Los viandantes no salían
de su asombro. ¿Qué pretendía aquel tipo? Encaramado a lo más alto de la fuente,
el hombre estaba dando la nota. Por lo visto, se había propuesto desafiar a la gravedad
con sus torpes ejercicios de equilibrismo. Llevaba horas allí arriba, saltando como
un grotesco mono, mientras gritaba a pleno pulmón una especie de cántico
incomprensible. Parecía un chamán en trance. ¿Estaría invocando a la lluvia? ¿Acaso
celebraba algo? El día tocaba ya a su fin, pero seguía escuchándose su ronca
melodía por toda la calle.
El enloquecido saltarín
debía estar completamente ebrio pues despedía un repugnante hedor a alcohol barato
que echaba para atrás. La botella que asomaba por uno de los bolsillos de su
cochambrosa gabardina y el color amoratado de sus mejillas parecían confirmar
la hipótesis. Estaba borracho. El locuaz individuo seguía profiriendo su
indescifrable jerga malsonante mientras se abrazaba, amorosamente, a uno de los
fanales que coronaban la fuente con el consiguiente riesgo de caer y partirse
la crisma. El tipo parecía eufórico pero nadie entendía el motivo de su
desmedida alegría.
La fuente sobre la
que se agitaba ese misterioso gritón no era un surtidor normal y corriente. Era
una auténtica obra de arte. Parecida a una bonita farola y forjada en metal
oscuro, era considerada por muchos un símbolo emblemático de Barcelona, la
Ciudad Condal. De hecho, era uno de los principales atractivos de la concurrida
rambla que bajaba hasta los antiguos astilleros y el puerto barcelonés. No era
extraño pues, que los turistas se acercaran a la fuente para hacerse la
fotografía de rigor. Las leyendas urbanas aseguraban que, quien bebiera de sus
aguas, volvería algún día a la ciudad.
Por eso, la
presencia de aquel improvisado aprendiz de alpinista en lo alto de la fuente resultaba
chocante, por no decir ofensivo o, cuanto menos, enigmático. El gamberrismo y los
actos vandálicos hacía ya tiempo que se habían adueñado de la ciudad pero pisotear
a gritos de ese modo el sacrosanto surtidor constituía una bárbara apología del
caos.
Con su escandalosa conducta,
el osado individuo atraía la atención de todos los presentes. Rodeándole, un enjambre
de turistas japoneses observaba la escena con total expectación. Quizá le habían
tomado por un mimo de esos que hacen el ridículo por un par de monedas. Sin duda,
no comprendían el auténtico significado de todo aquello. El caso es que, armados
con su arsenal de cámaras y flashes, acribillaron al estrambótico funambulista
con toda clase de instantáneas y prosiguieron luego su frenético periplo en
busca de nuevas fotografías para su álbum. Como recompensa, el individuo les
obsequió con alguna posturita irreverente. Sin duda carecía de vergüenza, pero
el espectáculo también tenía sus admiradores. En un rincón, un calvito oriental
con gafas de sol parecía especialmente satisfecho mientras tomaba fotos con su
voluminoso zoom.
Las horas se
sucedían sin descanso pero el tipo seguía allí arriba, armando follón con sus
muecas, sus gestos y sus solemnes tonterías. Entretanto, la tenue luz del sol empezaba
a retroceder ante la espesa negrura de la noche. Como cada jornada, la rambla comenzaba
su periódica transformación. Los quiosqueros parlanchines, las modositas universitarias
o los entrañables matrimonios que salen a pasear con sus hijos pequeños iban
desapareciendo paulatinamente del paisaje urbano. Todos buscaban refugio en sus
apacibles hogares. Llegado el momento, las farolas comenzaron a iluminarse una
tras otra. Se instauraba, pues, el reinado de la noche con sus pintorescos
personajes. Progresivamente, la rambla se plagaba de bohemios indomables,
sórdidos malhechores y, en general, disolutos caminantes de reputación dudosa.
La rambla
constituía un variado crisol de humanidad. Como un habitante más, la fuente
permanecía ajena a todo el ir y venir de la gente. De hecho, el manantial que
se escondía bajo aquel oscuro y pisoteado surtidor arrastraba una larga y poco
conocida historia. Situado en lo que antaño habían sido las murallas medievales
de la ciudad, desde antiguo se había abastecido con el agua fresca que bajaba
desde las montañas colindantes. Desde entonces, se conocía la zona como
“Canaletas”, pues el agua llegaba a través de unos largos canalones y tuberías.
El escenario fue sufriendo diversas modificaciones a lo largo de los siglos,
pero la fuente logró sobrevivir a todas ellas. Fue en el siglo XIX cuando,
finalmente, adoptó su actual diseño, con cuatro grandes surtidores y otro más
pequeño para perros. En lo alto, cuatro fanales iluminaban el lugar. Los mismos
cuatro que, a gritos, mancillaba aquel insensato con sus torpes acrobacias y su
desgañitada entonación.
Sobre la fuente,
permanecía el extraño y vociferante sujeto. Saltando y gritando. El surtidor temblaba
exageradamente. Se diría que, en cualquier momento, la emblemática fuente podía
sufrir algún grave desperfecto. Tantos siglos de historia, para acabar
sucumbiendo a los brutales ataques de un enajenado mental.
El asunto ya se
estaba prolongando demasiado y amenazaba con durar toda la noche. Algunos
vecinos, alertados por los chillones bramidos del borracho, comenzaron a
asomarse a los balcones para dar satisfacción a su morbosa curiosidad. Otros
simplemente querían dormir y, con gran enfado, evaluaban la posibilidad de
arrojar al hombre un cubo con agua helada o cualquier tipo de objeto
contundente para acallar su molesto graznido. Entre los más hostiles, destacaba
la inquietante presencia de una agresiva ancianita con rulos que amenazaba con
lanzar, desde su balcón, una maceta tras otra.
Desgraciadamente,
el jolgorio y el cachondeo nocturnos eran un problema recurrente en el barrio.
La fuente de Canaletas era lugar habitual de peregrinación para los habitantes
de la ciudad cuando se producía algún importante éxito deportivo, normalmente
futbolístico. En esos casos, el griterío era insoportable. La tradición venía
de lejos, allá por los años treinta, cuando un periódico local llamado La Rambla tomó por costumbre colgar,
frente al surtidor, un cartelito con los resultados de los partidos. Los
curiosos adoptaron el hábito de acercarse al enclave para enterarse de las
últimas novedades y, cuando las noticias eran excelentes, la zona se convertía
en un efusivo hervidero de celebraciones deportivas. Con el tiempo, el
periódico cerró y ya no hubo más cartelitos con resultados, pero las
proximidades de la fuente quedaron fijadas en la tradición popular como punto
habitual de festejo. Así, cuando el equipo local ganaba algún título
importante, la muchedumbre solía acudir al emplazamiento con toda clase de
banderas, bufandas y ruidosas trompetas para celebrarlo a lo grande, hasta bien
entrada la madrugada.
Pero daba la
casualidad de que aquella semana todos los equipos de la ciudad habían perdido
estrepitosamente. Es más, ni tan siquiera habían jugado ese día. No había
motivo alguno de satisfacción. Nada que celebrar. Como de costumbre, todas las
noticias de la jornada habían sido de lo más desalentador: un aumento
considerable en el número de desempleados, la creciente amenaza de pandemia por
gripe aviaria o las últimas declaraciones del presidente Zapatero eran el nuevo
tema de conversación. Por tanto, no tenía sentido la presencia de aquel
desequilibrado en lo alto de la fuente. ¿Qué pretendía?
Algunos transeúntes
empezaron a arremolinarse en torno a los surtidores y comenzaron a increpar al
individuo con la creencia de que estaba maltratando el mobiliario urbano. Entre
ellos había ya algún vecino que, totalmente desvelado, había bajado a la calle
y quería cobrarse venganza con el atrevido responsable de su insomnio. El tipo,
ajeno a todo, ignoraba las amenazas y seguía con su fiesta particular.
La mayoría de mirones
se mantenía a una distancia prudencial. Consideraban que se trataba,
simplemente, de un borracho más y que era mejor mantenerse al margen o, en todo
caso, llamar a la policía antes de que alguien resultara lastimado. De este
modo, los curiosos se iban acumulando cada vez más, atraídos por tan insólita
escena.
Las prostitutas
nigerianas, embutidas en diminutas minifaldas e impúdicos escotes, observaban
el espectáculo con atención y aprovechaban la aglomeración para exhibir sus
encantos a todos los presentes en espera de conseguir algún cliente y poder
pagar al macarra de turno. El resultado era un variado y obsceno repertorio de
muslos, pechos y oscuras entrepiernas.
Con más disimulo
que las africanas, un carterista mal afeitado aprovechaba la distracción
general para ganarse el pan entre el agolpado gentío. Con sus hábiles dedos de
pianista, recopilaba, sigilosamente, toda clase de enseres entre sus confiadas
víctimas que, boquiabiertas, centraban su atención en el estrafalario personaje
sobre el surtidor. Tal era el ambiente nocturno que se estaba creando en torno
a la fuente y a su particular ocupante.
Para rematar la
escena, alguien llamó a la policía. Posiblemente aquella ancianita con rulos. Las
ensordecedoras sirenas de los coches patrulla se aproximaban más y más pero el tipo
seguía igual de feliz, al margen de todo y concentrado en su universo particular.
Con la mirada perdida hacia el infinito, sus ojos brillaban por la emoción,
bañados en lágrimas, como si recordara alguna gesta, algún detalle, como si se
hubieran realizado por fin sus esperanzas, como si su alma hubiera hallado, en ese
instante, la paz definitiva.
Los agentes de policía llegaron a toda prisa, con
una escalera para trepar hasta el agitador y reducirle. Extasiado ante la
multitud, el individuo sacó entonces, de sus bolsillos, una bandera. Blanca,
verde y roja. Tras desplegarla reverencialmente, el hombre hizo una solemne
pausa y empezó a enarbolarla con aires de victoria. La gente no entendía nada.
Ignoraba lo sucedido. El búlgaro Vesselin Topalov acababa de proclamarse nuevo
campeón mundial de ajedrez.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 18 de octubre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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