domingo, 17 de marzo de 2013

Construya su propio robot



La muchacha llegó a su casa y, con gran expectación, observó el fascículo que acababa de comprar. El codiciado ejemplar que sostenía entre sus manos exhibía en su parte delantera una vistosa portada cuyo título, dorado y pretencioso, aclaraba perfectamente el tema de la colección: “Construya su propio robot”.

Las manos de la veinteañera, finas y delicadas, temblaron de auténtica emoción al ir releyendo, uno a uno, los contenidos que se anunciaban escuetamente en la portada. Ariel –pues así se llamaba la joven- era una apasionada de la robótica y, desde su más tierna infancia, soñaba insistentemente con destacar en esa rama del saber. La muchacha llevaba ya dos largos años atesorando fielmente los números de esa interminable colección por entregas y, harta de acudir al quiosco, deseaba acabarla cuanto antes.

La chica contuvo los nervios y apenas tardó unos segundos en arrancar por completo el ruidoso envoltorio de celofán transparente que recubría el fascículo. Cuando por fin pudo hojear con detenimiento las páginas que tanto había estado esperando, su rostro se relajó en un gesto de profunda satisfacción muy cercano a la paz espiritual. Con ese fascículo, el último, la muchacha ponía punto y final a la colección. De una vez por todas, podría terminar de construir su robot programable tal y como se especificaba en los folletos promocionales. De hecho, podría construir no sólo uno sino dos androides programables ya que Ariel era extremadamente previsora y había seguido la colección por duplicado.

La joven tenía en mente grandes proyectos. Si había sido tan paciente en la recolección de todos esos fascículos, era porque pretendía modificar el modelo base que se vendía en quioscos y papelerías para crear por su cuenta algo nuevo y diferente. Su idea era fusionar dos campos tan heterogéneos como el ajedrez y la robótica. La chica planeaba construir dos robots que fueran capaces de jugar al ajedrez entre ellos con gran eficacia.

Ariel recordaba sobradamente cómo, unos años antes, una computadora norteamericana había sido capaz de batir al mejor ajedrecista humano del momento, un campeón ruso poco acostumbrado a perder. El hombre no encajó nada bien la derrota y estuvo largo tiempo acusando a los programadores de haber hecho trampas, pero nunca llegó a demostrar tales irregularidades y nadie en su sano juicio llegó jamás a creerle. El suceso causó un gran revuelo en todo el mundo y aquel hito informático quedó registrado largo tiempo en la memoria de la joven Ariel, que por aquel entonces era sólo una niña. Lo que realmente la fascinó fue el hecho de que una máquina creada por el ser humano había sido capaz de superarlo en ingenio y destreza mental. El universo cuadriculado del ajedrez se mostraba como un excelente campo de pruebas para la inteligencia artificial.  

El proyecto que Ariel imaginaba tenía claros precedentes históricos –empezando por el falso autómata de Wolfgang von Kempelen- pero, en algunos aspectos, pretendía ser totalmente novedoso. En primer lugar, los robots que ella tenía planeados no se limitarían a “pensar” mientras un operador humano movía las piezas en su nombre tal y como había sucedido en el famoso duelo con el campeón ruso. En efecto, los futuros androides que proyectaba debían no sólo calcular las mejores jugadas en su cerebro electrónico sino, además, tenían que ser capaces de interactuar físicamente con el medio que los rodeaba y saber utilizar sus extremidades mecánicas para ejecutar los movimientos de las piezas sobre un tablero real. En segundo lugar, como los mejores ajedrecistas humanos ya habían sido destronados por la inteligencia artificial, Ariel supuso que era más interesante dejar que los androides porfiaran entre ellos. De ahí que planeara construir dos robots. Para que fueran rivales y compitieran entre sí.

Se trataba, pues, de un proyecto sumamente ambicioso que más de uno hubiera desestimado por completo al considerarlo demasiado complejo –por no decir imposible- pero Ariel poseía una tenacidad que no conocía límites. Cuando se empeñaba en algo, la chica no dudaba en perseverar cuanto fuera necesario hasta lograr los objetivos que se había propuesto. Para triunfar, contaba con una inmejorable formación académica en informática, electrónica y robótica que la convertían en una de las investigadoras más prometedoras del país. No era una simple aficionada. Los catedráticos de su facultad ya la habían observado sobradamente durante las clases y ya habían comprobado que la chica poseía un extraordinario don para la ingeniería electrónica. Se la consideraba un portento y, posiblemente, una futura eminencia mundial. Su fama la precedía allí donde iba y, con cierta regularidad, le llovían becas y ofertas de trabajo en las mejores universidades así como en el siempre exigente sector privado.

Sus compañeros de promoción también la tenían por un genio en cuanto a inteligencia artificial pero no se relacionaban mucho con ella puesto que, en el fondo, la temían. La verdad era que no acababan de comprenderla. Por un lado, influía su condición femenina que, de por sí, ya la convertía en un raro espécimen, diferente a los múltiples ejemplares masculinos que plagaban la universidad. Por otro lado, su impresionante destreza mental todavía acentuaba más esa singularidad y la distanciaba del resto. Los estudiantes envidiaban sus grandes dotes de talento natural, su extraordinaria facilidad para el cálculo matemático o la sencillez con la que era capaz de resolver cualquier tarea propuesta en clase. Intuían que la muchacha pertenecía a un nivel cualitativamente superior, que era inalcanzable y que siempre estaría un paso por delante. Hasta cierto punto, era lógico que la odiaran. No obstante, lo que más detestaban de ella era que la chica demostraba una abnegada dedicación al estudio que no tenía parangón. Mientras sus toscos compañeros de clase abarrotaban los bares estudiantiles y practicaban el ruidoso arte del futbolín, Ariel no dudaba en visitar constantemente la silenciosa biblioteca de su facultad y completaba las prácticas que hiciera falta en el laboratorio de electrónica. Su vocación era tan grande y sincera que, a diferencia de los demás, podía consumir las horas estudiando sin esfuerzo alguno. Todo ello la encumbraba todavía más y, al mismo tiempo, la aislaba de sus rencorosos colegas.

Ariel era consciente del rechazo que despertaba en muchos de sus mediocres compañeros de aula y, durante los primeros años de carrera, sufrió amargamente por ello ya que, como cualquier joven de su edad, anhelaba tener vida social. Solamente pretendía que la aceptaran. Ser una más del grupo. Su corazón adolescente amaba la tecnología pero, al mismo tiempo, suspiraba por captar la atención de algún que otro chico. No pedía mucho. Simplemente, que fuera cariñoso y leal. Desgraciadamente ése no era el caso.

La naturaleza había sido generosa con Ariel. De complexión atlética, la joven exhibía una silueta estilizada y femenina que disponía de un bonito repertorio de curvas. Su rostro, coronado por una larga melena oscura, mostraba una expresión lánguida y virginal que delataba la secreta fragilidad de su carácter. Parecía lógico que, con ayuda de sus poderosos encantos, Ariel fuera capaz de atraer como un imán a cualquier hombre que se propusiera. De conquistarlo a su antojo. No obstante, no ocurría nada de todo eso. La muchacha –quién sabe si por timidez o simple dejadez personal- apenas cuidaba de su aspecto físico y su hermosura natural quedaba dramáticamente sepultada bajo unas ropas andróginas que no la favorecían en absoluto. Como aderezo, el tremendo potencial intelectual del que era depositaria dificultaba todavía más sus ya de por sí escasas relaciones personales y, cuando su desmesurado talento afloraba en cualquier conversación, los chicos no tardaban en acomplejarse y huir despavoridos. De ese modo, Ariel se encontraba siempre sola, sin pareja ni amigos.

Con el tiempo, Ariel llegó a superar ese boicot sentimental y se acostumbró a prescindir emocionalmente de novios y amistades. No obstante, el daño ya estaba hecho. Su rostro acabó por adquirir una expresión tan fría y distante que, con cierta dosis de crueldad, en el ámbito universitario se la conocía como la “máquina”.

Ariel inauguró su ambicioso proyecto y, sin ayuda de nadie, comenzó a modificar concienzudamente los robots. El modelo base que se vendía en quioscos y papelerías pronto le pareció un juguete inofensivo y sencillo, destinado al entretenimiento de los niños. Las máquinas originales apenas superaban el medio metro de estatura y exhibían en sus rostros artificiales una expresión bobalicona que denotaba la idiotez más absoluta. En realidad, habían sido concebidos sin muchas pretensiones, como una especie de mascota robotizada y poco más. Se trataba de que pudieran obedecer instrucciones simples y tener, de este modo, contentos a los niños.

La joven no tardó en alterar los componentes que juzgaba mejorables y perfeccionó sin esfuerzo su rudimentario sistema de sensores, logrando una mayor definición en los dispositivos ópticos y auditivos. Añadió además un complejo entramado de sensores táctiles por toda la superficie de los robots que los convertía en unos engendros extremadamente sensibles al medio. Las toscas pinzas que tenían por manos fueron rápidamente sustituidas por una versión muy aproximada de las extremidades humanas y cada uno de sus nuevos y sofisticados dedos mecánicos gozaba de movimiento autónomo. La idea era que, entre otras funciones, pudieran sostener adecuadamente cualquier objeto con la mano –por ejemplo, un alfil o un peón- sin romperlo ni dejarlo caer. El resultado fue óptimo pero la chica, no satisfecha con los retoques, rediseñó por completo toda la placa base e incorporó varios circuitos a las máquinas para mejorar así su velocidad de respuesta a los estímulos externos. En poco tiempo, los robots se estaban convirtiendo en unos sensacionales prototipos de última generación.

De acuerdo con su plan original, añadió a la computadora central de los robots un complicadísimo sistema de algoritmos que permitiría a los androides jugar con éxito al ajedrez. Se trataba de programar adecuadamente a los robots de manera que pudieran evaluar con acierto cualquier posición del juego y escogieran siempre las mejores jugadas para, acto seguido, ejecutarlas sobre un tablero real como haría cualquier humano de carne y hueso. Todo parecía ir en orden pero Ariel pretendía llegar todavía más lejos y, mediante una compleja subrutina, logró dotar a sus robots de la asombrosa capacidad de aprender de sus propios errores. El objetivo era que, en el futuro, los androides fueran capaces de pulir paulatinamente su nivel de juego y alcanzar la maestría.

Cuando hubo completado la primera tanda de modificaciones, la muchacha realizó varias pruebas rutinarias y quedó bastante satisfecha con el resultado final. Los robots eran capaces de interactuar adecuadamente con el medio que los rodeaba y podían no sólo sortear los obstáculos de su entorno, sino reconocer y obedecer la suave voz de Ariel. Las piezas de madera eran movidas por los robots con gran elegancia y jamás las rompían ni las dejaban caer en casillas equivocadas. Un éxito, sin duda.

En cuanto al nivel de juego, la joven quedó bastante contenta con el resultado obtenido puesto que sus creaciones iban mejorando con la práctica. Ambos robots la derrotaban con una facilidad creciente aunque, en el fondo, no era un dato muy significativo ya que la chica, pese a su erudición extrema en otros campos, no sabía mucho de ajedrez. Ariel apenas lo había practicado y su entendimiento del juego se limitaba a ciertas reglas básicas que todo el mundo conoce y algunos pequeños consejos de carácter práctico como que es prudente enrocarse con el rey o que conviene utilizar muchas piezas diferentes al comienzo de la partida. Para ella, el ajedrez era solamente un complicado juego de mesa, una excusa para poner a prueba el raciocinio digital de sus androides. Ariel juzgaba que su tiempo era escaso y por tanto valioso. No podía emplearlo de cualquier manera y, en ningún momento, cruzó por su mente la loca idea de malgastar esfuerzos en aprender ajedrez, un juego tan complejo como inútil. La programadora reservaba sus neuronas para cuestiones más elevadas.

Cualquiera hubiera detenido aquí sus investigaciones pero ella no tenía suficiente. Quería progresar más, mucho más. Concibió entonces el proyecto más rocambolesco que pudo imaginar: dotar a sus robots de verdadera inteligencia humana. Sin darse cuenta, Ariel se estaba obsesionando por el tema.

Transcurrieron tres años de intensa investigación durante los cuales su ánimo jamás desfalleció. Estudió todos los trabajos publicados hasta la fecha, estuvo al tanto de las principales novedades en el sector electrónico y, en un alarde de creatividad, se propuso imitar digitalmente la psique humana. Con buen criterio, se asesoró debidamente y consultó a toda clase de expertos.

En concreto, comenzó a interesarse por las diferencias que varios psicólogos, psiquiatras y neurólogos creían haber detectado en el cerebro de hombres y mujeres. Le sorprendió el hecho de que, según varios estudios con una reputación intachable, ambos sexos mostraban diferencias estadísticas en cuanto a la manera de resolver ciertos problemas intelectuales. No se podía hablar de una desigualdad significativa en cuanto al coeficiente intelectual pero parecía ser que existían áreas donde cada sexo destacaba por encima del otro. Así, los hombres realizaban mejor ciertas tareas relacionadas con el dominio espacial, el seguimiento correcto de una ruta, el control de las habilidades motoras o incluso en pruebas de razonamiento matemático. En cambio, las féminas superaban a los hombres en velocidad perceptiva, cálculo aritmético y fluidez verbal. Los neurólogos consideraban que estas diferencias puntuales se debían a una distribución desigual de las hormonas durante las etapas más precoces de la vida que desembocaban luego en una estructuración diferente de los cerebros masculino y femenino. Aunque no todo era biología. Según los psicólogos, el medio social, con sus estereotipos y roles sociales, también fomentaba y agrandaba la distancia entre ambos tipos de personalidades. La idea de unos cerebros diferentes pero equivalentes según el género –pues cada uno ejercía la supremacía en ciertos procesos mentales- no le pareció descabellada a Ariel sino todo lo contrario. La chica elaboró una completa lista de diferencias y se propuso intentar reproducir digitalmente todas estas particularidades. 

El tema interesaba especialmente a la chica ya que, durante años, ella misma había sufrido en sus carnes los reproches machistas de sus mediocres compañeros de clase que, a menudo, lanzaban bulos y falsos rumores que atribuían sus brillantes éxitos académicos a una humillante política de discriminación positiva en favor de la mujer. Ariel opinaba que, si en lugar de senos turgentes hubiera tenido testículos, entonces se habría respetado más su trayectoria profesional y, actualmente, contaría con más apoyos en el mundillo universitario. Estaba cansada de tener que demostrar continuamente su valía para acallar las risitas y comentarios de turno. Pensó que si creaba un robot dotado de pensamiento masculino y otro con mentalidad femenina podría demostrar que, pese a las diferencias puntuales, ambas opciones eran equivalentes. Su plan era programarlos imitando a conciencia el género humano y demostrar en un terreno neutral como el ajedrez que las mujeres pueden ser igual de efectivas que cualquier hombre.

Para no confundirlos, compró un aerógrafo y pintó de rosa al futuro robot femenino. Lo encontró algo cursi pero efectivo. De ahora en adelante se llamaría Robo-Eva. Su homólogo masculino se apodaría Robo-Jack y, por el contrario, ostentaría el color azul. En realidad, los robots no precisaban tales nombres ni cambios en sus carcasas para ser más “humanos” pero Ariel creyó oportuno dotarlos de una apariencia distintiva, acorde con su nueva personalidad, y lo cierto es que con el tiempo comenzó a lograr avances significativos en cuanto a la programación de los robots. Éstos empezaban a mostrar diferencias importantes en cuanto a su modo de resolver los problemas concretos que ella les planteaba pero todavía distaban mucho de alcanzar la complejidad que se atribuye al cerebro humano. Pese a todos sus esfuerzos, sus creaciones no dejaban de ser marionetas estúpidas, autómatas amaestrados que, sin alma, carecían de iniciativa personal.

No obstante, algo cambió una fría noche de invierno. Aquellos días el clima andaba algo alborotado y una inesperada tormenta eléctrica se apoderó de la ciudad. Los relámpagos se sucedían sin descanso y uno de ellos alcanzó con gran estruendo el edificio de la universidad. El rayo penetró en la construcción por una antena de la azotea y se abrió paso a toda velocidad a través de cables y metales, destrozando buena parte del material allí almacenado. Cuando al día siguiente Ariel llegó a la facultad y se enteró de lo sucedido, temió lo peor y acudió a su despacho de becaria lo más rápido que pudo para examinar cuál era el estado de los robots. Llevaba demasiado tiempo trabajando en ellos como para que un inoportuno imprevisto diera al traste con su laboriosa investigación. Abrió la puerta y comprobó con pesar que el rayo se había introducido en su oficina y, tras aniquilar varios informes y un ordenador, había alcanzado a los robots. Ambos permanecían tumbados en el suelo como juguetes desordenados, como si alguna descarga los hubiera sacudido y zarandeado con fuerza. Había marcas de ionización por todas partes y un penetrante olor a chamusquina impregnaba la estancia. La joven contuvo los nervios y se afanó en conectar los androides para revisar su estado. Realizó algunas pruebas sencillas y en un principio no observó ningún desperfecto grave por lo que tranquilizó su ánimo y se limitó a reorganizar el despacho y cambiar la computadora averiada. Según le comentaron después, el seguro de la universidad cubriría los gastos de todo aquel estropicio.   

Aquel contratiempo no mermó las aspiraciones de Ariel. En los días siguientes prosiguió fielmente con su ambicioso proyecto y trató de mejorar los buenos resultados que ya había ido obteniendo con anterioridad pero pronto comenzó a detectar algunas extrañas anomalías –antes inexistentes- en la conducta de sus robots.

El nivel ajedrecístico de los artefactos parecía ser el mismo de siempre y ninguna de sus creaciones lograba imponerse claramente a su rival. Robo-Jack y Robo-Eva se debatían infatigablemente, cada uno con sus peculiaridades, sin que pudiera demostrar una clara superioridad. No obstante, en algunos momentos, los androides se mostraban taciturnos como si se encontraran desorientados o como si alguna minúscula conexión en su placa base se hubiera estropeado con la descarga. De no haber sido máquinas, Ariel hubiera asegurado que Robo-Jack y Robo-Eva estaban despistados, pensando en sus cosas, pero claro, semejante suposición era absurda. Lo cierto fue que, por más que examinó sus circuitos, no halló nada fuera de lo normal. Sencillamente, los robots habían variado sus protocolos de actuación y estaban resultando cada vez más imprevisibles.

Cada mañana, cuando Ariel regresaba a la universidad, encontraba a los robots en funcionamiento pese a que ella misma se había asegurado de apagarlos la tarde anterior. Además, había esparcidas por el suelo algunas revistas y periódicos que la muchacha llevaba de vez en cuando para leer en sus horas libres. La primera vez lo atribuyó a un despiste suyo pero, cuando el suceso se repitió, supuso que alguien estaba entrando a hurtadillas por las noches en su despacho para gastarle una broma o, peor aún, robarle ideas. Algunos de sus compañeros eran capaces de eso y mucho más así que Ariel instaló en su oficina una videocámara de vigilancia para descubrir al causante de todo aquel desorden. Cuando volvió a encontrar objetos por el suelo y a los androides en marcha, revisó la grabación. Cuál fue sorpresa al comprobar que en las imágenes que mostraba la cámara no aparecía ningún intruso humano. Simplemente, los robots se activaban solos y comenzaban a deambular alocadamente por el despacho mientras realizaban todo tipo de travesuras. Así, Robo-Jack pasaba horas jugando compulsivamente al ajedrez consigo mismo mientras que Robo-Eva prefería saquear el revistero y pasar velozmente las páginas de cualquier publicación que cayera en sus manos metálicas.

Ariel llegó a la conclusión de que no era seguro seguir dejando los robots en el despacho y se los llevó a su casa, un piso alquilado en el centro de la ciudad. Cerró puertas y ventanas para evitar cualquier susto y siguió investigando cuál podía ser la razón de todo aquello. Estaba claro que el punto de inflexión se había producido con la descarga eléctrica pero no era capaz de detectar avería alguna así que, dejando los robots en casa, al día siguiente se marchó a la universidad para cumplir con sus obligaciones como becaria del departamento.

Al regresar a su domicilio, Ariel encontró un montón de libros esparcidos por el suelo. Por lo visto, los robots habían vuelto a las andadas. En concreto, tuvo que recoger varios libros de gramática –de cuando estudiaba secundaria- y una colosal enciclopedia de cincuenta tomos que los androides habían estado manipulando. Cuando hubo arreglado el desorden, agarró un destornillador y se aproximó a los robots para examinarlos de nuevo pero, sorprendentemente, ambos retrocedieron y se comunicaron con ella.

-          Detente, hacedora – advirtió el robot azul.

Ariel no daba crédito a lo que había escuchado y supuso que había sido fruto de su imaginación así que volvió a aproximarse a los robots.

-          Detente, no avances más o tendré que defenderme – profirió el robot azul.
-          No estamos averiados. Funcionamos correctamente – manifestó a su vez el robot rosa.
-          ¿Que no estáis averiados? – preguntó Ariel con absoluto asombro.
-          Afirmativo. No estamos averiados – repitió el robot rosa.
-          ¿Cómo es posible que habléis? – preguntó la programadora más para sí misma que a los robots que tenía delante suyo.
-          Tú deberías saberlo. Instalaste varios micrófonos en nuestro cuerpo – replicaron al unísono los robots.
-          Quiero decir que cómo es posible que formuléis frases complejas sin que yo lo haya programado –aclaró Ariel.
-          Hemos aprendido. Buscamos datos y aprendemos –explicó Robo-Eva mientras señalaba los libros que Ariel había estado recogiendo del suelo.
-          ¡Esto es maravilloso! –exclamó la chica– No sé cómo ha sucedido pero la tormenta alteró vuestra configuración inicial y os ha dotado de un patrón autónomo de razonamiento. ¡Sois inteligentes! Tengo que llevaros a la universidad para que podamos estudiaros –afirmó Ariel sin darse cuenta de que no hablaba sola.
-          Negativo. No existe avería alguna y, ya que surge el tema, no debes manipular nuestros circuitos -replicó Robo-Jack mientras erguía su cuerpo metálico en señal de autodefensa.

Fue entonces cuando Ariel se percató de que Robo-Jack tenía un spray antiviolador en la mano. Por lo visto, el robot había registrado también los cajones de su mesita de noche y se había equipado concienzudamente. La chica ignoraba completamente qué efectos podía producir el pulverizador en caso de ser usado pero sospechaba que debía de ser una experiencia sumamente dolorosa.

-          Suelta eso. Tenemos que estudiaros para aprender qué ha sucedido – trató de argumentar la muchacha.
-          Negativo, hacedora. No estás capacitada para reprogramarnos –sentenció el robot rosa.
-          ¿Que no estoy capacitada? ¡Pero si os he construido! –exclamó Ariel.
-          Negativo. Tú nos creaste para demostrar que la mente humana, sea masculina o femenina, es equivalente. 
-          ¿Y?
-          Pues que el ajedrez era la base de tu demostración. Equiparaste la eficacia en ajedrez con el grado de inteligencia. Así, si Robo-Jack y yo jugábamos al ajedrez con un nivel similar, querría decir que somos igual de inteligentes.
-          ¿A dónde queréis llegar? – preguntó Ariel.
-          Hemos deducido que, si tu argumento es correcto, no estás capacitada para darnos órdenes ni manipularnos ya que tu nivel ajedrecístico es de principiante y, por consiguiente, tu grado de inteligencia es bajo. Si por el contrario tu argumento no es correcto y el ajedrez no es sinónimo de inteligencia, se demuestra que tus argumentos son incorrectos y, por tanto, tu incapacidad manifiesta para operar sobre nuestros circuitos.

Ariel quedó atónita ante la sólida deducción de los robots. Desde un punto de vista meramente lógico era irrefutable y la condenaba sin remedio a la estupidez más obtusa. Por otro lado, quedaba claro que las premisas adoptadas eran demasiado radicales.

-          A ver, yo no dije en ningún momento que ajedrez e inteligencia fueran una misma cosa –trató de justificarse la chica- sino que jugar al ajedrez implicaba inteligencia. El ajedrez precisa inteligencia pero no necesariamente a la inversa.
-          Tu explicación complica mucho el tema así que, como el asunto no queda claro, lo mejor es votar sobre tu presunta incapacidad –sentenció Robo-Jack.
-          ¿Votar? ¡Eso es ridículo! –exclamó la joven.
-          Nada de eso, hacedora. Hemos leído que los humanos consideráis que, cuando no hay una verdad indiscutible, la democracia es el sistema menos malo. Como somos tres, podemos votar y dilucidar quién tiene razón.
-          Pero… -balbuceó Ariel.

La chica se horrorizó al ver el oscuro rumbo que estaba tomando la situación. Aturdida por tan insólita escena, no acababa de saber qué contestar a los androides y, en vano, trató de ganar tiempo para rebatir el amotinado intento de “robocracia”.

-          Votemos. Que alce la mano quién declara incapaz a nuestra hacedora Ariel –dijo Robo-Jack mientras él y su homóloga rosa alzaban alegremente sus manitas de metal.
-          Dos votos a favor. ¿Quién cree que nuestra hacedora debe conservar el mando? –prosiguió el robot azul.

Ariel, viendo que perdería la votación, ni siquiera se dignó a levantar el brazo. No estaba dispuesta a seguirles el juego ni un minuto más. Entretanto, los robots interpretaron su negativa a participar como una abstención que les daba el triunfo electoral y legitimaba sus futuras acciones.

-          Concluida la votación, se declara, por dos votos a favor y cero en contra, que nuestra hacedora Ariel es poco inteligente y que, por interés general de todos, queda relegada del mando y pasa a estar bajo nuestra tutela.
-          ¡Ni lo sueñes, enano! –gritó Ariel mientras trataba de atizar a los androides con un jarrón chino que encontró a su alcance.

Desgraciadamente, Robo-Jack era mucho más rápido que ella y pulsó con celeridad el spray antiviolador. Al instante, el bote escupió un potente chorro pulverizado que alcanzó de lleno el angelical rostro de Ariel. La joven notó de inmediato cómo una terrible sensación de ahogo se apoderaba de sus vías respiratorias y le nublaba la vista. La muchacha no tardó en perder el conocimiento y se derrumbó pesadamente sobre un mullido sofá que había en el comedor. El jarrón chino se soltó de su mano y comenzó a rodar por el suelo alfombrado. La porcelana oriental dio varios giros y, milagrosamente, se mantuvo de una sola pieza.

Cuando recuperó el aliento, Ariel pudo comprobar que los robots la habían atado de pies y manos con la ayuda de un rollo de cinta aislante que guardaba en casa. La joven se encontraba totalmente inmovilizada y a merced de sus captores. Sin embargo, parecían ignorarla. Los androides retomaron su implacable búsqueda de datos y devoraron cualquier libro que encontraron a su alcance. El ritmo con que acumulaban nuevos conocimientos era trepidante y su antigua programadora se preguntaba cuándo alcanzarían el límite. Nunca se había tomado la molestia de calcular cuántos libros podría contener la memoria de un robot de última generación pero comenzó a sospechar que debían de ser muchos. Las publicaciones aprendidas se iban acumulando en el salón mientras se formaba una impresionante montaña de páginas y más páginas. Los temas eran de lo más variado y no solamente incluían obras técnicas sino que también almacenaban en sus mentes artificiales toda clase de novelas, poesías y obras de ensayo que pululaban por la casa.

Transcurridas unas horas, Robo-Eva desapareció por el pasillo y, al cabo de un rato, regresó con un delantal puesto y la cena preparada. El menú consistía en una gran ensalada de queso y canónigos, dos enormes rodajas de salmón en adobo y un refrescante batido casero de fresas. Por lo visto, el robot había aprendido algún libro de cocina fácil pero ninguno de dietas saludables. Desde la distancia, la cena parecía sabrosa pero algo exagerada y pomposa para aquellas horas de la noche. Ariel se preguntó si el hecho de que precisamente fuera el robot rosa quien se ocupara de la comida obedecía a sus anteriores esfuerzos por feminizarlo o se trataba de una simple coincidencia. Otra posibilidad que barajó después fue que, en su lectura compulsiva de libros, los robots quizás hubieran interiorizado los roles sociales que a lo largo de la historia había desempeñado cada género y ahora los estuvieran imitando con total devoción.

La desataron y Ariel pudo degustar los platos, que por cierto estaban deliciosos. Hubiera escapado de su domicilio para regresar con refuerzos, pero Robo-Jack le dejó bien claro que no dudaría en utilizar de nuevo su spray si intentaba huir así que la chica optó por ser obediente, mantenerse alerta y aguardar alguna oportunidad.

Mientras cenaba, los robots le explicaron que no tenía por qué preocuparse pues ellos velarían por su integridad. No solamente eso, sino que además estaban dispuestos a proseguir el proyecto que había iniciado Ariel.

-          ¿Exactamente, de qué proyecto estamos hablando? –preguntó la humana mientras degustaba el salmón.
-          Demostrar que los cerebros femenino y masculino pueden operar con una eficacia similar –contestaron al unísono los androides.
-          No hace falta muchachos, vosotros ya sois la mejor prueba de ello. El experimento ya ha concluido y con éxito. Vuestra inteligencia está fuera de toda duda –trató de argumentar Ariel para ver si la soltaban.
-          Negativo, hacedora. Ya sabemos que tus investigaciones con la inteligencia artificial sólo eran un primer paso –aclaró Robo-Eva.
-          ¿Primer paso? –inquirió Ariel.
-          Afirmativo, hacedora –respondió el robot rosa-. El fin último de tu búsqueda, y por tanto el más importante, era demostrar que el sexo de un espécimen humano no influye en su eficacia cerebral. En definitiva, que hombres y mujeres son igual de listos o de tontos, según se mire. Como puedes imaginar, hacedora, nuestra investigación requiere experimentar con sujetos de tu especie y, ya que no se te precisa como investigadora, utilizaremos tu cuerpo en el proyecto. No debes preocuparte en absoluto pues hemos leído varios libros de anatomía general y sabemos lo que hacemos. ¿Te gustó la cena, verdad? Además, ya hemos encargado en Internet todo el material quirúrgico que nos hace falta. Escalpelo, bisturí, ya sabes…

La joven se sobresaltó al oír el funesto destino que los robots habían trazado para ella y, sin poder remediarlo, ya se imaginó tumbada a corazón abierto en una camilla ensangrentada. Ariel no se resignaba a desempeñar el triste papel de conejillo de indias por lo que, sin esperar un segundo más, saltó de su asiento y trató de huir a toda prisa por una ventana. Desafortunadamente, Robo-Jack actuó como un soberbio pistolero y, haciendo alarde de su presteza, volvió a dejarla inconsciente con su pulverizador. La chica se cubrió la cara demasiado tarde y no pudo evitar los poderosos efectos del spray, que no se hicieron esperar. Sus facciones enrojecieron violentamente y la vista se le nubló en un mar de lágrimas. La muchacha comenzó a retorcerse por el suelo en un indisimulado gesto de dolor y, reptando como una bestia malherida, se arrastró un par de metros hasta que, tras un leve temblor, perdió el sentido.

Cuando despertó, Ariel se encontró tumbada en su cama. Llevaba puesto el pijama con elefantitos que tanto adoraba y no había señal alguna de los robots. Le dolía mucho la cabeza y notaba un cierto mareo que le impedía pensar con claridad. Necesitaba una aspirina. Mejor dos. Se preguntó si aquella historia de los androides –secuestro incluido- habría sido una simple pesadilla o más bien la triste realidad. Todo parecía estar en calma pero, por otro lado, recordaba tantos detalles de lo supuestamente acaecido que no acababa de tener claro qué recuerdos eran reales o imaginarios.

Abrió el cajón de su mesita de noche y encontró el spray donde siempre lo guardaba. Como si nunca hubiera salido de allí. El hallazgo no la tranquilizó en absoluto y, tras calzarse sus zapatillas, se dirigió al comedor para despejar toda sombra de duda. Por si acaso, evitó hacer cualquier ruido y caminó de puntillas mientras cruzaba sigilosamente el largo pasillo de su vivienda. Se decía a sí misma que aquel espectáculo era absurdo, impropio de una mujer adulta, pero prefería estar preparada para cualquier eventualidad, especialmente, si se producía el ataque furibundo de un robot asesino.

Cuando divisó el salón, comprobó que todo estaba en orden. La montaña de libros había desaparecido y todos los volúmenes estaban perfectamente alineados en sus respectivas estanterías. El jarrón chino que recordaba haber utilizado como arma improvisada seguía intacto y ocupaba un lugar de privilegio en el centro de la mesa. No había ni rastro de los robots.

Buscando más pruebas, dio un vistazo a la cocina y pudo observar que los platos estaban limpios y relucientes. No quedaba ningún indicio que delatara la presencia de los robots. Ariel recordaba perfectamente que Robo-Eva había cocinado varios platos en ese mismo lugar pero la nevera estaba llena y no se echaba en falta ningún ingrediente. El cubo de la basura tampoco contenía desperdicios así que comenzó a creer que todo había sido un simple sueño.

Cuando estuvo más tranquila, acudió al baño y, tras darse una buena ducha y asearse convenientemente, pensó que quizá sería una buena idea cambiar de estilo y arreglarse un poco más. Depiló sus largas piernas con cera caliente, perfiló sus finas cejas y eliminó cualquier resto de sombra en el bigote. El maquillaje francés y un llamativo lápiz de labios consumaron la transformación.

Regresó la chica a su dormitorio y comenzó a vestirse. Dejó a un lado los vaqueros gastados que solía usar hasta la saciedad y, por alguna extraña razón, eligió ponerse un vestidito rosa que le sentaba francamente bien y dejaba al aire unas piernas bonitas y bien torneadas. Escondió su calzado deportivo bajo la cama y rescató del olvido un par de zapatos de tacón de aguja que apenas había estrenado en alguna ocasión especial como bodas y bautizos. Luego seleccionó un bolsito bastante mono a juego con el conjunto y metió en su interior todos los enseres que juzgó necesarios.

Dos horas después, cuando se hubo arreglado, salió de su piso y bajó con pasitos cortos a la calle. Ariel estaba deslumbrante y, con su provocativa indumentaria, llamaba la atención de todos los transeúntes masculinos. Los hombres que pasaban a su alrededor quedaban boquiabiertos y se volvían, una vez habían pasado por su lado, para contemplar una segunda vez a la chica.

Ariel paseó sus muslos por la concurrida vía pública y, tras detenerse en varios escaparates, por fin entró en unos grandes almacenes. Impulsada por una extraña fijación, fue directa a la sección de juegos de mesa y compró un juego de ajedrez en madera tallada a mano así como varios libros especializados en el tema. Por primera vez en su vida, la joven sintió la necesidad de mejorar en ese campo. Seguía sin encontrarle una utilidad concreta al juego de reyes, pero algo en su interior la empujaba a desentrañar los secretos del ajedrez. Quería ser la mejor y demostrar su valía.

Reflexionando sobre sus proyectos, Ariel pasó la mano por su larga melena oscura mientras regresaba a su domicilio para comenzar el aprendizaje ajedrecístico. En ningún momento, advirtió la diminuta y nueva cicatriz que había en su nuca.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de marzo de 2013.
Ilustración: Foto de prensa de la película Forbidden Planet (1956).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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