martes, 9 de octubre de 2012

La naturaleza de su desliz



Muchos son los peligros que acechan al hombre. La vanidad a menudo nos oculta su ponzoñosa naturaleza y, agazapada en su madriguera, hidra cambiante de múltiples fauces, espera pacientemente a que algún insensato cruce el umbral de la locura, frontera terrible y desesperante donde la belleza se engalana con adornos feos y obscenos, donde la sabiduría clama estupideces, blasfemias y mezquindades. ¡Ay del que cree ser sabio o hermoso! Pronto recibe merecido castigo. Funesto castigo.

La historia que sigue tuvo lugar hace mucho, mucho tiempo, en la Venecia dieciochesca, una ciudad antigua y hermosa, bañada por las aguas, rebosante de maravillosas obras de arte renacentista y poblada también por un sinfín de ilustres personajes con toda clase de variopintas pelucas y delicadas vestimentas de seda color pastel. Pero Venecia es también una ciudad repleta de historias anónimas, historias de amor y odio, de fortuna y desdicha.

Valenzo era un joven gallardo, descendiente directo y heredero sin tacha de una de las familias más influyentes de Venecia, los Spada. De noble apostura y rostro hermoso, había sido educado en los clásicos por los maestros más ilustres del lugar. Retórica, geometría o latín constituían buenos fundamentos para una sólida y duradera formación. Mas, en su juventud, el muchacho ignoraba todavía los misterios de la bella Cipris, diosa del amor. 

Paseaba Valenzo por el bullicioso mercado de la villa, repleto de charlatanes, mercachifles y tunantes de toda condición, cuando vio por vez primera a la muchacha más encantadora que pueda uno imaginarse. Sus finos cabellos rubios, brillantes como el oro y recogidos en dos encantadoras trenzas, realzaban un rostro angelical y hermoso, de piel blanca y pura, con unos ojos brillantes y apasionados, capaces de turbar a quien osara contemplarlos demasiado tiempo. El resto de su figura era sencillamente maravilloso, un monumento a la belleza esculpido en el mármol más puro y suave que se haya visto jamás. No muy alta, tremendamente delicada y femenina, de busto generoso y cintura estrecha, poseía una gracia y frescura deslumbrantes. El lánguido coro de sirvientas que la acompañaba enaltecía todavía más su belleza juvenil. La muchacha brincaba alegremente de aquí para allá, maravillándose por la lozanía de las flores y el exótico encanto de las sedas orientales que allí se ofrecían.

Al verla, Valenzo sintió una punzada en su pecho y comprendió que Cupido, arquero alado, había hecho mella en su joven y tierno corazón. El muchacho preguntó de inmediato a Zenone, su fiel sirviente, quién podía ser aquella bella criatura. Zenone, orondo hombre de letras y recto tutor del muchacho, se atusó los negros bigotes, suspiró hondamente y respondió a su inexperto pupilo que Patrizia era el nombre de la joven doncella pero que ésta pertenecía al prestigioso clan de los Di Fiori, adinerada familia que desde antaño rivalizaba con los Spada por el control financiero de la ciudad. El joven, obnubilado por la belleza sin par de Patrizia, permaneció ajeno a las severas advertencias de Zenone sobre la inconveniencia de su desmedido interés por ella y, dejando atrás a su prudente mentor, Valenzo se plantó bruscamente ante la dama y, con una cortés reverencia y sombrero en mano, se presentó: “Sabed vos que mi nombre es Valenzo y prendado estoy ante vuestra belleza. Sois, sin duda, la flor más bella de este concurrido jardín”. 

La virginal muchacha se ruborizó ante tanta osadía y, dando media vuelta, se dio por ofendida. Sin embargo, una fugaz mirada de la joven, acompañada de una tímida sonrisa, bastaron a Valenzo para comprender que el sentimiento era mutuo y que las certeras flechas de Cupido habían alcanzado por igual a ambos.

Feliz en su ánimo, Valenzo dejó escapar a la muchacha con la intención de reencontrarla bien pronto. De nada sirvieron las reprimendas del prudente Zenone a su fogoso e incauto pupilo pues Valenzo estaba dispuesto a perseverar en sus empeños amorosos todo cuanto fuera necesario.

Algunos días más tarde sucedió que, para celebrar la próxima mayoría de edad de la joven, los Di Fiori organizaron en su palacio un opulento baile de disfraces e invitaron a la flor y nata de todo el Véneto. Un sinfín de nobles y burgueses casaderos acudirían a la cita en tropel, sin dudarlo lo más mínimo, en espera de cazar al hermoso pajarillo. Valenzo, enterado de todo ello por los chismorreos de su fiel Zenone, se armó de valor y urdió una estratagema para contemplar, una vez más, los encantos de la bella Patrizia y declararle su amor eterno. 

El enamorado galán resolvió acudir en secreto al baile que organizaban los enemigos de su familia. Para no ser reconocido y poder entrar sin problemas, Valenzo encargó a sus esmerados sirvientes la confección de una elegante caperuza de suave terciopelo negro que ocultaría su identidad. El chico contaría además con un llamativo y dorado antifaz de plumas de faisán que protegería la intimidad de su rostro y le permitiría, tras la hazaña, un regreso feliz y gloria eterna. Por supuesto, el sabio Zenone ignoraba los arriesgados proyectos del muchacho.

Cuando Valenzo se hubo vestido con semejantes atuendos, contrató una góndola y acudió en solitario a la peligrosa cita. Los numerosos guardianes del portón de entrada, ataviados con anchas casacas y chalecos floreados pero también con mortíferos floretes y arcabuces, le tomaron por uno más de los invitados y lo dejaron entrar sin demora alguna. ¡El ardid había dado resultado! Por fin el joven Valenzo lograría acercarse a su propósito. ¡Cuán osado es el amor!

El interior del rico palacete –se rumoreaba que era obra del arquitecto padano Andrea Palladio- rebosaba bulliciosa actividad por doquier. Numerosos invitados, todos ellos ostentosamente disfrazados, deambulaban por la finca en animada charla y disfrutando de suculentas viandas y festines enormes, dignos del mismísimo Trimalción. La suave melodía de una orquesta de cámara fue guiando los apresurados pasos del joven Valenzo hasta llegar a lo que parecía ser el salón principal, una estancia enorme, grandiosamente iluminada por muchísimas velas y decorada exquisitamente por los mejores artistas y artesanos de la ciudad con toda clase de tapices de oro y plata, grandes espejos florentinos y frescos de temática mitológica entre los que destacaba un soberbio rapto de Europa. Allí, entre la muchedumbre, tenía lugar el concurrido y afamado baile de disfraces. 

Pese a la gran cantidad de invitados allí presente, Valenzo no tardó en reconocer la embriagadora presencia de Patrizia. Transformada en cisne para la ocasión, la joven damisela exhibía un encantador vestido blanco que simulaba el suave plumaje del ave y ceñía perfectamente su grácil cinturita, mostrando una silueta digna de la rubicunda Afrodita. Su serena prestancia y su turbadora sonrisa brillaban como un sol radiante en mitad del firmamento. Sobre su cabeza, una deslumbrante diadema de plata y gemas daba esplendor a su tocado, convertido ahora en el elegante pico de un hermoso cisne. 

Numerosos eran los apuestos mozos que pretendían bailar con la joven Patrizia, mas ella, bien por decoro, timidez o cruel indiferencia, rehusaba las ofertas una tras otra y se limitaba a comentar la velada con otras jóvenes damiselas. Su atención parecía dirigirse no al ceremonioso baile, sino más bien a dos invitados que se hallaban sentados el uno frente al otro en actitud pensativa. Su aparente reposo ofrecía un curioso contraste con el armonioso dinamismo de los bailarines. Por lo visto, jugaban al ajedrez en un magnífico tablero salpicado de piezas finamente trabajadas en ébano y marfil. Por sus gestos pausados y su mirada fija en el tablero, parecía que la hermosa Patrizia conocía perfectamente el juego de reyes así que Valenzo vio la oportunidad de acercarse a la joven con una buena excusa y entablar conversación. 

Con disimulo, el atrevido galán fue acercándose al tablero y pronto se halló de pie ante la muchacha, simulando seguir la partida. Cuando Patrizia se percató de su gallarda presencia, lo examinó con atención. Apuesto y distinguido, de refinadas costumbres, el individuo vestía caperuza negra y un llamativo antifaz de faisán que le cubría gran parte del rostro. Patrizia reflexionaba cautelosamente sobre quién podía ser aquel misterioso individuo. ¿Sería acaso un docto filósofo y hombre de letras? O, por el contrario, ¿sería un amanerado libertino rococó de esos que se especializan en desflorar salvajemente a incautas jovencitas de noble cuna? ¿Quizás ambas cosas? En cualquier caso, el individuo parecía absorto en sus pensamientos, concentrado en el noble juego y ajeno al baile. 

Al fin, uno de los jugadores realizó socarronamente su jugada y anunció con satisfacción jaque mate. Tras los aplausos de los allí presentes y algún comentario jocoso sobre el desenlace de la contienda, ambos jugadores se levantaron de la mesa en busca de más vino. El tablero quedaba por fin disponible, así que Valenzo no se lo pensó dos veces y retó a su amada con todo el descaro del mundo: “¿Jugáis una partida conmigo, bella damisela?” La muchacha reconoció inmediatamente la voz del apuesto galán que días atrás se había presentado ante ella en el mercado de la villa. La hermosa Patrizia pensó que era una buena ocasión para conocer mejor el talante de tan atrevido muchacho y aceptó gustosamente el desafío.

Valenzo y Patrizia se sentaron con el tablero de por medio y pronto iniciaron su particular batalla. El ajedrez era allí lo de menos. La muchacha estrenó la contienda con las piezas de marfil y empezó su partida con redoblado entusiasmo. Quería derrotar al osado galán y demostrarle que su rostro femenil, además de hermosura, albergaba serena inteligencia. Entretanto, Valenzo manejaba con prudencia las huestes de ébano, evitando los embates blancos, y dispuesto a alargar el desenlace del juego todo cuanto fuera necesario para estar más tiempo en compañía de su amada. La partida fue larga, con opciones para ambos bandos, pero finalmente acabó en tablas, sin vencedor alguno. 

El apuesto galán elogió la sagacidad de la muchacha ante el tablero y la retó de nuevo, deseoso de demostrar su valía. Patrizia aceptó y, recolocando las piezas, jugaron un segundo juego, mas ninguno de los dos se alzó con la victoria. Varias partidas más sirvieron para demostrar a los presentes que ninguno podía doblegar al otro o, más bien, que ninguno quería doblegar al otro. Tal era el deseo de permanecer juntos hasta el fin de los tiempos. Valenzo, tomando aire, dio un paso más y formuló una arriesgada petición: “Bella damisela, ya que ninguno ha logrado la victoria tras numerosos lances, ¿no os parece que debemos sellar el armisticio con un baile? ¿Danzará el cisne junto al faisán?” y la hermosa Patrizia respondió al instante: “Por supuesto, ya que tan gentilmente lo habéis inquirido”. Y bailaron. 

Mientras ambos danzaban la intrincada coreografía de un sofisticado minuet con su elaborada secuencia de pasos y respetando siempre el estricto orden de las parejas, los jóvenes empezaron a coquetear discretamente entre paso y paso. Llegados al descanso, Valenzo no pudo resistirlo más y confesó a Patricia su amor sincero –“Os amo” dijo él- así como también confesó su trágica pertenencia al clan de los Spada. La muchacha quedó aturdida por unos momentos, al borde del desmayo, mas finalmente escuchó a su corazón y rápidamente correspondió los sentimientos del gallardo galán pero, comprendiendo que sus familias jamás aceptarían semejante unión, decidieron cartearse en secreto y se prometieron amor eterno. Para evitar ser descubiertos, Valenzo escribiría con el pseudónimo de “Faisán dorado” y la hermosa Patricia respondería con el de “Blanco cisne”. La excusa para tanto intercambio de mensajes sería disputar una nueva e interminable partida de ajedrez, pero esta vez por correspondencia. Tras cada escueta jugada se albergaría, escrita en tinta invisible, una extensa carta de amor.

La música cesó y la fiesta también. Valenzo, tras despedirse cortésmente de la joven, abandonó el palacete y regresó feliz a su morada con la firme convicción de escribir una bella epístola de amor. Patrizia se entristeció por la pérdida momentánea de su amado pero esperó con cándida ilusión la llegada de la primera carta.

Anotando de forma bien visible el primer movimiento, Valenzo destiló luego una tinta especial a base de cítricos, según una antigua y secreta mixtura, y escondió con ella un emocionado texto en el papel. Solamente el calor que produce la llama de una vela podía hacer visible lo invisible y ennegrecer el zumo de limón para desvelar los sonetos de amor escondidos en el papel. Patrizia, avisada por Valenzo durante el pasado baile, repetiría el ardid para responder en secreto sus confidencias amorosas.

Y así empezó un fiel intercambio de jugadas, ocultas epístolas de amor, que los criados de uno y otro se encargaban de entregar tras arriesgadas peripecias y sin conocer el contenido real de las mismas. En estas cartas, ambos se declaraban amor eterno y trazaban planes para escaparse algún día en secreto y hacer realidad sus sueños. ¡Oh Fortuna caprichosa! ¿Qué destino les tienes reservado?

Pero un día, el fiel y docto Zenone, antiguo maestro de Valenzo en el noble juego del ajedrez, observó detenidamente la partida –pues Valenzo tenía desplegadas las jugadas de la partida en su damasquinado tablero de bronce- y se sorprendió al comprobar que su pupilo, pudiendo ganar el juego, había anotado un débil movimiento que alargaba innecesariamente la contienda. Deseoso de ayudar a su alumno, el sabio Zenone quemó la nota original y la sustituyó por una jugada escueta y certera que propinaba un brutal mate al oponente. Una inesperada fragancia de limón inundó la estancia.

Cuando un criado llevó el mensaje a la hermosa Patrizia y ésta comprobó con horror que no contenía mensaje secreto alguno y que la partida terminaba bruscamente en mate, comprendió falsamente que todo había terminado, que Valenzo la había abandonado, y no pudiendo soportarlo, abrió la ventana de sus aposentos, contempló amargamente la puesta de sol y se arrojó al patio desde la torre más alta de palacio. ¡Oh Destino cruel! Bañada en un mar de sangre, tardó varios minutos en morir.

Entretanto, el ufano Zenone relataba con orgullo a su joven discípulo que había sustituido la jugada de Valenzo por otra más eficiente que daba la victoria en el acto. Solamente entonces, al contemplar el semblante desencajado del muchacho, comprendió el docto Zenone la naturaleza de su desliz.

¡Oh Desdicha insondable! ¡Cuán profundo puede ser el abismo de tu lacerante desesperación! Lo que parecía alegre y hermoso, trágico y aborrecible se ha tornado. El amor fracasa y la sabiduría cede a la estupidez más obtusa. ¿Qué es la vida del hombre sino una incierta travesía por los agitados mares del Destino?


Publicado el 9 de octubre en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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