jueves, 18 de octubre de 2012

Canaletas



Los viandantes no salían de su asombro. ¿Qué pretendía aquel tipo? Encaramado a lo más alto de la fuente, el hombre estaba dando la nota. Por lo visto, se había propuesto desafiar a la gravedad con sus torpes ejercicios de equilibrismo. Llevaba horas allí arriba, saltando como un grotesco mono, mientras gritaba a pleno pulmón una especie de cántico incomprensible. Parecía un chamán en trance. ¿Estaría invocando a la lluvia? ¿Acaso celebraba algo? El día tocaba ya a su fin, pero seguía escuchándose su ronca melodía por toda la calle.

El enloquecido saltarín debía estar completamente ebrio pues despedía un repugnante hedor a alcohol barato que echaba para atrás. La botella que asomaba por uno de los bolsillos de su cochambrosa gabardina y el color amoratado de sus mejillas parecían confirmar la hipótesis. Estaba borracho. El locuaz individuo seguía profiriendo su indescifrable jerga malsonante mientras se abrazaba, amorosamente, a uno de los fanales que coronaban la fuente con el consiguiente riesgo de caer y partirse la crisma. El tipo parecía eufórico pero nadie entendía el motivo de su desmedida alegría.

La fuente sobre la que se agitaba ese misterioso gritón no era un surtidor normal y corriente. Era una auténtica obra de arte. Parecida a una bonita farola y forjada en metal oscuro, era considerada por muchos un símbolo emblemático de Barcelona, la Ciudad Condal. De hecho, era uno de los principales atractivos de la concurrida rambla que bajaba hasta los antiguos astilleros y el puerto barcelonés. No era extraño pues, que los turistas se acercaran a la fuente para hacerse la fotografía de rigor. Las leyendas urbanas aseguraban que, quien bebiera de sus aguas, volvería algún día a la ciudad.

Por eso, la presencia de aquel improvisado aprendiz de alpinista en lo alto de la fuente resultaba chocante, por no decir ofensivo o, cuanto menos, enigmático. El gamberrismo y los actos vandálicos hacía ya tiempo que se habían adueñado de la ciudad pero pisotear a gritos de ese modo el sacrosanto surtidor constituía una bárbara apología del caos.

Con su escandalosa conducta, el osado individuo atraía la atención de todos los presentes. Rodeándole, un enjambre de turistas japoneses observaba la escena con total expectación. Quizá le habían tomado por un mimo de esos que hacen el ridículo por un par de monedas. Sin duda, no comprendían el auténtico significado de todo aquello. El caso es que, armados con su arsenal de cámaras y flashes, acribillaron al estrambótico funambulista con toda clase de instantáneas y prosiguieron luego su frenético periplo en busca de nuevas fotografías para su álbum. Como recompensa, el individuo les obsequió con alguna posturita irreverente. Sin duda carecía de vergüenza, pero el espectáculo también tenía sus admiradores. En un rincón, un calvito oriental con gafas de sol parecía especialmente satisfecho mientras tomaba fotos con su voluminoso zoom.

Las horas se sucedían sin descanso pero el tipo seguía allí arriba, armando follón con sus muecas, sus gestos y sus solemnes tonterías. Entretanto, la tenue luz del sol empezaba a retroceder ante la espesa negrura de la noche. Como cada jornada, la rambla comenzaba su periódica transformación. Los quiosqueros parlanchines, las modositas universitarias o los entrañables matrimonios que salen a pasear con sus hijos pequeños iban desapareciendo paulatinamente del paisaje urbano. Todos buscaban refugio en sus apacibles hogares. Llegado el momento, las farolas comenzaron a iluminarse una tras otra. Se instauraba, pues, el reinado de la noche con sus pintorescos personajes. Progresivamente, la rambla se plagaba de bohemios indomables, sórdidos malhechores y, en general, disolutos caminantes de reputación dudosa.

La rambla constituía un variado crisol de humanidad. Como un habitante más, la fuente permanecía ajena a todo el ir y venir de la gente. De hecho, el manantial que se escondía bajo aquel oscuro y pisoteado surtidor arrastraba una larga y poco conocida historia. Situado en lo que antaño habían sido las murallas medievales de la ciudad, desde antiguo se había abastecido con el agua fresca que bajaba desde las montañas colindantes. Desde entonces, se conocía la zona como “Canaletas”, pues el agua llegaba a través de unos largos canalones y tuberías. El escenario fue sufriendo diversas modificaciones a lo largo de los siglos, pero la fuente logró sobrevivir a todas ellas. Fue en el siglo XIX cuando, finalmente, adoptó su actual diseño, con cuatro grandes surtidores y otro más pequeño para perros. En lo alto, cuatro fanales iluminaban el lugar. Los mismos cuatro que, a gritos, mancillaba aquel insensato con sus torpes acrobacias y su desgañitada entonación.

Sobre la fuente, permanecía el extraño y vociferante sujeto. Saltando y gritando. El surtidor temblaba exageradamente. Se diría que, en cualquier momento, la emblemática fuente podía sufrir algún grave desperfecto. Tantos siglos de historia, para acabar sucumbiendo a los brutales ataques de un enajenado mental.

El asunto ya se estaba prolongando demasiado y amenazaba con durar toda la noche. Algunos vecinos, alertados por los chillones bramidos del borracho, comenzaron a asomarse a los balcones para dar satisfacción a su morbosa curiosidad. Otros simplemente querían dormir y, con gran enfado, evaluaban la posibilidad de arrojar al hombre un cubo con agua helada o cualquier tipo de objeto contundente para acallar su molesto graznido. Entre los más hostiles, destacaba la inquietante presencia de una agresiva ancianita con rulos que amenazaba con lanzar, desde su balcón, una maceta tras otra.

Desgraciadamente, el jolgorio y el cachondeo nocturnos eran un problema recurrente en el barrio. La fuente de Canaletas era lugar habitual de peregrinación para los habitantes de la ciudad cuando se producía algún importante éxito deportivo, normalmente futbolístico. En esos casos, el griterío era insoportable. La tradición venía de lejos, allá por los años treinta, cuando un periódico local llamado La Rambla tomó por costumbre colgar, frente al surtidor, un cartelito con los resultados de los partidos. Los curiosos adoptaron el hábito de acercarse al enclave para enterarse de las últimas novedades y, cuando las noticias eran excelentes, la zona se convertía en un efusivo hervidero de celebraciones deportivas. Con el tiempo, el periódico cerró y ya no hubo más cartelitos con resultados, pero las proximidades de la fuente quedaron fijadas en la tradición popular como punto habitual de festejo. Así, cuando el equipo local ganaba algún título importante, la muchedumbre solía acudir al emplazamiento con toda clase de banderas, bufandas y ruidosas trompetas para celebrarlo a lo grande, hasta bien entrada la madrugada.

Pero daba la casualidad de que aquella semana todos los equipos de la ciudad habían perdido estrepitosamente. Es más, ni tan siquiera habían jugado ese día. No había motivo alguno de satisfacción. Nada que celebrar. Como de costumbre, todas las noticias de la jornada habían sido de lo más desalentador: un aumento considerable en el número de desempleados, la creciente amenaza de pandemia por gripe aviaria o las últimas declaraciones del presidente Zapatero eran el nuevo tema de conversación. Por tanto, no tenía sentido la presencia de aquel desequilibrado en lo alto de la fuente. ¿Qué pretendía?

Algunos transeúntes empezaron a arremolinarse en torno a los surtidores y comenzaron a increpar al individuo con la creencia de que estaba maltratando el mobiliario urbano. Entre ellos había ya algún vecino que, totalmente desvelado, había bajado a la calle y quería cobrarse venganza con el atrevido responsable de su insomnio. El tipo, ajeno a todo, ignoraba las amenazas y seguía con su fiesta particular.

La mayoría de mirones se mantenía a una distancia prudencial. Consideraban que se trataba, simplemente, de un borracho más y que era mejor mantenerse al margen o, en todo caso, llamar a la policía antes de que alguien resultara lastimado. De este modo, los curiosos se iban acumulando cada vez más, atraídos por tan insólita escena.

Las prostitutas nigerianas, embutidas en diminutas minifaldas e impúdicos escotes, observaban el espectáculo con atención y aprovechaban la aglomeración para exhibir sus encantos a todos los presentes en espera de conseguir algún cliente y poder pagar al macarra de turno. El resultado era un variado y obsceno repertorio de muslos, pechos y oscuras entrepiernas.

Con más disimulo que las africanas, un carterista mal afeitado aprovechaba la distracción general para ganarse el pan entre el agolpado gentío. Con sus hábiles dedos de pianista, recopilaba, sigilosamente, toda clase de enseres entre sus confiadas víctimas que, boquiabiertas, centraban su atención en el estrafalario personaje sobre el surtidor. Tal era el ambiente nocturno que se estaba creando en torno a la fuente y a su particular ocupante.

Para rematar la escena, alguien llamó a la policía. Posiblemente aquella ancianita con rulos. Las ensordecedoras sirenas de los coches patrulla se aproximaban más y más pero el tipo seguía igual de feliz, al margen de todo y concentrado en su universo particular. Con la mirada perdida hacia el infinito, sus ojos brillaban por la emoción, bañados en lágrimas, como si recordara alguna gesta, algún detalle, como si se hubieran realizado por fin sus esperanzas, como si su alma hubiera hallado, en ese instante, la paz definitiva.

Los agentes de policía llegaron a toda prisa, con una escalera para trepar hasta el agitador y reducirle. Extasiado ante la multitud, el individuo sacó entonces, de sus bolsillos, una bandera. Blanca, verde y roja. Tras desplegarla reverencialmente, el hombre hizo una solemne pausa y empezó a enarbolarla con aires de victoria. La gente no entendía nada. Ignoraba lo sucedido. El búlgaro Vesselin Topalov acababa de proclamarse nuevo campeón mundial de ajedrez.



Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 18 de octubre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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