cortés reverencia y sombrero en mano, se presentó: “Sabed vos que mi nombre es Valenzo y prendado estoy ante vuestra belleza. Sois, sin duda, la flor más bella de este concurrido jardín”. 

La virginal muchacha se ruborizó ante tanta osadía y, dando media vuelta, se dio por ofendida. Sin embargo, una fugaz mirada de la joven, acompañada de una tímida sonrisa, bastaron a Valenzo para comprender que el sentimiento era mutuo y que las certeras flechas de Cupido habían alcanzado por igual a ambos.

Feliz en su ánimo, Valenzo dejó escapar a la muchacha con la intención de reencontrarla bien pronto. De nada sirvieron las reprimendas del prudente Zenone a su fogoso e incauto pupilo pues Valenzo estaba dispuesto a perseverar en sus empeños amorosos todo cuanto fuera necesario.

Algunos días más tarde sucedió que, para celebrar la próxima mayoría de edad de la joven, los Di Fiori organizaron en su palacio un opulento baile de disfraces e invitaron a la flor y nata de todo el Véneto. Un sinfín de nobles y burgueses casaderos acudirían a la cita en tropel, sin dudarlo lo más mínimo, en espera de cazar al hermoso pajarillo. Valenzo, enterado de todo ello por los chismorreos de su fiel Zenone, se armó de valor y urdió una estratagema para contemplar, una vez más, los encantos de la bella Patrizia y declararle su amor eterno. 

El enamorado galán resolvió acudir en secreto al baile que organizaban los enemigos de su familia. Para no ser reconocido y poder entrar sin problemas, Valenzo encargó a sus esmerados sirvientes la confección de una elegante caperuza de suave terciopelo negro que ocultaría su identidad. El chico contaría además con un llamativo y dorado antifaz de plumas de faisán que protegería la intimidad de su rostro y le permitiría, tras la hazaña, un regreso feliz y gloria eterna. Por supuesto, el sabio Zenone ignoraba los arriesgados proyectos del muchacho.

Cuando Valenzo se hubo vestido con semejantes atuendos, contrató una góndola y acudió en solitario a la peligrosa cita. Los numerosos guardianes del portón de entrada, ataviados con anchas casacas y chalecos floreados pero también con mortíferos floretes y arcabuces, le tomaron por uno más de los invitados y lo dejaron entrar sin demora alguna. ¡El ardid había dado resultado! Por fin el joven Valenzo lograría acercarse a su propósito. ¡Cuán osado es el amor!

El interior del rico palacete –se rumoreaba que era obra del arquitecto padano Andrea Palladio- rebosaba bulliciosa actividad por doquier. Numerosos invitados, todos ellos ostentosamente disfrazados, deambulaban por la finca en animada charla y disfrutando de suculentas viandas y festines enormes, dignos del mismísimo Trimalción. La suave melodía de una orquesta de cámara fue guiando los apresurados pasos del joven Valenzo hasta llegar a lo que parecía ser el salón principal, una estancia enorme, grandiosamente iluminada por muchísimas velas y decorada exquisitamente por los mejores artistas y artesanos de la ciudad con toda clase de tapices de oro y plata, grandes espejos florentinos y frescos de temática mitológica entre los que destacaba un soberbio rapto de Europa. Allí, entre la muchedumbre, tenía lugar el concurrido y afamado baile de disfraces. 

Pese a la gran cantidad de invitados allí presente, Valenzo no tardó en reconocer la embriagadora presencia de Patrizia. Transformada en cisne para la ocasión, la joven damisela exhibía un encantador vestido blanco que simulaba el suave plumaje del ave y ceñía perfectamente su grácil cinturita, mostrando una silueta digna de la rubicunda Afrodita. Su serena prestancia y su turbadora sonrisa brillaban como un sol radiante en mitad del firmamento. Sobre su cabeza, una deslumbrante diadema de plata y gemas daba esplendor a su tocado, convertido ahora en el elegante pico de un hermoso cisne. 

Numerosos eran los apuestos mozos que pretendían bailar con la joven Patrizia, mas ella, bien por decoro, timidez o cruel indiferencia, rehusaba las ofertas una tras otra y se limitaba a comentar la velada con otras jóvenes damiselas. Su atención parecía dirigirse no al ceremonioso baile, sino más bien a dos invitados que se hallaban sentados el uno frente al otro en actitud pensativa. Su aparente reposo ofrecía un curioso contraste con el armonioso dinamismo de los bailarines. Por lo visto, jugaban al ajedrez en un magnífico tablero salpicado de piezas finamente trabajadas en ébano y marfil. Por sus gestos pausados y su mirada fija en el tablero, parecía que la hermosa Patrizia conocía perfectamente el juego de reyes así que Valenzo vio la oportunidad de acercarse a la joven con una buena excusa y entablar conversación. 

Con disimulo, el atrevido galán fue acercándose al tablero y pronto se halló de pie ante la muchacha, simulando seguir la partida. Cuando Patrizia se percató de su gallarda presencia, lo examinó con atención. Apuesto y distinguido, de refinadas costumbres, el individuo vestía caperuza negra y un llamativo antifaz de faisán que le cubría gran parte del rostro. Patrizia reflexionaba cautelosamente sobre quién podía ser aquel misterioso individuo. ¿Sería acaso un docto filósofo y hombre de letras? O, por el contrario, ¿sería un amanerado libertino rococó de esos que se especializan en desflorar salvajemente a incautas jovencitas de noble cuna? ¿Quizás ambas cosas? En cualquier caso, el individuo parecía absorto en sus pensamientos, concentrado en el noble juego y ajeno al baile. 

Al fin, uno de los jugadores realizó socarronamente su jugada y anunció con satisfacción jaque mate. Tras los aplausos de los allí presentes y algún comentario jocoso sobre el desenlace de la contienda, ambos jugadores se levantaron de la mesa en busca de más vino. El tablero quedaba por fin disponible, así que Valenzo no se lo pensó dos veces y retó a su amada con todo el descaro del mundo: “¿Jugáis una partida conmigo, bella damisela?” La muchacha reconoció inmediatamente la voz del apuesto galán que días atrás se había presentado ante ella en el mercado de la villa. La hermosa Patrizia pensó que era una buena ocasión para conocer mejor el talante de tan atrevido muchacho y aceptó gustosamente el desafío.

Valenzo y Patrizia se sentaron con el tablero de por medio y pronto iniciaron su particular batalla. El ajedrez era allí lo de menos. La muchacha estrenó la contienda con las piezas de marfil y empezó su partida con redoblado entusiasmo. Quería derrotar al osado galán y demostrarle que su rostro femenil, además de hermosura, albergaba serena inteligencia. Entretanto, Valenzo manejaba con prudencia las huestes de ébano, evitando los embates blancos, y dispuesto a alargar el desenlace del juego todo cuanto fuera necesario para estar más tiempo en compañía de su amada. La partida fue larga, con opciones para ambos bandos, pero finalmente acabó en tablas, sin vencedor alguno. 

El apuesto galán elogió la sagacidad de la muchacha ante el tablero y la retó de nuevo, deseoso de demostrar su valía. Patrizia aceptó y, recolocando las piezas, jugaron un segundo juego, mas ninguno de los dos se alzó con la victoria. Varias partidas más sirvieron para demostrar a los presentes que ninguno podía doblegar al otro o, más bien, que ninguno quería doblegar al otro. Tal era el deseo de permanecer juntos hasta el fin de los tiempos. Valenzo, tomando aire, dio un paso más y formuló una arriesgada petición: “Bella damisela, ya que ninguno ha logrado la victoria tras numerosos lances, ¿no os parece que debemos sellar el armisticio con un baile? ¿Danzará el cisne junto al faisán?” y la hermosa Patrizia respondió al instante: “Por supuesto, ya que tan gentilmente lo habéis inquirido”. Y bailaron. 

Mientras ambos danzaban la intrincada coreografía de un sofisticado minuet con su elaborada secuencia de pasos y respetando siempre el estricto orden de las parejas, los jóvenes empezaron a coquetear discretamente entre paso y paso. Llegados al descanso, Valenzo no pudo resistirlo más y confesó a Patricia su amor sincero –“Os amo” dijo él- así como también confesó su trágica pertenencia al clan de los Spada. La muchacha quedó aturdida por unos momentos, al borde del desmayo, mas finalmente escuchó a su corazón y rápidamente correspondió los sentimientos del gallardo galán pero, comprendiendo que sus familias jamás aceptarían semejante unión, decidieron cartearse en secreto y se prometieron amor eterno. Para evitar ser descubiertos, Valenzo escribiría con el pseudónimo de “Faisán dorado” y la hermosa Patricia respondería con el de “Blanco cisne”. La excusa para tanto intercambio de mensajes sería disputar una nueva e interminable partida de ajedrez, pero esta vez por correspondencia. Tras cada escueta jugada se albergaría, escrita en tinta invisible, una extensa carta de amor.

La música cesó y la fiesta también. Valenzo, tras despedirse cortésmente de la joven, abandonó el palacete y regresó feliz a su morada con la firme convicción de escribir una bella epístola de amor. Patrizia se entristeció por la pérdida momentánea de su amado pero esperó con cándida ilusión la llegada de la primera carta.

Anotando de forma bien visible el primer movimiento, Valenzo destiló luego una tinta especial a base de cítricos, según una antigua y secreta mixtura, y escondió con ella un emocionado texto en el papel. Solamente el calor que produce la llama de una vela podía hacer visible lo invisible y ennegrecer el zumo de limón para desvelar los sonetos de amor escondidos en el papel. Patrizia, avisada por Valenzo durante el pasado baile, repetiría el ardid para responder en secreto sus confidencias amorosas.

Y así empezó un fiel intercambio de jugadas, ocultas epístolas de amor, que los criados de uno y otro se encargaban de entregar tras arriesgadas peripecias y sin conocer el contenido real de las mismas. En estas cartas, ambos se declaraban amor eterno y trazaban planes para escaparse algún día en secreto y hacer realidad sus sueños. ¡Oh Fortuna caprichosa! ¿Qué destino les tienes reservado?

Pero un día, el fiel y docto Zenone, antiguo maestro de Valenzo en el noble juego del ajedrez, observó detenidamente la partida –pues Valenzo tenía desplegadas las jugadas de la partida en su damasquinado tablero de bronce- y se sorprendió al comprobar que su pupilo, pudiendo ganar el juego, había anotado un débil movimiento que alargaba innecesariamente la contienda. Deseoso de ayudar a su alumno, el sabio Zenone quemó la nota original y la sustituyó por una jugada escueta y certera que propinaba un brutal mate al oponente. Una inesperada fragancia de limón inundó la estancia.

Cuando un criado llevó el mensaje a la hermosa Patrizia y ésta comprobó con horror que no contenía mensaje secreto alguno y que la partida terminaba bruscamente en mate, comprendió falsamente que todo había terminado, que Valenzo la había abandonado, y no pudiendo soportarlo, abrió la ventana de sus aposentos, contempló amargamente la puesta de sol y se arrojó al patio desde la torre más alta de palacio. ¡Oh Destino cruel! Bañada en un mar de sangre, tardó varios minutos en morir.

Entretanto, el ufano Zenone relataba con orgullo a su joven discípulo que había sustituido la jugada de Valenzo por otra más eficiente que daba la victoria en el acto. Solamente entonces, al contemplar el semblante desencajado del muchacho, comprendió el docto Zenone la naturaleza de su desliz.

¡Oh Desdicha insondable! ¡Cuán profundo puede ser el abismo de tu lacerante desesperación! Lo que parecía alegre y hermoso, trágico y aborrecible se ha tornado. El amor fracasa y la sabiduría cede a la estupidez más obtusa. ¿Qué es la vida del hombre sino una incierta travesía por los agitados mares del Destino?


Publicado el 9 de octubre en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

domingo, 7 de octubre de 2012

Relegando sirenas y quimeras


Mueren las olas del mar bajo su piel morena,
acunando con mimo su silueta desnuda,
recién bañada con sal sobre la blanca arena.
Temo decir la verdad, mi boca queda muda,
admirando, cobarde, tan hermosa sirena.

Navegando por el mar en busca del olvido,
una nueva quimera somete mis sentidos,
retozando risueña con semblante atrevido.
Inerme falla mi voz, carente de sonidos,
al fin hablo con ella, mas no me presta oído.

Abatido por el mar echo el ancla dorada,
relegando por siempre sirenas y quimeras.
Izo las blancas velas con rápida brazada,
acudo al laberinto de mil cretenses fieras
donde mora entre tauros mi por fin dulce amada.
No tiembla mi débil voz, si soy yo a quien tu esperas,
Atenas nos aguarda sin escalas colmada.

Publicado el 7 de octubre de 2012 en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración: La sirena de John William Waterhouse, circa 1900.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El sátiro



El sátiro aguardaba oculto tras unos arbustos a que las ninfas regresaran en busca de más flores. Su cuerpo, mitad cabra y mitad humano, ardía en deseos de apoderarse de alguna de las muchachas y satisfacer violentamente sus instintos carnales.
Cuando las chicas regresaron con sus cabezas coronadas de guirnaldas, el viejo sileno saltó con fiereza sobre ellas pero fue reducido eficazmente por un fornido policía que patrullaba por allí. Por lo visto, sus cuernos o quizá el rabo habían asomado entre la espesa vegetación y eso alertó al agente.
El sátiro, todavía itifálico, fue introducido con celeridad en el furgón policial bajo el abucheo general de la multitud que se había ido congregando.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 3 de octubre 2012.
Publicado en www.quimicamenteimpuro.blogspot.com el 26 de febrero de 2013.
Ilustración: Vaso griego del s.V a.C. que representa un sátiro persiguiendo a una bacante.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.