El muchacho aborrecía
el verano. Trece años de edad y aborrecía el verano. Su familia, como tantas
otras, emprendía cada agosto una interminable odisea en coche hasta las
concurridas playas de la Costa Brava. En el interior de un modesto utilitario,
un SEAT 600 blanco, el chico debía compartir su escaso oxígeno con papá, mamá,
su hermana Carlota y un variado surtido de maletas con obesidad mórbida. Las
bicicletas viajaban arriba, perfectamente anudadas a la baca del coche. Cada
verano, por el capricho de sus padres, Claudio tenía que abandonar su ciudad,
sus amigos, el club de ajedrez y todo lo que podía despertarle un mínimo de
interés, para afrontar treinta interminables jornadas de sol ante el mar.
Llegados a su
destino, los Martínez solían alquilar un apartamento en primera línea de mar,
que no costara demasiado, y cada día se empeñaban en tostarse sobre la arena
hasta que el astro rey decidía ocultar sus luminosas posaderas tras un horizonte
repleto de hoteles.
Claudio odiaba la
arena. Se introducía en todas partes, era difícil de quitar, y hasta en una
ocasión llegó a tragarse una torre blanca para desesperación del niño. Como si
de unas arenas movedizas se tratara, la torre fue hundiéndose con implacable
lentitud y desapareció para siempre. Desde entonces, una moneda de cinco duros
con la efigie del caudillo suplantaba a la difunta pieza.
El chico trataba de
consumir los días lo mejor que podía, chupando polos y jugando consigo mismo o
releyendo algún viejo libro de ajedrez, especialmente los amarillentos artículos
de Román Torán. Había intentado conseguir compañeros de juego pero nadie le duraba
más de dos partidas. Su padre dejó de jugar con él cuando comenzó a perder
sistemáticamente todos los encuentros con su hijo. La excusa oficial era que el
ajedrez le producía dolor de cabeza. Su madre empleaba el tiempo en otras
actividades más intelectuales como las revistas del corazón, o mejor aún, las
intimidades de los otros veraneantes. Jamás tocaba una pieza, salvo para recogerla
y poner los cubiertos en la mesa. En cambio, su hermana Carlota, de cinco años
de edad, simplemente era un estorbo. Demasiado pequeña, alternaba jugadas
absurdas con movimientos ilegales de manera que jugar con ella era una
auténtica lata. Salía más a cuenta jugar solo o mirar las partidas de los grandes
ajedrecistas del pasado y tratar de aprender alguna cosa.
Claudio llevaba un
par de días analizando el Gambito Budapest y todavía no tenía claro si era
mejor conservar el peón de más o devolverlo en el momento oportuno. Su plan era
perfeccionar la variante y darle un buen repaso a su amigo Lorenzo cuando
volvieran a verse las caras en el club. Su rivalidad venía de lejos, de los
campeonatos escolares, pero era una competencia sana que les impulsaba a
mejorar su juego.
De repente, alguien
pasó corriendo a su lado y llenó el tablero de arena. Claudio refunfuñó por la
interrupción y, haciendo visera con la mano, alzó la vista para detectar al
culpable y cantarle las cuarenta. Entre un mosaico de toallas y sombrillas
multicolores pudo divisar a una rubia en bikini que corría hacia el mar. Debía de
tener su misma edad, unos trece años, y por su piel blanca y pecosa, debía de ser
inglesa o alemana, quizá sueca. La melena rubia parecía confirmar la hipótesis.
Claudio vaciló por
unos instantes. Las complejidades del Gambito Budapest le estaban esperando
pero la imagen de aquella preciosidad en bikini, saltando alegremente y
retozando sobre la arena de la playa, nubló su mente. El muchacho notó un súbito
acaloramiento, una creciente inquietud en su fuero interno, un cambio sutil en
su escala de prioridades. Tomó la moneda de cinco duros y, abandonando el
tablero, corrió tras la rubia.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de septiembre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Exceptuando como se llama el protagonista, me aventuro a especular que es un relato con cierto tinte autobiográfico o, al menos, basado en hechos reales. En todo caso: Ah, Juventud, divino tesoro...
ResponderEliminarMolt bona Joan! Potser afegiria l'expressió "senos botantes". Qui sap si per un altre texte on sigui més adient. Felicitats i endavant!
ResponderEliminarHola "Jordis"!
ResponderEliminarAl Jordi "poeta" li diré que alguna cosa de biogràfica hi ha, especialment en detalls de l'ambientació, però la història és ficció. Ara, la sensació de "i jo què faig jugant a escacs en lloc de fer X" sí que la he viscut més d'un cop.
Al Jordi "actor" li responc que "senos botantes" al més pur estil Pamela Anderson a "Los vigilantes de la playa" em semblava una mica massa generós en les formes per una noieta de només 13 anys. M'apunto l'expressió i en algun altre relat ho posaré com a particular homenatge.