Don Ramiro se aplicaba con
esmero desde hacía años. Jubilado, sin hijos y tremendamente aficionado al
ajedrez, el anciano empleaba todo su tiempo en un ambicioso proyecto: publicar
un libro que recopilara sus mejores partidas.
La magia del tablero pronto cautivó
su tierno corazón y, ya en su juventud, Don Ramiro perseguía el jaque mate. No
era un jugador especialmente talentoso pero, con paciencia y tesón, logró ir
puliendo sus defectos y convertirse en un refinado ajedrecista.
Siendo adolescente ingresó en
el club de ajedrez que estaba más cerca de su hogar y en poco tiempo llegó a
disputar partidas con el primer equipo de la entidad. La afición de aquel
muchacho por el juego era de tal magnitud que absorbía todo su tiempo. Así, el
jovenzuelo pasaba las tardes en el club, disputando partidas rápidas o
analizando intrincadas posiciones con sus colegas. Durante algunos años, llegó
incluso a dar clases de ajedrez en varias escuelas con la noble idea de crear
cantera abundante, pero la misión resultaba tan agotadora que pronto delegó la
tarea en otros compañeros de club más extrovertidos.
Tuvo alguna que otra
pretendienta, pero nada serio. Por alguna extraña razón, las mujeres parecían incompatibles
con el ajedrez. Fingían interesarse por el juego con el fin de granjearse su
confianza pero, tarde o temprano, empezaban a poner pegas y rehuían el club,
buscaban excusas para no inscribirse a los torneos e intentaban, sibilinamente,
alejarlo de su afición y convertirlo en un individuo normal y corriente. Por
ese motivo, el joven Ramiro resolvió alejarse de ellas, mantener el celibato y
consagrar su vida al ajedrez.
Los años fueron pasando y,
obviamente, no tuvo hijos. Don Ramiro se consoló con sus compañeros de club,
disputando innumerables partidas con ellos y charlando animadamente sobre
cualquier minucia que tuviera que ver con su amado pasatiempo.
A menudo, los jugadores no se
ponían de acuerdo sobre quién ganó tal o cuál torneo, de manera que Don Ramiro
llegó a una grave conclusión. Si no anotaba sus éxitos, todo aquello que
lograra tarde o temprano se perdería en el olvido. Y así fue cómo surgió en aquel
individuo una obsesión, casi egipcia, por sobrevivir a la muerte y no caer en
el anonimato. Sus partidas serían los hijos que nunca tuvo y le darían la
oportunidad de permanecer en el recuerdo de sus amigos más queridos.
Empezó a recopilar sus mejores
partidas de ajedrez con la esperanza de reunirlas en un libro divulgativo sobre
el juego. El hombre anotaba escrupulosamente todas las partidas que disputaba y
luego las analizaba con detalle. Si encontraba algún error de bulto en alguna
de sus jugadas, descartaba la partida y ésta quedaba arrinconada para siempre en
un cajón. En cambio, si consideraba que merecía la pena, realizaba un detallado
análisis de la misma y tecleaba todas las variantes con ayuda de su vieja
máquina de escribir. Para amenizar la futura lectura de sus escritos, Don
Ramiro incluía numerosas anécdotas y diagramas que mostraban la posición de las
piezas sobre un tablero en dos dimensiones. Los diagramas eran realizados con
ayuda de un curioso equipo de tampones que, con tinta, reproducían fielmente la
forma de cada pieza sobre la casilla que correspondiera.
Con los años, su selección de
partidas fue aumentando a medida que realizaba pequeñas obras de arte sobre el
tablero. Tan orgulloso estaba de su creación, que los apuntes de su libro
siempre lo acompañaban a todas partes. El anciano aprovechaba cualquier ocasión
para mostrar alguna de sus viejas partidas a los presentes y no dudaba en perfeccionar
los análisis si se daba la ocasión.
El tiempo transcurría veloz y Don
Ramiro jamás encontraba el momento de concluir su libro pues, siempre jovial y
optimista, creía que todavía podía ensanchar la obra con nuevas partidas.
Demoró el final hasta el delirio y, tomando precauciones, dispuso un sobre con
sus últimas voluntades. En ellas, el viejo daba instrucciones a su familia para
la publicación del libro tras su muerte e incluía una importante suma de dinero
con la que sufragar los gastos de edición e impresión.
Una insuficiencia
respiratoria marcó el punto y final de Don Ramiro. El hombre murió de madrugada,
solo y aferrado a su voluminoso libro. Nadie acudió al entierro y los escasos
parientes que conservaba se gastaron sus ahorros en otros menesteres. Su libro,
el compendio de toda una vida, acabó en una papelera. De ahí pasó a un
contenedor hasta que un camión de la basura trituró el volumen y lo llevó al
vertedero municipal. Sus desordenadas hojas fueron esparcidas a pleno sol en lo
alto de una montaña de desechos con la única compañía de las gaviotas
carroñeras. Aquella misma tarde llovió y la tinta de sus hojas se escurrió como
lágrimas entre el papel. Pasados unos días, una excavadora recogió lo que
quedaba de sus sueños y lo llevó a la incineradora.
Publicado el 22 de septiembre de 2012 en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
¡Eironeia! A aquellos que buscan cumplir con su anhelo de perdurar, la eternidad no los acepta.
ResponderEliminarAun así, pobre Don Ramiro... al menos murió con la humana ilusión de haber obtenido un sitial en el tiempo.
Efectivamente, ironía trágica. Alguna vez me han acusado de ensañarme en el último párrafo...
ResponderEliminar¡Curioso! De no ser por la caridad de algunos de sus allegados, las famosas Rimas de Bécquer podían haber tenido un idéntico destino.
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