La resplandeciente luna
presidía ya los cielos de París cuando Karl Drechsler tomó el Orient Express en la populosa Gare de L´Est.
Las locomotoras despedían una gran cantidad de humo y, con sus ensordecedores
bufidos, creaban una atmósfera recargada, urbana, industrial. Entre vapores,
Karl llegó al andén con prisas y sudoroso, aferrado a su pesada maleta. Pasó un
pañuelo por su frente, miró de reojo a su alrededor y, habiéndose cerciorado de
que nadie le seguía, entró en su compartimento.
Karl pasó el pestillo y cerró las cortinas. Agarró su maleta y la abrió. En
su interior, además de ropa, había una pequeña pistola, munición y un sobre
lacrado. Con un agudo pitido, el tren se puso en marcha, iniciando su
inconfundible traqueteo. Entretanto, Karl se sentó, sacó su bolsa de tabaco y
encendió calmosamente su pipa. Echó un par de pipadas y abrió tranquilamente el
sobre. El Servicio de Inteligencia Británico le instaba a realizar, nuevamente,
una misión de alto riesgo.
El tren partía de París y llegaría a Constantinopla días más tarde,
pasando por ciudades como Viena, Budapest, Belgrado, Nis y Sofía. En Viena,
subiría un pasajero al que debía eliminar. Su nombre era Friedrich von Albrecht
y trabajaba para los servicios secretos alemanes como científico. Al parecer,
von Albrecht había efectuado una serie de experimentos, con gases venenosos,
que los alemanes estaban financiando de cara al conflicto bélico que se
avecinaba. Karl debía eliminarle y frustrar, de este modo, el desarrollo de los
experimentos.
El único dato que poseía Karl sobre ese individuo era que siempre
viajaba acompañado de su inseparable juego de ajedrez. El científico era un
experto ajedrecista y solía seguir, con su tablero, las partidas que publicaba,
todos los días, la prensa alemana. Por aquel entonces, Emanuel Lasker
maravillaba al mundo entero con sus brillantes partidas y von Albrecht, como
tantos otros aficionados, no era ajeno a sus proezas.
Karl fue al baño y, ante el espejo, contempló su amplio rostro,
cubierto por una barba poblada y amarillenta que le confería la dignidad propia
de un burgués centroeuropeo. Sonrió para sus adentros, satisfecho con su nueva
imagen, y empezó a tramar una estratagema para eliminar a von Albrecht. Si el
Servicio Secreto Británico confiaba tanto en Karl, era por su dilatada
experiencia como espía. Hijo de padres alemanes, Karl estudió en las mejores
escuelas de Londres y pronto se alistó en la escuela de oficiales. Sus
conocimientos de alemán interesaron rápidamente a sus superiores y, de la noche
a la mañana, se convirtió en espía británico. Cinco misiones exitosas avalaban
a Karl, que contaba con que ésta fuera la sexta. El espía salió del baño y se
tumbó en su camastro para meditar su próxima jugada. Tenía que ganarse la
confianza de von Albrecht para asestarle, en el momento oportuno, el golpe
definitivo.
Horas más tarde, cuando el tren se detuvo en la estación de Viena, Karl
se asomó por la ventanilla y escrutó a los nuevos viajeros que se apiñaban ante
los escalones de entrada. Entre ellos, divisó a una pareja que llamó
inmediatamente su atención. Un individuo rechoncho y calvo, con un tablero de
ajedrez bajo el brazo, iba acompañado por una mujer ya madurita pero de buen
ver. Ése era von Albrecht, sin duda. El científico iba vestido con un abrigo
largo de color oscuro que contrastaba con la blancura de su calva. Parecía un
hombre corriente, incluso vulgar. Nadie hubiera dicho que se trataba de un
genio. Pero lo que más sorprendía a Karl era la presencia de aquella misteriosa
mujer. Nadie le había mencionado que llegarían dos paquetes en lugar de uno. La
mujer, de cabellos negros, rondaba ya los cuarenta pero todavía poseía muchos
encantos y, por su elegancia, no acababa de encajar con el burdo perfil de von
Albrecht. ¿Quién sería aquella mujer?
Karl esperó, como ave de rapiña, a que ambos subieran al tren y,
discretamente, siguió sus movimientos hasta descubrir su alojamiento exacto.
Von Albrecht, creyendo no ser visto, dio una palmadita en el trasero a su bella
acompañante y ambos entraron alegremente en su compartimento. La mujer había
resultado ser una simple amiguita y, en vista de que el científico estaría algo
ocupado, Karl optó por esperar a la hora de la cena.
Siguiendo el horario previsto, Karl fue al coche restaurante y halló, tal
como había planeado, a von Albrecht y a su misteriosa acompañante. Fingiendo un
encuentro casual, Karl se presentó como Vincent Baudelaire, marchante parisino
de obras de arte, y pidió el periódico a von Albrecht para consultar la columna
de ajedrez. El científico mordió el anzuelo al instante y ambos empezaron una
apasionada charla sobre el juego de las sesenta y cuatro casillas, que parecía
aburrir a la mujer, llamada Margaretha. El científico, con vehemencia teutona,
afirmaba que el talento de Lasker era inigualable y Karl, para llevar la
contraria, se divertía afirmando que prefería el juego romántico y arriesgado
de Traxler. Margaretha, frunciendo el ceño, empezó a bostezar, aturdida por la
retahíla de nombres bizarros que se mencionaban allí, y se marchó a dormir.
Karl, examinando el vaivén de su trasero al alejarse, sonrió levemente mientras
recordaba una solemne frase de Schopenhauer: “las mujeres son seres de cabellos
largos e ideas cortas”.
Karl quiso aprovechar la ocasión que se le brindaba y sugirió cerrar la
disputa ajedrecística con una partida entre ambos. Von Albrecht aceptó,
excitado por la idea, y fue a buscar su juego de ajedrez. Entretanto, Karl fue
a su compartimento para prepararlo como improvisado local de juego, como
escenario del crimen. Con pasmosa tranquilidad, sacó la pistola de su maleta e
introdujo la munición, bala a bala. El espía sabía que se acercaba el momento
de la verdad y ensayó varias veces cómo rematar al científico. Satisfecho al
fin, Karl guardó la pistola en su bolsillo y esperó a von Albrecht.
Tras una tensa espera, llamaron a la puerta y Karl abrió rápidamente,
dispuesto a acabar la misión. Pero, para su sorpresa, quien estaba ante él era
la hermosa Margaretha. La mujer, ataviada con una ropa muy sugerente de finos
encajes, selló los labios de Karl con un beso y entró de puntillas en el
compartimento. Karl quedó momentáneamente noqueado por la efusividad de la
mujer pero pronto recuperó el control de sí mismo y preguntó a Margaretha dónde
estaba von Albrecht. Margaretha le contó que el científico alemán padecía
abundantes jaquecas y que, con el acaloramiento anterior, se había indispuesto.
Karl se irritó con el imprevisto ya que era muy meticuloso en sus planes y no
soportaba improvisar, pero llegó a la conclusión de que, de todos modos, tenía
que deshacerse de la mujer si no quería luego ser relacionado con la muerte del
científico. Tenía que eliminar toda evidencia que le incriminara, incluida
Margaretha. Así pues, por una vez, Karl improvisó.
La mujer dijo, guiñándole un ojo, que aún tenían algo de tiempo antes de
que von Albrecht notara su ausencia. Karl captó de inmediato la indirecta y
decidió divertirse un rato con Margaretha, la amiguita del profesor, antes de
proseguir con la misión. El espía la estrechó fuertemente entre sus brazos y,
seductor, la tumbó en su litera. Margaretha, desvistiéndose con fingido pudor,
mostró a Karl toda su feminidad. El hombre, completamente excitado, saltó
ferozmente sobre ella, tumbando por el suelo varias de sus pertenencias. Karl
hizo caso omiso del estropicio y continuó besando a la mujer. “Dios salve a la
reina”, pensó Karl para sus adentros mientras hundía su rostro barbudo en los
generosos pechos de Margaretha, que reía como una loca.
Dispuesto a rematar la faena, Karl se puso nuevamente en pie y empezó a
bajarse los pantalones. Margaretha, contemplando la escena, le esperaba con una
sonrisa en los labios. En ese preciso instante, el tren atravesó un túnel y
todo quedó a oscuras. Karl recobró entonces la cordura y pensó que tenía que
aprovechar ese momento y acabar con Margaretha, la fulana. Buscó frenéticamente
en sus bolsillos y halló la pistola. Anteponiendo un cojín para amortiguar el
ruido, Karl apuntó y disparó tres veces sobre la litera. La mujer no tuvo
tiempo ni de gritar. Palpando, Karl quiso comprobar que Margaretha yacía muerta
pero no la encontró en la litera. Contrariado, se dio media vuelta y, de
pronto, notó varias puñaladas en su vientre y en su pecho. Herido de muerte,
Karl dejó caer la pistola en el suelo y se desmoronó, manchando una alfombra
carísima con su sangre.
Friedrich von Albrecht estaba muy preocupado en su compartimento.
Margaretha, la agente H-21, más conocida como Mata Hari, le había prohibido
acudir a su anhelada partida de ajedrez y había ido ella misma en su lugar.
Conociéndola bien, Friedrich sospechaba que la mujer le había soltado una
excusa para seducir a aquel simpático caballero del restaurante. Era muy
eficiente pero algo promiscua, la verdad. Podía dar fe de ello. En cuanto veía
unos pantalones, Margaretha perdía el mundo de vista y ponía en marcha sus
dotes de seducción. Era una obsesión casi enfermiza, que tarde o temprano le
acarrearía problemas.
Al rato, Margaretha regresó al compartimento de
Friedrich. El científico, rascándose el cogote, le preguntó por lo sucedido y
Margaretha le contestó que no se preocupara, le dio un besito en la calva y lo
acostó en la litera.
Publicado en www.cesantmart.com el 20 de diciembre de 2004.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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