Eduardo aguantó la respiración y empujó una vez más. Su rostro,
desencajado por el esfuerzo, adquirió una tonalidad rosácea, casi lilosa. Se
aferró con decisión al toallero que había a su izquierda y apretó con todas sus
fuerzas. Una catarata de sudor perlaba su ancha frente. Las gotas resbalaban
por sus mofletudas mejillas y acto seguido caían en el suelo.
De pronto, algo cambió en su interior. Un leve cosquilleo interno,
seguido de una traca de explosiones intestinales, desatascó el entuerto y
alivió por completo sus sentidos. Un inconfundible olor a metano inundó la
estancia y se propagó rápidamente por el retrete.
Todo había pasado. Eduardo se sentía ligero como una pluma. Estaba a
punto para retomar la contienda. Limpió con esmero su trasero y se subió los
pantalones. Tiró de la cadena y, tras comprobar que la taza estaba impecable, se
lavó las manos y la cara con un bote de jabón líquido que algún alma caritativa
había dejado sobre la pica. Eran actos mecánicos, inconscientes, que el hombre
había realizado toda su vida y apenas les prestaba atención. Su mente estaba en
otra parte. Eduardo permanecía concentrado en su larga y compleja partida de
ajedrez. Su rival, una joven andrógina y medio autista de pelo corto, le había
planteado un Gambito de Dama y ambos estaban porfiando en un farragoso final de
torres. Eduardo tenía peón de más pero la posición olía a tablas y lo peor de
todo es que su equipo necesitaba imperiosamente el punto. Las otras partidas ya
habían concluido y ofrecían un resultado absolutamente igualado. Solamente una
victoria en su tablero podía desequilibrar el encuentro y salvar a su equipo
del descenso de categoría. La chica había dado muestras de inseguridad en sus
últimos movimientos con la torre y Eduardo presentía que la muchacha podía
cometer algún error serio en cualquier momento.
El hombre descorrió el pestillo y trató de abrir la puerta pero, por
más que accionaba el tirador, la puerta no se abría. ¡Se había atascado!
Eduardo tiró con más fuerza que antes pero todo seguía igual. No se abría. Era
consciente de que la situación era ridícula y se prestaba toda clase de bromas pero
su partida seguía en marcha y no podía perder más tiempo. Miró a su alrededor y
comprobó que el lavabo no disponía de ventana alguna. Una cuadrícula de
azulejos blancos rodeaba su persona. Eduardo se exasperó y golpeó la madera con
gran estruendo, pidió auxilio a pleno pulmón pero nadie respondía. Pegó su
oreja al barniz de la puerta y no lograba escuchar nada, ni conversaciones, ni
pasos. Eduardo sabía que el servicio quedaba un poco alejado de la sala de
juego y, desde allí, quizá no se oían sus gritos así que repitió la operación
varias veces con la esperanza de obtener más éxito. Sus compañeros no tardarían
en buscarle y darían con él. Solamente tenía que ir armando escándalo y tarde o
temprano le sacarían de allí.
Examinó su reloj de pulsera y comprobó con pesar que las manecillas estaban
girando demasiado deprisa para su gusto. Eduardo comenzó a temer por su
partida. Si se retrasaba mucho más, perdería por tiempo y su equipo bajaría de
categoría. Golpeó duramente la entrada e incluso propinó diversas patadas a la
puerta pero la madera no cedía. Los goznes mantenían heroicamente su posición y
el único que parecía salirse de quicio era el propio Eduardo con su creciente
enfado. Dispuesto a cortar por lo sano, el hombre tomó carrerilla y embistió lo
más fuerte que pudo pero lo único que logró fue lastimarse el hombro y caer al
suelo. Su ropa se manchó de orines ajenos.
Eduardo se levantó totalmente fuera de sí y comenzó a chillar como un
loco. El ímpetu de sus gritos fue aumentando a medida que su tiempo se agotaba
pero, finalmente y para desesperación suya, llegó a la conclusión de que debía
de haber perdido por tiempo. ¡Qué desfachatez! Arrojó el bote de jabón contra
el espejo y el cristal se partió en una multitud de afilados pedazos. Eduardo
estaba furioso. Pensaba impugnar el resultado de la partida y quejarse a la
federación por el mal estado de las instalaciones del club rival. Consideraba
que el suceso era imperdonable y merecía un castigo ejemplar.
Pero, ¿y sus compañeros? No habían dado señales de vida. Lo lógico era
que ya hubieran acudido a rescatarle. ¿Qué debía estar ocurriendo en el
exterior? Eduardo se secó el sudor en un pañuelo y decidió esperar. Si hubiera
llevado el móvil, habría podido telefonear a alguien y pedir ayuda. Ya estaría
fuera, pero Eduardo era enemigo de la tecnología y, cuando se avecinaba alguna
partida de competición, solía dejar el teléfono en casa. Por tanto, seguía
atrapado y sin comunicación con el exterior.
Recordó que todavía llevaba una chocolatina encima y la extrajo bruscamente
de su bolsillo. Arrancó el envoltorio y la devoró compulsivamente. En cierta
ocasión había escuchado que Kasparov tomaba barritas energéticas durante sus
partidas para mantenerse en plena forma. Eduardo llevaba años emulando al
campeón ruso en detalles como ése pero, por alguna extraña razón, su rendimiento
ajedrecístico no acababa de ser el mismo.
Las horas fueron sucediéndose y Eduardo seguía atrapado en aquel retrete.
De vez en cuando, aporreaba la puerta o pedía auxilio pero nadie respondía a
sus gritos. La energía de la chocolatina estaba más que agotada y empezó a sentir
hambre. Lo que hubiera dado por comerse un plato bien cargado de fabada
asturiana con su choricito picante y una morcillita grasienta. Acompañaría el
festín un buen vino tinto que tuviera cuerpo y solera. Y de postre, tomaría flan
de la casa con nata montada y azúcar.
Un gruñido estomacal despertó a Eduardo de su ensoñación gastronómica y
le recordó que seguía encerrado en aquel odioso lavabo. Tenía sed. Abrió el
grifo y comenzó a sorber un agua fresquita que le supo a gloria. Pero para
desgracia suya, no pudo satisfacer completamente su ansia de líquidos. A los
pocos segundos de haber abierto el grifo, el chorro de agua comenzó a menguar y
acabó por extinguirse completamente. Eduardo maldijo su suerte y lamió las
últimas gotas antes de que desaparecieran para siempre a través del desagüe.
Decidió echar una cabezadita mientras le sacaban de allí. No debía de faltar
mucho. Se sentó en la taza del váter y reclinó su espalda en la cisterna. Para
coger el sueño, trató de concentrarse en el final de torres que seguramente
había perdido por tiempo y estuvo evaluando de memoria algunas posibles
estrategias hasta que quedó rendido y se durmió.
Cuando despertó, Eduardo comprobó que todo seguía igual. Miró su reloj
y vio que habían transcurrido seis horas más. El grifo seguía sin dar agua y su
cuerpo reclamaba alimentos a toda costa. Rescató del suelo el envoltorio de la
chocolatina y lo chupó desesperadamente. El sabor a cacao excitó sus sentidos y
aún le entró más hambre. Pataleó la puerta durante un rato y volvió a sentarse.
En algún momento su reloj dejó de funcionar. Seguramente se había
estropeado al golpear con rabia contra la madera. Una verdadera lástima. Trató
de darle cuerda, de ponerlo en hora pero las manecillas seguían quietas,
incapaces de girar por sí mismas. Se diría que habían muerto y padecían rigor mortis. Ya no controlaba el paso
del tiempo, suponiendo que pasara, y la espera resultaba agotadora.
Se hallaba completamente desorientado, desvelado, trasnochado. Ignoraba
si era de día o de noche. ¿Cuántos días debía de llevar allí dentro? Quizás
había estallado la Tercera Guerra Mundial y él no lo sabía. Permanecía ajeno a
lo exterior, atrapado en un pequeño universo de cuatro paredes más una puerta
infranqueable. El ajedrez había pasado a un segundo plano y lo importante ahora
era escapar, comer, sobrevivir. Tras esa barrera, estaba la libertad, su
destino.
Descubrió que no estaba solo. Un ser, diminuto y negro, pretendía
cruzar el suelo del lavabo ante la atenta mirada del recluso. Una cucaracha,
brillante y menuda, había entrado en su mundo. El mini-ser movía sus antenitas
filiformes y permanecía alerta mientras atravesaba lo que para él era una vasta
planicie de baldosas. Eduardo sintió un impulso animal, un arrebato insaciable.
Se abalanzó con ferocidad sobre la cucaracha y, tras pisarla un poco, la devoró
con frenesí. Todavía agitaba sus patitas cuando la dentadura del hombre estrujó
la débil coraza del ortóptero. Un crujido casi imperceptible, seguido de un
sabor intenso y amargo, recorrieron las papilas gustativas del humano. Era un
mundo pequeño y claustrofóbico pero Eduardo seguía estando en lo más alto de la
cadena alimenticia. Cuando tomó conciencia de la nueva situación, el hombre
sintió arcadas y vomitó un charco de bilis amarilla que le irritó la garganta.
Abrió el grifo pero no caía ni una gota de agua. Desesperado, arrancó la tapa
de la cisterna y halló una última reserva de agua potable. Enjuagó su boca y
escupió repetidas veces hasta que estuvo seguro de que ningún fragmento del bicho
quedaba entre sus dientes.
La segunda cucaracha ya tuvo mejor sabor. Al fin y al cabo no distaba
tanto del marisco. Era como una gamba plana y negra de secano. La rendija que
se abría entre la puerta y el suelo apenas medía unos milímetros de grosor pero
permitía el acceso a esos diminutos insectos y, cada cierto tiempo, alguno se
aventuraba en el retrete sin saber que Eduardo los acechaba con hambre lobuna.
Sus apariciones eran imprevisibles como un huracán, así que empezó a ponerles
nombres como los meteorólogos hacen con las tormentas tropicales, siguiendo un
orden alfabético. El primer insecto fue Aliojin y el segundo Blackburne. Luego
siguieron Capablanca, Dvoretsky, Euwe, Flohr y Gunsberg. El próximo sería el
Doctor Hübner.
Desafortunadamente, el ecosistema que Eduardo había creado estaba
condenado al fracaso. Las cucarachas constituían una dieta demasiado escasa
para un depredador de ciento veinte kilos. Además, las reservas de agua
descendían a un ritmo alarmante. El líquido de la cisterna terminó por agotarse
y lo mismo ocurrió con el agua sucia de la taza y de la escobilla. Las
secreciones corporales de Eduardo comenzaron a suplir, en la medida de lo
posible, la falta de agua y alimentos. Orina, excrementos y pelo constituyeron
un nuevo y suculento manjar.
Cuando años más tarde abrieron el retrete, lo único que hallaron fue un
esqueleto sentado en la taza. El caso produjo un gran estupor en la opinión
pública y fue portada de varios periódicos. Contaban que la madera de la puerta
había sido rascada en su lado interior con alguno de los muchos cristales que
había esparcidos por el suelo del lavabo. Un perito confirmó que el hombre se
había ayudado de las uñas para tratar de escapar. Se rumoreó incluso que el
barniz apareció impregnado de sangre seca y que la madera de la puerta
presentaba abundantes dentelladas. Lo que nadie remarcó en sus crónicas fue el
diminuto montón de cáscaras negras. Nadie lloró por el Doctor Hübner.
Publicado en www.cesantmartí.com el 12 de octubre de 2006.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Decir que el protagonista de la película "Papillon" era también un gran adepto al consumo de estos cosmopolitas escarabajos que, por cierto, no son ortrópteros sino coleópteros. En cuanto a la nomenclatura de las depresiones tropicales, antiguamente sólo se utilizaban nombres de mujer. No tardó en aparecer el aullido feminista y desde entonces se alternan los apelativos femeninos con los masculinos. Claro que, en ajedrez hay tan pocas ilustres féminas...
ResponderEliminarYo tengo entendido que los coleópteros son los escarabajos, por tener las alas curvadas, y que las cucarachas son ortópteros, por tener las alas aplanadas.
ResponderEliminarLos huracanes con nombre de mujer tiene su punto porque entre pitos y flautas siempre acaban teniendo la culpa de todas las desgracias, empezando por la comilona Eva y Pandora, la curiosa. Un placer leer tus intervenciones!