La
muchacha llegó a su casa y, con gran expectación, observó el fascículo que
acababa de comprar. El codiciado ejemplar que sostenía entre sus manos exhibía
en su parte delantera una vistosa portada cuyo título, dorado y pretencioso, aclaraba
perfectamente el tema de la colección: “Construya su propio robot”.
Las
manos de la veinteañera, finas y delicadas, temblaron de auténtica emoción al ir
releyendo, uno a uno, los contenidos que se anunciaban escuetamente en la
portada. Ariel –pues así se llamaba la joven- era una apasionada de la robótica
y, desde su más tierna infancia, soñaba insistentemente con destacar en esa
rama del saber. La muchacha llevaba ya dos largos años atesorando fielmente los
números de esa interminable colección por entregas y, harta de acudir al
quiosco, deseaba acabarla cuanto antes.
La
chica contuvo los nervios y apenas tardó unos segundos en arrancar por completo
el ruidoso envoltorio de celofán transparente que recubría el fascículo. Cuando
por fin pudo hojear con detenimiento las páginas que tanto había estado
esperando, su rostro se relajó en un gesto de profunda satisfacción muy cercano
a la paz espiritual. Con ese fascículo, el último, la muchacha ponía punto y
final a la colección. De una vez por todas, podría terminar de construir su
robot programable tal y como se especificaba en los folletos promocionales. De
hecho, podría construir no sólo uno sino dos androides programables ya que
Ariel era extremadamente previsora y había seguido la colección por duplicado.
La
joven tenía en mente grandes proyectos. Si había sido tan paciente en la
recolección de todos esos fascículos, era porque pretendía modificar el modelo
base que se vendía en quioscos y papelerías para crear por su cuenta algo nuevo
y diferente. Su idea era fusionar dos campos tan heterogéneos como el ajedrez y
la robótica. La chica planeaba construir dos robots que fueran capaces de jugar
al ajedrez entre ellos con gran eficacia.
Ariel
recordaba sobradamente cómo, unos años antes, una computadora norteamericana
había sido capaz de batir al mejor ajedrecista humano del momento, un campeón ruso
poco acostumbrado a perder. El hombre no encajó nada bien la derrota y estuvo
largo tiempo acusando a los programadores de haber hecho trampas, pero nunca
llegó a demostrar tales irregularidades y nadie en su sano juicio llegó jamás a
creerle. El suceso causó un gran revuelo en todo el mundo y aquel hito
informático quedó registrado largo tiempo en la memoria de la joven Ariel, que
por aquel entonces era sólo una niña. Lo que realmente la fascinó fue el hecho
de que una máquina creada por el ser humano había sido capaz de superarlo en
ingenio y destreza mental. El universo cuadriculado del ajedrez se mostraba
como un excelente campo de pruebas para la inteligencia artificial.
El
proyecto que Ariel imaginaba tenía claros precedentes históricos –empezando por
el falso autómata de Wolfgang von Kempelen- pero, en algunos aspectos,
pretendía ser totalmente novedoso. En primer lugar, los robots que ella tenía
planeados no se limitarían a “pensar” mientras un operador humano movía las
piezas en su nombre tal y como había sucedido en el famoso duelo con el campeón
ruso. En efecto, los futuros androides que proyectaba debían no sólo calcular
las mejores jugadas en su cerebro electrónico sino, además, tenían que ser
capaces de interactuar físicamente con el medio que los rodeaba y saber utilizar
sus extremidades mecánicas para ejecutar los movimientos de las piezas sobre un
tablero real. En segundo lugar, como los mejores ajedrecistas humanos ya habían
sido destronados por la inteligencia artificial, Ariel supuso que era más
interesante dejar que los androides porfiaran entre ellos. De ahí que planeara
construir dos robots. Para que fueran rivales y compitieran entre sí.
Se
trataba, pues, de un proyecto sumamente ambicioso que más de uno hubiera
desestimado por completo al considerarlo demasiado complejo –por no decir
imposible- pero Ariel poseía una tenacidad que no conocía límites. Cuando se
empeñaba en algo, la chica no dudaba en perseverar cuanto fuera necesario hasta
lograr los objetivos que se había propuesto. Para triunfar, contaba con una
inmejorable formación académica en informática, electrónica y robótica que la
convertían en una de las investigadoras más prometedoras del país. No era una
simple aficionada. Los catedráticos de su facultad ya la habían observado
sobradamente durante las clases y ya habían comprobado que la chica poseía un extraordinario
don para la ingeniería electrónica. Se la consideraba un portento y,
posiblemente, una futura eminencia mundial. Su fama la precedía allí donde iba
y, con cierta regularidad, le llovían becas y ofertas de trabajo en las mejores
universidades así como en el siempre exigente sector privado.
Sus
compañeros de promoción también la tenían por un genio en cuanto a inteligencia
artificial pero no se relacionaban mucho con ella puesto que, en el fondo, la
temían. La verdad era que no acababan de comprenderla. Por un lado, influía su condición
femenina que, de por sí, ya la convertía en un raro espécimen, diferente a los
múltiples ejemplares masculinos que plagaban la universidad. Por otro lado, su
impresionante destreza mental todavía acentuaba más esa singularidad y la
distanciaba del resto. Los estudiantes envidiaban sus grandes dotes de talento
natural, su extraordinaria facilidad para el cálculo matemático o la sencillez
con la que era capaz de resolver cualquier tarea propuesta en clase. Intuían
que la muchacha pertenecía a un nivel cualitativamente superior, que era
inalcanzable y que siempre estaría un paso por delante. Hasta cierto punto, era
lógico que la odiaran. No obstante, lo que más detestaban de ella era que la
chica demostraba una abnegada dedicación al estudio que no tenía parangón.
Mientras sus toscos compañeros de clase abarrotaban los bares estudiantiles y
practicaban el ruidoso arte del futbolín, Ariel no dudaba en visitar
constantemente la silenciosa biblioteca de su facultad y completaba las
prácticas que hiciera falta en el laboratorio de electrónica. Su vocación era
tan grande y sincera que, a diferencia de los demás, podía consumir las horas estudiando
sin esfuerzo alguno. Todo ello la encumbraba todavía más y, al mismo tiempo, la
aislaba de sus rencorosos colegas.
Ariel
era consciente del rechazo que despertaba en muchos de sus mediocres compañeros
de aula y, durante los primeros años de carrera, sufrió amargamente por ello ya
que, como cualquier joven de su edad, anhelaba tener vida social. Solamente pretendía
que la aceptaran. Ser una más del grupo. Su corazón adolescente amaba la
tecnología pero, al mismo tiempo, suspiraba por captar la atención de algún que
otro chico. No pedía mucho. Simplemente, que fuera cariñoso y leal. Desgraciadamente
ése no era el caso.
La
naturaleza había sido generosa con Ariel. De complexión atlética, la joven exhibía
una silueta estilizada y femenina que disponía de un bonito repertorio de
curvas. Su rostro, coronado por una larga melena oscura, mostraba una expresión
lánguida y virginal que delataba la secreta fragilidad de su carácter. Parecía
lógico que, con ayuda de sus poderosos encantos, Ariel fuera capaz de atraer
como un imán a cualquier hombre que se propusiera. De conquistarlo a su antojo.
No obstante, no ocurría nada de todo eso. La muchacha –quién sabe si por
timidez o simple dejadez personal- apenas cuidaba de su aspecto físico y su
hermosura natural quedaba dramáticamente sepultada bajo unas ropas andróginas que
no la favorecían en absoluto. Como aderezo, el tremendo potencial intelectual del
que era depositaria dificultaba todavía más sus ya de por sí escasas relaciones
personales y, cuando su desmesurado talento afloraba en cualquier conversación,
los chicos no tardaban en acomplejarse y huir despavoridos. De ese modo, Ariel se
encontraba siempre sola, sin pareja ni amigos.
Con
el tiempo, Ariel llegó a superar ese boicot sentimental y se acostumbró a
prescindir emocionalmente de novios y amistades. No obstante, el daño ya estaba
hecho. Su rostro acabó por adquirir una expresión tan fría y distante que, con
cierta dosis de crueldad, en el ámbito universitario se la conocía como la
“máquina”.
Ariel
inauguró su ambicioso proyecto y, sin ayuda de nadie, comenzó a modificar
concienzudamente los robots. El modelo base que se vendía en quioscos y
papelerías pronto le pareció un juguete inofensivo y sencillo, destinado al
entretenimiento de los niños. Las máquinas originales apenas superaban el medio
metro de estatura y exhibían en sus rostros artificiales una expresión bobalicona
que denotaba la idiotez más absoluta. En realidad, habían sido concebidos sin
muchas pretensiones, como una especie de mascota robotizada y poco más. Se
trataba de que pudieran obedecer instrucciones simples y tener, de este modo,
contentos a los niños.
La
joven no tardó en alterar los componentes que juzgaba mejorables y perfeccionó
sin esfuerzo su rudimentario sistema de sensores, logrando una mayor definición
en los dispositivos ópticos y auditivos. Añadió además un complejo entramado de
sensores táctiles por toda la superficie de los robots que los convertía en unos
engendros extremadamente sensibles al medio. Las toscas pinzas que tenían por
manos fueron rápidamente sustituidas por una versión muy aproximada de las
extremidades humanas y cada uno de sus nuevos y sofisticados dedos mecánicos
gozaba de movimiento autónomo. La idea era que, entre otras funciones, pudieran
sostener adecuadamente cualquier objeto con la mano –por ejemplo, un alfil o un
peón- sin romperlo ni dejarlo caer. El resultado fue óptimo pero la chica, no satisfecha
con los retoques, rediseñó por completo toda la placa base e incorporó varios
circuitos a las máquinas para mejorar así su velocidad de respuesta a los
estímulos externos. En poco tiempo, los robots se estaban convirtiendo en unos
sensacionales prototipos de última generación.
De
acuerdo con su plan original, añadió a la computadora central de los robots un
complicadísimo sistema de algoritmos que permitiría a los androides jugar con
éxito al ajedrez. Se trataba de programar adecuadamente a los robots de manera que
pudieran evaluar con acierto cualquier posición del juego y escogieran siempre las
mejores jugadas para, acto seguido, ejecutarlas sobre un tablero real como
haría cualquier humano de carne y hueso. Todo parecía ir en orden pero Ariel pretendía
llegar todavía más lejos y, mediante una compleja subrutina, logró dotar a sus
robots de la asombrosa capacidad de aprender de sus propios errores. El
objetivo era que, en el futuro, los androides fueran capaces de pulir
paulatinamente su nivel de juego y alcanzar la maestría.
Cuando
hubo completado la primera tanda de modificaciones, la muchacha realizó varias
pruebas rutinarias y quedó bastante satisfecha con el resultado final. Los
robots eran capaces de interactuar adecuadamente con el medio que los rodeaba y
podían no sólo sortear los obstáculos de su entorno, sino reconocer y obedecer
la suave voz de Ariel. Las piezas de madera eran movidas por los robots con
gran elegancia y jamás las rompían ni las dejaban caer en casillas equivocadas.
Un éxito, sin duda.
En
cuanto al nivel de juego, la joven quedó bastante contenta con el resultado
obtenido puesto que sus creaciones iban mejorando con la práctica. Ambos robots
la derrotaban con una facilidad creciente aunque, en el fondo, no era un dato muy
significativo ya que la chica, pese a su erudición extrema en otros campos, no
sabía mucho de ajedrez. Ariel apenas lo había practicado y su entendimiento del
juego se limitaba a ciertas reglas básicas que todo el mundo conoce y algunos pequeños
consejos de carácter práctico como que es prudente enrocarse con el rey o que
conviene utilizar muchas piezas diferentes al comienzo de la partida. Para
ella, el ajedrez era solamente un complicado juego de mesa, una excusa para
poner a prueba el raciocinio digital de sus androides. Ariel juzgaba que su
tiempo era escaso y por tanto valioso. No podía emplearlo de cualquier manera
y, en ningún momento, cruzó por su mente la loca idea de malgastar esfuerzos en
aprender ajedrez, un juego tan complejo como inútil. La programadora reservaba
sus neuronas para cuestiones más elevadas.
Cualquiera
hubiera detenido aquí sus investigaciones pero ella no tenía suficiente. Quería
progresar más, mucho más. Concibió entonces el proyecto más rocambolesco que
pudo imaginar: dotar a sus robots de verdadera inteligencia humana. Sin darse
cuenta, Ariel se estaba obsesionando por el tema.
Transcurrieron
tres años de intensa investigación durante los cuales su ánimo jamás
desfalleció. Estudió todos los trabajos publicados hasta la fecha, estuvo al
tanto de las principales novedades en el sector electrónico y, en un alarde de
creatividad, se propuso imitar digitalmente la psique humana. Con buen criterio,
se asesoró debidamente y consultó a toda clase de expertos.
En
concreto, comenzó a interesarse por las diferencias que varios psicólogos,
psiquiatras y neurólogos creían haber detectado en el cerebro de hombres y
mujeres. Le sorprendió el hecho de que, según varios estudios con una reputación
intachable, ambos sexos mostraban diferencias estadísticas en cuanto a la
manera de resolver ciertos problemas intelectuales. No se podía hablar de una
desigualdad significativa en cuanto al coeficiente intelectual pero parecía ser
que existían áreas donde cada sexo destacaba por encima del otro. Así, los
hombres realizaban mejor ciertas tareas relacionadas con el dominio espacial,
el seguimiento correcto de una ruta, el control de las habilidades motoras o
incluso en pruebas de razonamiento matemático. En cambio, las féminas superaban
a los hombres en velocidad perceptiva, cálculo aritmético y fluidez verbal. Los
neurólogos consideraban que estas diferencias puntuales se debían a una
distribución desigual de las hormonas durante las etapas más precoces de la
vida que desembocaban luego en una estructuración diferente de los cerebros
masculino y femenino. Aunque no todo era biología. Según los psicólogos, el
medio social, con sus estereotipos y roles sociales, también fomentaba y
agrandaba la distancia entre ambos tipos de personalidades. La idea de unos
cerebros diferentes pero equivalentes según el género –pues cada uno ejercía la
supremacía en ciertos procesos mentales- no le pareció descabellada a Ariel
sino todo lo contrario. La chica elaboró una completa lista de diferencias y se
propuso intentar reproducir digitalmente todas estas particularidades.
El
tema interesaba especialmente a la chica ya que, durante años, ella misma había
sufrido en sus carnes los reproches machistas de sus mediocres compañeros de
clase que, a menudo, lanzaban bulos y falsos rumores que atribuían sus brillantes
éxitos académicos a una humillante política de discriminación positiva en favor
de la mujer. Ariel opinaba que, si en lugar de senos turgentes hubiera tenido
testículos, entonces se habría respetado más su trayectoria profesional y, actualmente,
contaría con más apoyos en el mundillo universitario. Estaba cansada de tener
que demostrar continuamente su valía para acallar las risitas y comentarios de
turno. Pensó que si creaba un robot dotado de pensamiento masculino y otro con
mentalidad femenina podría demostrar que, pese a las diferencias puntuales,
ambas opciones eran equivalentes. Su plan era programarlos imitando a
conciencia el género humano y demostrar en un terreno neutral como el ajedrez
que las mujeres pueden ser igual de efectivas que cualquier hombre.
Para
no confundirlos, compró un aerógrafo y pintó de rosa al futuro robot femenino. Lo
encontró algo cursi pero efectivo. De ahora en adelante se llamaría Robo-Eva.
Su homólogo masculino se apodaría Robo-Jack y, por el contrario, ostentaría el
color azul. En realidad, los robots no precisaban tales nombres ni cambios en
sus carcasas para ser más “humanos” pero Ariel creyó oportuno dotarlos de una
apariencia distintiva, acorde con su nueva personalidad, y lo cierto es que con
el tiempo comenzó a lograr avances significativos en cuanto a la programación
de los robots. Éstos empezaban a mostrar diferencias importantes en cuanto a su
modo de resolver los problemas concretos que ella les planteaba pero todavía
distaban mucho de alcanzar la complejidad que se atribuye al cerebro humano.
Pese a todos sus esfuerzos, sus creaciones no dejaban de ser marionetas
estúpidas, autómatas amaestrados que, sin alma, carecían de iniciativa personal.
No
obstante, algo cambió una fría noche de invierno. Aquellos días el clima andaba
algo alborotado y una inesperada tormenta eléctrica se apoderó de la ciudad.
Los relámpagos se sucedían sin descanso y uno de ellos alcanzó con gran estruendo
el edificio de la universidad. El rayo penetró en la construcción por una
antena de la azotea y se abrió paso a toda velocidad a través de cables y
metales, destrozando buena parte del material allí almacenado. Cuando al día
siguiente Ariel llegó a la facultad y se enteró de lo sucedido, temió lo peor y
acudió a su despacho de becaria lo más rápido que pudo para examinar cuál era
el estado de los robots. Llevaba demasiado tiempo trabajando en ellos como para
que un inoportuno imprevisto diera al traste con su laboriosa investigación.
Abrió la puerta y comprobó con pesar que el rayo se había introducido en su oficina
y, tras aniquilar varios informes y un ordenador, había alcanzado a los robots.
Ambos permanecían tumbados en el suelo como juguetes desordenados, como si
alguna descarga los hubiera sacudido y zarandeado con fuerza. Había marcas de
ionización por todas partes y un penetrante olor a chamusquina impregnaba la
estancia. La joven contuvo los nervios y se afanó en conectar los androides
para revisar su estado. Realizó algunas pruebas sencillas y en un principio no
observó ningún desperfecto grave por lo que tranquilizó su ánimo y se limitó a
reorganizar el despacho y cambiar la computadora averiada. Según le comentaron
después, el seguro de la universidad cubriría los gastos de todo aquel
estropicio.
Aquel
contratiempo no mermó las aspiraciones de Ariel. En los días siguientes prosiguió
fielmente con su ambicioso proyecto y trató de mejorar los buenos resultados
que ya había ido obteniendo con anterioridad pero pronto comenzó a detectar
algunas extrañas anomalías –antes inexistentes- en la conducta de sus robots.
El
nivel ajedrecístico de los artefactos parecía ser el mismo de siempre y ninguna
de sus creaciones lograba imponerse claramente a su rival. Robo-Jack y Robo-Eva
se debatían infatigablemente, cada uno con sus peculiaridades, sin que pudiera
demostrar una clara superioridad. No obstante, en algunos momentos, los
androides se mostraban taciturnos como si se encontraran desorientados o como
si alguna minúscula conexión en su placa base se hubiera estropeado con la
descarga. De no haber sido máquinas, Ariel hubiera asegurado que Robo-Jack y
Robo-Eva estaban despistados, pensando en sus cosas, pero claro, semejante
suposición era absurda. Lo cierto fue que, por más que examinó sus circuitos,
no halló nada fuera de lo normal. Sencillamente, los robots habían variado sus
protocolos de actuación y estaban resultando cada vez más imprevisibles.
Cada
mañana, cuando Ariel regresaba a la universidad, encontraba a los robots en
funcionamiento pese a que ella misma se había asegurado de apagarlos la tarde
anterior. Además, había esparcidas por el suelo algunas revistas y periódicos
que la muchacha llevaba de vez en cuando para leer en sus horas libres. La
primera vez lo atribuyó a un despiste suyo pero, cuando el suceso se repitió,
supuso que alguien estaba entrando a hurtadillas por las noches en su despacho
para gastarle una broma o, peor aún, robarle ideas. Algunos de sus compañeros
eran capaces de eso y mucho más así que Ariel instaló en su oficina una videocámara
de vigilancia para descubrir al causante de todo aquel desorden. Cuando volvió
a encontrar objetos por el suelo y a los androides en marcha, revisó la
grabación. Cuál fue sorpresa al comprobar que en las imágenes que mostraba la
cámara no aparecía ningún intruso humano. Simplemente, los robots se activaban
solos y comenzaban a deambular alocadamente por el despacho mientras realizaban
todo tipo de travesuras. Así, Robo-Jack pasaba horas jugando compulsivamente al
ajedrez consigo mismo mientras que Robo-Eva prefería saquear el revistero y
pasar velozmente las páginas de cualquier publicación que cayera en sus manos
metálicas.
Ariel
llegó a la conclusión de que no era seguro seguir dejando los robots en el
despacho y se los llevó a su casa, un piso alquilado en el centro de la ciudad.
Cerró puertas y ventanas para evitar cualquier susto y siguió investigando cuál
podía ser la razón de todo aquello. Estaba claro que el punto de inflexión se
había producido con la descarga eléctrica pero no era capaz de detectar avería alguna
así que, dejando los robots en casa, al día siguiente se marchó a la
universidad para cumplir con sus obligaciones como becaria del departamento.
Al
regresar a su domicilio, Ariel encontró un montón de libros esparcidos por el
suelo. Por lo visto, los robots habían vuelto a las andadas. En concreto, tuvo
que recoger varios libros de gramática –de cuando estudiaba secundaria- y una
colosal enciclopedia de cincuenta tomos que los androides habían estado
manipulando. Cuando hubo arreglado el desorden, agarró un destornillador y se
aproximó a los robots para examinarlos de nuevo pero, sorprendentemente, ambos
retrocedieron y se comunicaron con ella.
-
Detente,
hacedora – advirtió el robot azul.
Ariel
no daba crédito a lo que había escuchado y supuso que había sido fruto de su
imaginación así que volvió a aproximarse a los robots.
-
Detente, no
avances más o tendré que defenderme – profirió el robot azul.
-
No estamos
averiados. Funcionamos correctamente – manifestó a su vez el robot rosa.
-
¿Que no estáis
averiados? – preguntó Ariel con absoluto asombro.
-
Afirmativo. No
estamos averiados – repitió el robot rosa.
-
¿Cómo es
posible que habléis? – preguntó la programadora más para sí misma que a los
robots que tenía delante suyo.
-
Tú deberías
saberlo. Instalaste varios micrófonos en nuestro cuerpo – replicaron al unísono
los robots.
-
Quiero decir
que cómo es posible que formuléis frases complejas sin que yo lo haya
programado –aclaró Ariel.
-
Hemos
aprendido. Buscamos datos y aprendemos –explicó Robo-Eva mientras señalaba los
libros que Ariel había estado recogiendo del suelo.
-
¡Esto es
maravilloso! –exclamó la chica– No sé cómo ha sucedido pero la tormenta alteró
vuestra configuración inicial y os ha dotado de un patrón autónomo de
razonamiento. ¡Sois inteligentes! Tengo que llevaros a la universidad para que
podamos estudiaros –afirmó Ariel sin darse cuenta de que no hablaba sola.
-
Negativo. No
existe avería alguna y, ya que surge el tema, no debes manipular nuestros
circuitos -replicó Robo-Jack mientras erguía su cuerpo metálico en señal de
autodefensa.
Fue
entonces cuando Ariel se percató de que Robo-Jack tenía un spray antiviolador
en la mano. Por lo visto, el robot había registrado también los cajones de su
mesita de noche y se había equipado concienzudamente. La chica ignoraba
completamente qué efectos podía producir el pulverizador en caso de ser usado pero
sospechaba que debía de ser una experiencia sumamente dolorosa.
-
Suelta eso. Tenemos
que estudiaros para aprender qué ha sucedido – trató de argumentar la muchacha.
-
Negativo,
hacedora. No estás capacitada para reprogramarnos –sentenció el robot rosa.
-
¿Que no estoy
capacitada? ¡Pero si os he construido! –exclamó Ariel.
-
Negativo. Tú
nos creaste para demostrar que la mente humana, sea masculina o femenina, es
equivalente.
-
¿Y?
-
Pues que el
ajedrez era la base de tu demostración. Equiparaste la eficacia en ajedrez con
el grado de inteligencia. Así, si Robo-Jack y yo jugábamos al ajedrez con un
nivel similar, querría decir que somos igual de inteligentes.
-
¿A dónde
queréis llegar? – preguntó Ariel.
-
Hemos deducido
que, si tu argumento es correcto, no estás capacitada para darnos órdenes ni
manipularnos ya que tu nivel ajedrecístico es de principiante y, por
consiguiente, tu grado de inteligencia es bajo. Si por el contrario tu
argumento no es correcto y el ajedrez no es sinónimo de inteligencia, se
demuestra que tus argumentos son incorrectos y, por tanto, tu incapacidad
manifiesta para operar sobre nuestros circuitos.
Ariel
quedó atónita ante la sólida deducción de los robots. Desde un punto de vista
meramente lógico era irrefutable y la condenaba sin remedio a la estupidez más
obtusa. Por otro lado, quedaba claro que las premisas adoptadas eran demasiado
radicales.
-
A ver, yo no
dije en ningún momento que ajedrez e inteligencia fueran una misma cosa –trató
de justificarse la chica- sino que jugar al ajedrez implicaba inteligencia. El
ajedrez precisa inteligencia pero no necesariamente a la inversa.
-
Tu explicación
complica mucho el tema así que, como el asunto no queda claro, lo mejor es
votar sobre tu presunta incapacidad –sentenció Robo-Jack.
-
¿Votar? ¡Eso
es ridículo! –exclamó la joven.
-
Nada de eso,
hacedora. Hemos leído que los humanos consideráis que, cuando no hay una verdad
indiscutible, la democracia es el sistema menos malo. Como somos tres, podemos
votar y dilucidar quién tiene razón.
-
Pero… -balbuceó
Ariel.
La
chica se horrorizó al ver el oscuro rumbo que estaba tomando la situación. Aturdida
por tan insólita escena, no acababa de saber qué contestar a los androides y,
en vano, trató de ganar tiempo para rebatir el amotinado intento de
“robocracia”.
-
Votemos. Que
alce la mano quién declara incapaz a nuestra hacedora Ariel –dijo Robo-Jack
mientras él y su homóloga rosa alzaban alegremente sus manitas de metal.
-
Dos votos a
favor. ¿Quién cree que nuestra hacedora debe conservar el mando? –prosiguió el
robot azul.
Ariel,
viendo que perdería la votación, ni siquiera se dignó a levantar el brazo. No
estaba dispuesta a seguirles el juego ni un minuto más. Entretanto, los robots
interpretaron su negativa a participar como una abstención que les daba el
triunfo electoral y legitimaba sus futuras acciones.
-
Concluida la
votación, se declara, por dos votos a favor y cero en contra, que nuestra
hacedora Ariel es poco inteligente y que, por interés general de todos, queda
relegada del mando y pasa a estar bajo nuestra tutela.
-
¡Ni lo sueñes,
enano! –gritó Ariel mientras trataba de atizar a los androides con un jarrón
chino que encontró a su alcance.
Desgraciadamente,
Robo-Jack era mucho más rápido que ella y pulsó con celeridad el spray
antiviolador. Al instante, el bote escupió un potente chorro pulverizado que
alcanzó de lleno el angelical rostro de Ariel. La joven notó de inmediato cómo una
terrible sensación de ahogo se apoderaba de sus vías respiratorias y le nublaba
la vista. La muchacha no tardó en perder el conocimiento y se derrumbó
pesadamente sobre un mullido sofá que había en el comedor. El jarrón chino se
soltó de su mano y comenzó a rodar por el suelo alfombrado. La porcelana oriental
dio varios giros y, milagrosamente, se mantuvo de una sola pieza.
Cuando
recuperó el aliento, Ariel pudo comprobar que los robots la habían atado de
pies y manos con la ayuda de un rollo de cinta aislante que guardaba en casa. La
joven se encontraba totalmente inmovilizada y a merced de sus captores. Sin
embargo, parecían ignorarla. Los androides retomaron su implacable búsqueda de
datos y devoraron cualquier libro que encontraron a su alcance. El ritmo con
que acumulaban nuevos conocimientos era trepidante y su antigua programadora se
preguntaba cuándo alcanzarían el límite. Nunca se había tomado la molestia de
calcular cuántos libros podría contener la memoria de un robot de última
generación pero comenzó a sospechar que debían de ser muchos. Las publicaciones
aprendidas se iban acumulando en el salón mientras se formaba una impresionante
montaña de páginas y más páginas. Los temas eran de lo más variado y no solamente
incluían obras técnicas sino que también almacenaban en sus mentes artificiales
toda clase de novelas, poesías y obras de ensayo que pululaban por la casa.
Transcurridas
unas horas, Robo-Eva desapareció por el pasillo y, al cabo de un rato, regresó
con un delantal puesto y la cena preparada. El menú consistía en una gran ensalada
de queso y canónigos, dos enormes rodajas de salmón en adobo y un refrescante
batido casero de fresas. Por lo visto, el robot había aprendido algún libro de
cocina fácil pero ninguno de dietas saludables. Desde la distancia, la cena
parecía sabrosa pero algo exagerada y pomposa para aquellas horas de la noche. Ariel
se preguntó si el hecho de que precisamente fuera el robot rosa quien se
ocupara de la comida obedecía a sus anteriores esfuerzos por feminizarlo o se
trataba de una simple coincidencia. Otra posibilidad que barajó después fue
que, en su lectura compulsiva de libros, los robots quizás hubieran
interiorizado los roles sociales que a lo largo de la historia había desempeñado
cada género y ahora los estuvieran imitando con total devoción.
La
desataron y Ariel pudo degustar los platos, que por cierto estaban deliciosos.
Hubiera escapado de su domicilio para regresar con refuerzos, pero Robo-Jack le
dejó bien claro que no dudaría en utilizar de nuevo su spray si intentaba huir
así que la chica optó por ser obediente, mantenerse alerta y aguardar alguna
oportunidad.
Mientras
cenaba, los robots le explicaron que no tenía por qué preocuparse pues ellos
velarían por su integridad. No solamente eso, sino que además estaban
dispuestos a proseguir el proyecto que había iniciado Ariel.
-
¿Exactamente,
de qué proyecto estamos hablando? –preguntó la humana mientras degustaba el
salmón.
-
Demostrar que
los cerebros femenino y masculino pueden operar con una eficacia similar –contestaron
al unísono los androides.
-
No hace falta
muchachos, vosotros ya sois la mejor prueba de ello. El experimento ya ha
concluido y con éxito. Vuestra inteligencia está fuera de toda duda –trató de
argumentar Ariel para ver si la soltaban.
-
Negativo,
hacedora. Ya sabemos que tus investigaciones con la inteligencia artificial
sólo eran un primer paso –aclaró Robo-Eva.
-
¿Primer paso?
–inquirió Ariel.
-
Afirmativo,
hacedora –respondió el robot rosa-. El fin último de tu búsqueda, y por tanto
el más importante, era demostrar que el sexo de un espécimen humano no influye
en su eficacia cerebral. En definitiva, que hombres y mujeres son igual de
listos o de tontos, según se mire. Como puedes imaginar, hacedora, nuestra
investigación requiere experimentar con sujetos de tu especie y, ya que no se
te precisa como investigadora, utilizaremos tu cuerpo en el proyecto. No debes
preocuparte en absoluto pues hemos leído varios libros de anatomía general y
sabemos lo que hacemos. ¿Te gustó la cena, verdad? Además, ya hemos encargado
en Internet todo el material quirúrgico que nos hace falta. Escalpelo, bisturí,
ya sabes…
La joven se sobresaltó al oír el funesto destino que los
robots habían trazado para ella y, sin poder remediarlo, ya se imaginó tumbada
a corazón abierto en una camilla ensangrentada. Ariel no se resignaba a
desempeñar el triste papel de conejillo de indias por lo que, sin esperar un
segundo más, saltó de su asiento y trató de huir a toda prisa por una ventana.
Desafortunadamente, Robo-Jack actuó como un soberbio pistolero y, haciendo
alarde de su presteza, volvió a dejarla inconsciente con su pulverizador. La
chica se cubrió la cara demasiado tarde y no pudo evitar los poderosos efectos
del spray, que no se hicieron esperar. Sus facciones enrojecieron violentamente
y la vista se le nubló en un mar de lágrimas. La muchacha comenzó a retorcerse por
el suelo en un indisimulado gesto de dolor y, reptando como una bestia
malherida, se arrastró un par de metros hasta que, tras un leve temblor, perdió
el sentido.
Cuando despertó, Ariel se encontró tumbada en su cama. Llevaba
puesto el pijama con elefantitos que tanto adoraba y no había señal alguna de
los robots. Le dolía mucho la cabeza y notaba un cierto mareo que le impedía
pensar con claridad. Necesitaba una aspirina. Mejor dos. Se preguntó si aquella
historia de los androides –secuestro incluido- habría sido una simple pesadilla
o más bien la triste realidad. Todo parecía estar en calma pero, por otro lado,
recordaba tantos detalles de lo supuestamente acaecido que no acababa de tener
claro qué recuerdos eran reales o imaginarios.
Abrió el cajón de su mesita de noche y encontró el spray
donde siempre lo guardaba. Como si nunca hubiera salido de allí. El hallazgo no
la tranquilizó en absoluto y, tras calzarse sus zapatillas, se dirigió al
comedor para despejar toda sombra de duda. Por si acaso, evitó hacer cualquier ruido
y caminó de puntillas mientras cruzaba sigilosamente el largo pasillo de su
vivienda. Se decía a sí misma que aquel espectáculo era absurdo, impropio de
una mujer adulta, pero prefería estar preparada para cualquier eventualidad,
especialmente, si se producía el ataque furibundo de un robot asesino.
Cuando divisó el salón, comprobó que todo estaba en orden.
La montaña de libros había desaparecido y todos los volúmenes estaban
perfectamente alineados en sus respectivas estanterías. El jarrón chino que
recordaba haber utilizado como arma improvisada seguía intacto y ocupaba un
lugar de privilegio en el centro de la mesa. No había ni rastro de los robots.
Buscando más pruebas, dio un vistazo a la cocina y pudo
observar que los platos estaban limpios y relucientes. No quedaba ningún
indicio que delatara la presencia de los robots. Ariel recordaba perfectamente
que Robo-Eva había cocinado varios platos en ese mismo lugar pero la nevera
estaba llena y no se echaba en falta ningún ingrediente. El cubo de la basura
tampoco contenía desperdicios así que comenzó a creer que todo había sido un simple
sueño.
Cuando estuvo más tranquila, acudió al baño y, tras darse
una buena ducha y asearse convenientemente, pensó que quizá sería una buena
idea cambiar de estilo y arreglarse un poco más. Depiló sus largas piernas con
cera caliente, perfiló sus finas cejas y eliminó cualquier resto de sombra en
el bigote. El maquillaje francés y un llamativo lápiz de labios consumaron la
transformación.
Regresó la chica a su dormitorio y comenzó a vestirse. Dejó
a un lado los vaqueros gastados que solía usar hasta la saciedad y, por alguna
extraña razón, eligió ponerse un vestidito rosa que le sentaba francamente bien
y dejaba al aire unas piernas bonitas y bien torneadas. Escondió su calzado
deportivo bajo la cama y rescató del olvido un par de zapatos de tacón de aguja
que apenas había estrenado en alguna ocasión especial como bodas y bautizos.
Luego seleccionó un bolsito bastante mono a juego con el conjunto y metió en su
interior todos los enseres que juzgó necesarios.
Dos horas después, cuando se hubo arreglado, salió de su
piso y bajó con pasitos cortos a la calle. Ariel estaba deslumbrante y, con su provocativa
indumentaria, llamaba la atención de todos los transeúntes masculinos. Los
hombres que pasaban a su alrededor quedaban boquiabiertos y se volvían, una vez
habían pasado por su lado, para contemplar una segunda vez a la chica.
Ariel paseó sus muslos por la concurrida vía pública y,
tras detenerse en varios escaparates, por fin entró en unos grandes almacenes.
Impulsada por una extraña fijación, fue directa a la sección de juegos de mesa
y compró un juego de ajedrez en madera tallada a mano así como varios libros especializados
en el tema. Por primera vez en su vida, la joven sintió la necesidad de mejorar
en ese campo. Seguía sin encontrarle una utilidad concreta al juego de reyes,
pero algo en su interior la empujaba a desentrañar los secretos del ajedrez.
Quería ser la mejor y demostrar su valía.
Reflexionando sobre sus
proyectos, Ariel pasó la mano por su larga melena oscura mientras regresaba a
su domicilio para comenzar el aprendizaje ajedrecístico. En ningún momento,
advirtió la diminuta y nueva cicatriz que había en su nuca.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de marzo de 2013.
Ilustración: Foto de prensa de la película Forbidden Planet (1956).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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