lunes, 10 de septiembre de 2012

Retrete infernal



Eduardo aguantó la respiración y empujó una vez más. Su rostro, desencajado por el esfuerzo, adquirió una tonalidad rosácea, casi lilosa. Se aferró con decisión al toallero que había a su izquierda y apretó con todas sus fuerzas. Una catarata de sudor perlaba su ancha frente. Las gotas resbalaban por sus mofletudas mejillas y acto seguido caían en el suelo.

De pronto, algo cambió en su interior. Un leve cosquilleo interno, seguido de una traca de explosiones intestinales, desatascó el entuerto y alivió por completo sus sentidos. Un inconfundible olor a metano inundó la estancia y se propagó rápidamente por el retrete.

Todo había pasado. Eduardo se sentía ligero como una pluma. Estaba a punto para retomar la contienda. Limpió con esmero su trasero y se subió los pantalones. Tiró de la cadena y, tras comprobar que la taza estaba impecable, se lavó las manos y la cara con un bote de jabón líquido que algún alma caritativa había dejado sobre la pica. Eran actos mecánicos, inconscientes, que el hombre había realizado toda su vida y apenas les prestaba atención. Su mente estaba en otra parte. Eduardo permanecía concentrado en su larga y compleja partida de ajedrez. Su rival, una joven andrógina y medio autista de pelo corto, le había planteado un Gambito de Dama y ambos estaban porfiando en un farragoso final de torres. Eduardo tenía peón de más pero la posición olía a tablas y lo peor de todo es que su equipo necesitaba imperiosamente el punto. Las otras partidas ya habían concluido y ofrecían un resultado absolutamente igualado. Solamente una victoria en su tablero podía desequilibrar el encuentro y salvar a su equipo del descenso de categoría. La chica había dado muestras de inseguridad en sus últimos movimientos con la torre y Eduardo presentía que la muchacha podía cometer algún error serio en cualquier momento.

El hombre descorrió el pestillo y trató de abrir la puerta pero, por más que accionaba el tirador, la puerta no se abría. ¡Se había atascado! Eduardo tiró con más fuerza que antes pero todo seguía igual. No se abría. Era consciente de que la situación era ridícula y se prestaba toda clase de bromas pero su partida seguía en marcha y no podía perder más tiempo. Miró a su alrededor y comprobó que el lavabo no disponía de ventana alguna. Una cuadrícula de azulejos blancos rodeaba su persona. Eduardo se exasperó y golpeó la madera con gran estruendo, pidió auxilio a pleno pulmón pero nadie respondía. Pegó su oreja al barniz de la puerta y no lograba escuchar nada, ni conversaciones, ni pasos. Eduardo sabía que el servicio quedaba un poco alejado de la sala de juego y, desde allí, quizá no se oían sus gritos así que repitió la operación varias veces con la esperanza de obtener más éxito. Sus compañeros no tardarían en buscarle y darían con él. Solamente tenía que ir armando escándalo y tarde o temprano le sacarían de allí.

Examinó su reloj de pulsera y comprobó con pesar que las manecillas estaban girando demasiado deprisa para su gusto. Eduardo comenzó a temer por su partida. Si se retrasaba mucho más, perdería por tiempo y su equipo bajaría de categoría. Golpeó duramente la entrada e incluso propinó diversas patadas a la puerta pero la madera no cedía. Los goznes mantenían heroicamente su posición y el único que parecía salirse de quicio era el propio Eduardo con su creciente enfado. Dispuesto a cortar por lo sano, el hombre tomó carrerilla y embistió lo más fuerte que pudo pero lo único que logró fue lastimarse el hombro y caer al suelo. Su ropa se manchó de orines ajenos.

Eduardo se levantó totalmente fuera de sí y comenzó a chillar como un loco. El ímpetu de sus gritos fue aumentando a medida que su tiempo se agotaba pero, finalmente y para desesperación suya, llegó a la conclusión de que debía de haber perdido por tiempo. ¡Qué desfachatez! Arrojó el bote de jabón contra el espejo y el cristal se partió en una multitud de afilados pedazos. Eduardo estaba furioso. Pensaba impugnar el resultado de la partida y quejarse a la federación por el mal estado de las instalaciones del club rival. Consideraba que el suceso era imperdonable y merecía un castigo ejemplar.

Pero, ¿y sus compañeros? No habían dado señales de vida. Lo lógico era que ya hubieran acudido a rescatarle. ¿Qué debía estar ocurriendo en el exterior? Eduardo se secó el sudor en un pañuelo y decidió esperar. Si hubiera llevado el móvil, habría podido telefonear a alguien y pedir ayuda. Ya estaría fuera, pero Eduardo era enemigo de la tecnología y, cuando se avecinaba alguna partida de competición, solía dejar el teléfono en casa. Por tanto, seguía atrapado y sin comunicación con el exterior.

Recordó que todavía llevaba una chocolatina encima y la extrajo bruscamente de su bolsillo. Arrancó el envoltorio y la devoró compulsivamente. En cierta ocasión había escuchado que Kasparov tomaba barritas energéticas durante sus partidas para mantenerse en plena forma. Eduardo llevaba años emulando al campeón ruso en detalles como ése pero, por alguna extraña razón, su rendimiento ajedrecístico no acababa de ser el mismo.

Las horas fueron sucediéndose y Eduardo seguía atrapado en aquel retrete. De vez en cuando, aporreaba la puerta o pedía auxilio pero nadie respondía a sus gritos. La energía de la chocolatina estaba más que agotada y empezó a sentir hambre. Lo que hubiera dado por comerse un plato bien cargado de fabada asturiana con su choricito picante y una morcillita grasienta. Acompañaría el festín un buen vino tinto que tuviera cuerpo y solera. Y de postre, tomaría flan de la casa con nata montada y azúcar.

Un gruñido estomacal despertó a Eduardo de su ensoñación gastronómica y le recordó que seguía encerrado en aquel odioso lavabo. Tenía sed. Abrió el grifo y comenzó a sorber un agua fresquita que le supo a gloria. Pero para desgracia suya, no pudo satisfacer completamente su ansia de líquidos. A los pocos segundos de haber abierto el grifo, el chorro de agua comenzó a menguar y acabó por extinguirse completamente. Eduardo maldijo su suerte y lamió las últimas gotas antes de que desaparecieran para siempre a través del desagüe.

Decidió echar una cabezadita mientras le sacaban de allí. No debía de faltar mucho. Se sentó en la taza del váter y reclinó su espalda en la cisterna. Para coger el sueño, trató de concentrarse en el final de torres que seguramente había perdido por tiempo y estuvo evaluando de memoria algunas posibles estrategias hasta que quedó rendido y se durmió.

Cuando despertó, Eduardo comprobó que todo seguía igual. Miró su reloj y vio que habían transcurrido seis horas más. El grifo seguía sin dar agua y su cuerpo reclamaba alimentos a toda costa. Rescató del suelo el envoltorio de la chocolatina y lo chupó desesperadamente. El sabor a cacao excitó sus sentidos y aún le entró más hambre. Pataleó la puerta durante un rato y volvió a sentarse.

En algún momento su reloj dejó de funcionar. Seguramente se había estropeado al golpear con rabia contra la madera. Una verdadera lástima. Trató de darle cuerda, de ponerlo en hora pero las manecillas seguían quietas, incapaces de girar por sí mismas. Se diría que habían muerto y padecían rigor mortis. Ya no controlaba el paso del tiempo, suponiendo que pasara, y la espera resultaba agotadora.

Se hallaba completamente desorientado, desvelado, trasnochado. Ignoraba si era de día o de noche. ¿Cuántos días debía de llevar allí dentro? Quizás había estallado la Tercera Guerra Mundial y él no lo sabía. Permanecía ajeno a lo exterior, atrapado en un pequeño universo de cuatro paredes más una puerta infranqueable. El ajedrez había pasado a un segundo plano y lo importante ahora era escapar, comer, sobrevivir. Tras esa barrera, estaba la libertad, su destino.

Descubrió que no estaba solo. Un ser, diminuto y negro, pretendía cruzar el suelo del lavabo ante la atenta mirada del recluso. Una cucaracha, brillante y menuda, había entrado en su mundo. El mini-ser movía sus antenitas filiformes y permanecía alerta mientras atravesaba lo que para él era una vasta planicie de baldosas. Eduardo sintió un impulso animal, un arrebato insaciable. Se abalanzó con ferocidad sobre la cucaracha y, tras pisarla un poco, la devoró con frenesí. Todavía agitaba sus patitas cuando la dentadura del hombre estrujó la débil coraza del ortóptero. Un crujido casi imperceptible, seguido de un sabor intenso y amargo, recorrieron las papilas gustativas del humano. Era un mundo pequeño y claustrofóbico pero Eduardo seguía estando en lo más alto de la cadena alimenticia. Cuando tomó conciencia de la nueva situación, el hombre sintió arcadas y vomitó un charco de bilis amarilla que le irritó la garganta. Abrió el grifo pero no caía ni una gota de agua. Desesperado, arrancó la tapa de la cisterna y halló una última reserva de agua potable. Enjuagó su boca y escupió repetidas veces hasta que estuvo seguro de que ningún fragmento del bicho quedaba entre sus dientes. 

La segunda cucaracha ya tuvo mejor sabor. Al fin y al cabo no distaba tanto del marisco. Era como una gamba plana y negra de secano. La rendija que se abría entre la puerta y el suelo apenas medía unos milímetros de grosor pero permitía el acceso a esos diminutos insectos y, cada cierto tiempo, alguno se aventuraba en el retrete sin saber que Eduardo los acechaba con hambre lobuna. Sus apariciones eran imprevisibles como un huracán, así que empezó a ponerles nombres como los meteorólogos hacen con las tormentas tropicales, siguiendo un orden alfabético. El primer insecto fue Aliojin y el segundo Blackburne. Luego siguieron Capablanca, Dvoretsky, Euwe, Flohr y Gunsberg. El próximo sería el Doctor Hübner.

Desafortunadamente, el ecosistema que Eduardo había creado estaba condenado al fracaso. Las cucarachas constituían una dieta demasiado escasa para un depredador de ciento veinte kilos. Además, las reservas de agua descendían a un ritmo alarmante. El líquido de la cisterna terminó por agotarse y lo mismo ocurrió con el agua sucia de la taza y de la escobilla. Las secreciones corporales de Eduardo comenzaron a suplir, en la medida de lo posible, la falta de agua y alimentos. Orina, excrementos y pelo constituyeron un nuevo y suculento manjar.

Cuando años más tarde abrieron el retrete, lo único que hallaron fue un esqueleto sentado en la taza. El caso produjo un gran estupor en la opinión pública y fue portada de varios periódicos. Contaban que la madera de la puerta había sido rascada en su lado interior con alguno de los muchos cristales que había esparcidos por el suelo del lavabo. Un perito confirmó que el hombre se había ayudado de las uñas para tratar de escapar. Se rumoreó incluso que el barniz apareció impregnado de sangre seca y que la madera de la puerta presentaba abundantes dentelladas. Lo que nadie remarcó en sus crónicas fue el diminuto montón de cáscaras negras. Nadie lloró por el Doctor Hübner.

Publicado en www.cesantmartí.com el 12 de octubre de 2006.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

2 comentarios:

  1. Decir que el protagonista de la película "Papillon" era también un gran adepto al consumo de estos cosmopolitas escarabajos que, por cierto, no son ortrópteros sino coleópteros. En cuanto a la nomenclatura de las depresiones tropicales, antiguamente sólo se utilizaban nombres de mujer. No tardó en aparecer el aullido feminista y desde entonces se alternan los apelativos femeninos con los masculinos. Claro que, en ajedrez hay tan pocas ilustres féminas...

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  2. Yo tengo entendido que los coleópteros son los escarabajos, por tener las alas curvadas, y que las cucarachas son ortópteros, por tener las alas aplanadas.
    Los huracanes con nombre de mujer tiene su punto porque entre pitos y flautas siempre acaban teniendo la culpa de todas las desgracias, empezando por la comilona Eva y Pandora, la curiosa. Un placer leer tus intervenciones!

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