La tempestad llegó
de improvisto y cogió por sorpresa a los confiados tripulantes del navío, un
viejo galeón español que venía cargado de oro desde las Américas. Nadie esperaba
semejante tromba de agua. Ni los más veteranos.
Los vientos
huracanados soplaban sin cesar, furiosos y agresivos. Agitaban implacablemente
la espumosa superficie marina mientras zarandeaban el barco con un estruendo
aterrador. Entretanto, las rugientes olas se levantaban rítmicamente a una
altura mucho mayor que la de la embarcación y anegaban completamente la cubierta
con el agua fría del océano.
Pese a los
esfuerzos de los marineros por gobernar el rumbo de la nave, ésta flotaba a la
deriva, sin control alguno, a merced de los elementos. El capitán,
completamente empapado, alzaba su sable en todas direcciones y no paraba de dar
órdenes a sus hombres con la esperanza de mantener el barco a flote.
Desgraciadamente, uno de los mástiles comenzó a quebrarse por la titánica fuerza
del viento y acabó desplomándose pesadamente sobre la cubierta. El viejo velamen
yacía hecho jirones sobre las cabezas de los asustados tripulantes, que ya
temían lo peor. Hubieran tratado de abandonar aquel inhóspito rincón de mundo
pero, dadas las circunstancias, el timón permanecía bloqueado por las
corrientes marinas y era imposible alejarse de aquella trampa mortal. Sólo
cabía esperar.
Al fin el mar se
cobró su tributo y, tras un quejumbroso chasquido del casco, la mole de agua engulló
completamente al barco y los tablones de madera fueron desapareciendo bajo las
olas. Muchos marineros se vieron arrastrados por la corriente marina hasta el
fondo del océano mientras el resto de tripulantes, debatiéndose con las fuerzas
de la naturaleza, acabó pereciendo por el frío y el cansancio. En su postrero
viaje, los cadáveres así como sus pertrechos fueron posándose calmosamente en
el fondo marino.
A varios metros de
profundidad, el paisaje acuático era muy distinto a la tempestad que se vivía más
arriba. Los nutridos bancos de peces multicolores y los llamativos corales permanecían
ajenos al caótico movimiento que se vivía en la superficie.
Bajo las olas
alguien observaba atentamente el triste destino de los marineros. Un par de
tritones contemplaba la escena desde un recóndito escondrijo y tomaba buena
nota de dónde caían los restos más interesantes. Los prudentes tritones
mostraban una naturaleza claramente híbrida. De cintura para arriba, guardaban
un cierto parecido con los humanos aunque sus orejas acababan en punta y su
pecho albergaba branquias en lugar de pulmones. De cintura para abajo, los
tritones exhibían una robusta y escamosa cola de pez que les permitía
zambullirse y bucear con maestría bajo las aguas del océano. Como protección
adicional, ambos tritones enarbolaban un tridente perlado cada uno, a modo de
defensa, en sus manos palmípedas.
Cuando estuvieron
seguros de que todo estaba en calma, los tritones avanzaron hacia los despojos
del naufragio. No se inmutaron por la presencia de cadáveres bajo el agua, pues
estaban acostumbrados a la dura vida del mar, ni tampoco se sorprendieron por
la ingente cantidad de oro que reposaba sobre la arena del fondo marino. Varios
arcones con cientos o incluso miles de monedas doradas de ocho escudos yacían
ahora en territorio tritón. El ser acuático más robusto, con una cabellera
larga y verdosa de una textura muy semejante a las algas, tomó una de las
gruesas monedas y examinó ambas caras. En el anverso había un complejo escudo de
armas con varios emblemas que el tritón fue incapaz de descifrar. Unas letras
que sí pudo identificar decían CAROLUS II D. G. aunque no comprendía el
significado de las mismas. Giró la moneda y en su reverso pudo distinguir una
cruz rodeada por unas letras borrosas así como los números 1692. Sin darle
mayor importancia, el tritón arrojó la moneda al suelo, junto a las otras, y
fue en busca de algo más interesante. En esa zona, con un clima adverso y
caprichoso, los hundimientos de barcos eran relativamente frecuentes y la
presencia de monedas de oro y plata ya no sorprendía ni interesaba a los
habitantes del fondo marino. Allí el dinero no significaba nada, ni tenía valor
alguno.
Los tritones fueron
investigando los diversos objetos que el galeón hundido ofrecía hasta que
repararon en la ostentosa presencia de un voluminoso arcón de madera. El baúl estaba
cerrado con un candado de hierro pero el tritón más robusto golpeó diversas
veces la cerradura con su tridente y el metal cedió a la tercera embestida. Su
compañero, más estilizado y sin pelo alguno sobre su calva cabeza, abrió ansiosamente
el arcón y, en su interior, tras una cortina de burbujas, hallaron una
misteriosa cajita rectangular de madera, ancha y poco profunda, cuya superficie
tallada exhibía una extraña y omnipresente cuadrícula que alternaba espacios
claros y oscuros en una suerte de mosaico blanco y negro. Al abrirla,
encontraron un variado grupo de figurillas en oro y plata que no supieron
identificar aunque unas pocas, cuatro a lo sumo, les recordaron a un caballito
de mar, aunque sin la cola en espiral. Satisfechos con el hallazgo, los
tritones guardaron la cajita con sus figuritas y se la llevaron a Atlantis, la
milenaria capital del reino tritón.
Poco más se sabe de
lo que ocurrió en aquella ciudad submarina. Se rumorea que, amparándose en la
magia, los tritones terminaron por averiguar el funcionamiento de aquellas
misteriosas figurillas e incluso aprendieron el inquietante uso de su caja
cuadriculada. Desoyendo el consejo de los más ancianos, los tritones más
jóvenes utilizaron frívolamente las figurillas para su diversión y aquel inocente
descubrimiento pronto desembocó en una peligrosa y absorbente moda. Los
tritones se aficionaron al nuevo juego de mesa y rápidamente perdieron todo
interés en los asuntos del mar. En un breve espacio de tiempo los océanos
quedaron desatendidos y el reino se empobreció terriblemente. El pueblo pasaba
hambre y, poco a poco, los tritones se volvieron cada vez más esquivos y
huraños. En lugar de ser amigos y colaborar, competían entre sí y comenzaron a
verse los unos a los otros como simples adversarios o incluso enemigos. Los que
invertían más horas en aquel oscuro pasatiempo desarrollaron incluso un
comportamiento apático y renuente que rozaba la misantropía. No participaban de
las actividades de la comunidad y llevaban una vida sospechosamente solitaria.
Cuando aparecieron los primeros altercados violentos, las autoridades de
Atlantis se vieron obligadas a prohibir el juego y decretaron que la caja y sus
figuras fueran devueltas a los malignos humanos que las habían creado.
Los mismos dos
tritones que trajeron la desgracia a su pueblo fueron los encargados de
devolver el peligroso juego a sus abyectos hacedores, los humanos. Una fría noche
de luna llena, cuando las estrellas iluminaban el negro firmamento, los
tritones abandonaron la cajita en una playa cercana a Nápoles y regresaron a su
país sumergido.
Desgraciadamente, algún tritón demasiado aferrado
al juego incumplió la prohibición y tuvo la funesta idea de elaborar varias
copias de la caja y de las piezas que contenía. En poco tiempo y pese a los
esfuerzos de las autoridades, el reino de Atlantis volvió a sumirse en una
nueva y definitiva espiral de confusión. Los tableros de ajedrez se
multiplicaron hasta lo indecible y desde entonces nadie más ha divisado
tritones en la superficie del mar.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de mayo de 2013.
Ilustración: Una sirena (1901) de John William Waterhouse.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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