El marqués
esbozó una malévola sonrisa mientras movía su alfil. Confinado en el interior
de su celda, el aristócrata hacía ya varios años que se veía obligado a jugar
contra sí mismo o con alguno de sus toscos carceleros. Sus apasionadas y
memorables partidas en el Café de la Régence eran ya vagos recuerdos pero
todavía acudían, de tanto en tanto, a su mente. Recordaba todavía el semblante
enjuto y severo de Monsieur Robespierre, con un estilo tan agresivo y
sanguinario como lo fue su legado político, el Terror. Recordaba su semblante
de ira contenida cuando el marqués le derrotaba una y otra vez, amparado en
elegantes combinaciones y mordaces comentarios. ¡Qué tiempos aquéllos! No es de
extrañar que luego, cuando Monsieur Robespierre pasó a liderar la Revolución,
no sólo permitiera, sino que instigara su encarcelamiento. De nada habían
servido su vida como honesto ciudadano y ferviente revolucionario, ni tampoco
habían servido los sentidos discursos que pronunció en los actos de homenaje
que se dedicaron a Marat tras su muerte. Robespierre aprovechó un lamentable
error burocrático para apresarlo y vengarse de su antiguo rival. El marqués
pensó entonces que quizá no debió haberse mofado de Monsieur Robespierre ni
haberle recomendado releer la obra de Philidor.
La verdad era
que el marqués ya se había habituado a la vida carcelaria. Con humor, solía
repetir que era una suerte estar entre rejas ya que, de este modo, se ahorraba
tener que jugar con Bonaparte, el nuevo mandamás. Por lo visto, Bonaparte,
además de pésimo jugador, tenía fama de ser muy mal perdedor.
Pero en el
fondo de su corazón, el marqués añoraba su antigua libertad. El obeso
sexagenario que ahora permanecía entre las rejas del hospicio de Charenton,
antaño había sido un apuesto y elegante aristócrata que emulaba las hazañas del
mismísimo Casanova. En su estado actual, rodeado de dementes, locos y
alienados, ya no podía visitar aquellos entrañables burdeles parisinos donde un
noble podía satisfacer sus pequeños caprichos, barrocas excentricidades que
respondían a una desbordada imaginación y a una constante búsqueda del placer.
En cambio, ahora tenía que contentarse con solitarias distracciones y las
breves apariciones en su celda, de Madeleine, la lavandera.
Madeleine era
una jovencita de unos quince años, con el rostro más sugerente y delicado que
pueda imaginarse. Sus ojos brillaban con una curiosidad propia de su inocencia
juvenil, y sus labios, frescos y rojizos, sonreían cortésmente a todas horas.
Sus cabellos largos y lisos, de color castaño oscuro, caían sobre sus hombros
de una manera deliciosa, y la muchacha, pese a su origen humilde, poseía una
apostura noble y un halo seductor que embriagaba por completo al marqués y
excitaba su imaginación de libertino. La muchacha solía ir ataviada con un
vestido sencillo y funcional, de tonalidades marrones, que ceñía su estrecha
cintura y perfilaba una figura esbelta y delicada.
El ritual era
siempre el mismo. La puerta de su celda se abría y la muchacha, armada siempre
con un voluminoso cesto, entraba rápidamente y sustituía la ropa sucia por la
recién lavada, bajo la atenta mirada del marqués, que no perdía detalle. La
muchacha solía aprovechar sus visitas para lanzar una mirada furtiva al
interior de la celda ya que su contenido, un sinfín de libros polvorientos y
alguna que otra obra de arte, indicaban que allí se alojaba un recluso poco
habitual. Una de las cosas que más observaba era el tablero de ajedrez, repleto
de piezas en aparente desorden. Tras ese rápido ceremonial, Madeleine se
marchaba mientras el carcelero, un patán provenzal, cerraba de nuevo la celda
con llave.
En una de sus
habituales sesiones de onanismo desatado, el marqués empezó a tramar la forma
de prolongar las visitas de la muchacha. Cuando Madeleine entraba con su cesto,
el marqués le dirigía algún comentario galante y la chica se sonrojaba mientras
recogía la ropa sucia y dejaba la limpia. ¡Qué exquisita! El marqués la hubiera
sodomizado allí mismo de no ser por la estricta vigilancia del carcelero.
Un día, el
marqués realizó su jugada maestra y escondió entre la ropa sucia, un libro de
ajedrez. Era un simple manualillo que enseñaba a mover las piezas. El marqués
había pensado que el ajedrez podía ser un excelente anzuelo para su presa y,
como un paciente pescador, tenía todo el tiempo del mundo para esperar. Lo peor
que podía ocurrir era que perdiera un librito que ya no le hacía falta. Como de
costumbre, la muchacha entró, cogió la ropa sucia y dejó la nueva. Sin
advertirlo, se llevó con ella el libro de ajedrez.
Al día
siguiente, la muchacha entró de nuevo y, tras cambiar la ropa, sacó el libro de
uno de los bolsillos de su vestido para devolvérselo a su despistado
propietario. El marqués, con fingida generosidad, se lo regaló y le dijo que
cuando ella quisiera, si le daban permiso, podían jugar alguna partida ya que
según palabras textuales “estaba cansado de jugar con los carceleros”. La
muchacha dudó pero, seducida por el brillo de las piezas, aceptó aunque antes
debería aprender los rudimentos del juego con ayuda del librito.
En los días
siguientes, mientras Madeleine iba aprendiendo los movimientos de las piezas,
el marqués se encargó de ablandar, mediante sobornos, la vigilancia de sus
guardianes de manera que ambos pudieran jugar a ajedrez en la celda sin
intromisión alguna. Su principal argumento era que el ajedrez es un arte que
requiere tranquilidad. No parecía pues, que algo serio tuviera que ocurrir.
Finalmente, un
día apareció la encantadora Madeleine para jugar al ajedrez. El marqués se
alegró en lo más hondo de su ser. Escondió sus novelas pornográficas, de
lectura “a una mano” como él solía decir, y dispuso rápidamente su tablero de
ajedrez para iniciar una partida. Ofreció a la muchacha la mejor silla de la
celda y ambos se sentaron a jugar.
El marqués
había leído varias veces el tratado de Philidor y aplicaba a rajatabla el lema
de “los peones son el alma del ajedrez”. Combinado esto con un materialismo
feroz, extraído de las disquisiciones de La Mettrie y Holbach, el marqués era
un consumado jugador posicional. Mientras sus rivales se esmeraban en bellas
pero inocuas combinaciones, el marqués se comía toda pieza que pudiera. El
final solía ser siempre el mismo: un final ganador.
Con un gesto
de cortesía, el marqués cedió las blancas a su nueva compañera de juegos. La
muchacha vaciló por unos momentos, escrutada por la aviesa mirada del marqués,
e inició el juego con el peón de rey. La partida tomó pronto unos senderos
inhabituales ya que la muchacha estaba empezando a jugar, y algunos de sus
movimientos eran fruto de su inexperiencia. A medida que la partida avanzaba
ambos se concentraban más y más en la posición, aunque el marqués de vez en
cuando se tomaba un descanso y miraba detenidamente el generoso escote de
Madeleine, que insinuaba unos pechos firmes y deliciosos.
De pronto se
oyó un gran revuelo en los corredores del hospicio. Por lo visto, un recluso
había dejado fuera de combate a su carcelero, con un orinal, y andaba corriendo
desnudo por los pasillos, armando gran escándalo. Los carceleros iniciaron una
frenética persecución del prófugo y fue así como, sin proponérselo, el marqués
y Madeleine se quedaron solos en la celda, por supuesto, cerrada con llave.
La muchacha
lanzó una mirada de intranquilidad a la puerta y siguió meditando su jugada. El
marqués sabía que ésta era su oportunidad y tenía que aprovecharla. Como quien
deja caer un comentario casual, el marqués le aseguró que podían darle algo más
de emoción al juego. Madeleine se sorprendió y preguntó al marqués qué quería
decir con aquello. El marqués, desempolvando su oratoria ciceroniana de
escolar, le comentó que cuando Napoleón Bonaparte jugaba al ajedrez con la
bellísima Madame de Remusat, ambos se apostaban cosas. Y al decir esto, el
marqués señaló alguno de los objetos que la muchacha solía admirar en sus
visitas diarias a la celda: libros varios, un espejo laureado de Venecia, un
busto de Venus... La muchacha pareció iluminarse ante la propuesta pero, recordando
su pobreza, reconoció que no tenía nada que apostar. El marqués dijo con
solemnidad:
-Ya se nos
ocurrirá algo - y avanzó un peón.
El prófugo fue
finalmente apresado en el tejado de la institución, después de dos horas de
intentos frustrados. Los carceleros tuvieron que darle el tratamiento de
majestad, ya que el individuo creía que era el difunto Luís XV, para
convencerle de que bajara con ellos. Una vez en el suelo, lo apalearon durante
un buen rato y lo arrastraron hasta su celda. Era el correctivo habitual.
Al regresar a
sus puestos, los guardianes cayeron en la cuenta de que habían dejado a
Madeleine en la celda de Louis de Sade, el marqués. Temerosos de que el noble
hubiera cometido alguna barbaridad, llegaron apresuradamente hasta la celda y
la abrieron. El marqués yacía echado en su camastro, como solía hacer cuando
estaba fatigado, mientras la muchacha recogía sus cosas con semblante lloroso y
se marchaba a toda prisa. En el centro, estaba el tablero de ajedrez mostrando
una posición de mate al rey blanco. Los carceleros miraron interrogativamente a
Sade, que dijo en tono solemne:
- Madeleine,
mañana la revancha.
Publicado en www.cesantmarti.com el 27 de julio de 2002.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Mmmmmmm, Ajedrez E Historia en un relato, Interesante combinación :)
ResponderEliminarCuando escribí el relato, hace diez años, no sabía si el marqués jugaba al ajedrez o no, pero pensaba que alguien de su posición seguramente sabía jugar. Luego descubrí que un pasaje de una de sus obras hacía un símil ajedrecístico que solamente puede hacerse si se conoce el reglamento. Muchos de los datos son ciertas, otros son recreaciones que aprovechan los muchos vacíos que deja la historia.
ResponderEliminar