Me
llamo María y tengo veinte años. Descubrí el ajedrez en la escuela primaria,
cuando apenas tenía nueve. El centro ofrecía clases extraescolares a todos sus
alumnos y mis padres decidieron apuntarme al taller de ajedrez que un monitor venía
impartiendo con éxito en la escuela desde hacía varios cursos. Se les dijo que
el ajedrez estimularía mi mente y potenciaría mi capacidad para el cálculo
mental, la toma de decisiones y el grado de concentración.
La
verdad es que se me daba bastante bien. Aprendí con rapidez el movimiento de
las piezas y, aunque era novata, destacaba entre los chicos de mi edad. Ya se
sabe que las chicas solemos ser más estudiosas. Empecé a leer algunos libros de
ajedrez y en pocos meses llegué a ser la primera de mi clase. El monitor
sugirió a mis padres que podía ser una buena idea federarme en su club y
disputar los campeonatos escolares que cada año se celebraban en la ciudad.
Fue
entonces, al competir fuera de la escuela, cuando reparé en que la mayoría de
jugadores eran chicos. Nosotras éramos una minoría y raramente ocupábamos los
puestos de cabeza en los torneos. Cuando asistí a campeonatos abiertos para
todas las edades, constaté que la tendencia se mantenía entre los adultos. Por
cada cien jugadores había sólo una participante femenina que solía alcanzar
resultados medios o incluso bajos.
Este
hecho me pareció un sinsentido. Si el ajedrez era un deporte mental y las
chicas éramos mejores estudiantes, deberíamos copar los mejores resultados o,
como mínimo, ser tan competitivas como cualquier hombre.
También
me sorprendió –y negativamente- que los torneos, empezando por los campeonatos
escolares, tenían reservados unos premios a las mejores féminas como si
compitiéramos en una liga independiente. Como si fuéramos diferentes, como si
nuestro cerebro fuera distinto. Podía entender que hubiera diferencias en
atletismo o judo, donde la superioridad física del hombre está fuera de toda
duda, pero me sublevaba aquel tratamiento diferencial. Me enteré incluso de que
existían unas titulaciones reservadas exclusivamente al género femenino:
Maestra FIDE Femenina, Maestra Internacional Femenina y Gran Maestra
Internacional Femenina. Por supuesto, existía una versión absoluta –o mejor
dicho, masculina- de dichos títulos que algunas –pocas, muy pocas- mujeres
habían alcanzado también.
Se
me dijo que todo ello respondía a un intento de los organizadores por
popularizar y extender el ajedrez entre nosotras. Se me habló de una tradición
eminentemente masculina que durante siglos había apartado del tablero a las mujeres
y de que ahora se trataba de invertir y corregir esa tendencia. Se me argumentó
en favor de la discriminación positiva y llegué a creerla.
Comencé
a participar en torneos escolares y, en poco tiempo, logré todos los premios
femeninos. Competíamos mezcladas con los chicos pero siempre había reservada
una tripleta de copas para las mejores féminas. Éramos francamente pocas y a
veces me daba la sensación de que en realidad competía sola. Llené mi
habitación de trofeos pero ninguno absoluto, masculino. A la mínima que me
encaramaba a los puestos de cabeza, algún chico me derrotaba y volvía a estar
entre el pelotón. De este modo, quedaba vigésima de la clasificación mixta pero
campeona femenina de mi edad. Así transcurrieron mis años de benjamín, alevín,
infantil y cadete. Resumiendo, crecí entre algodones.
Cuando
llegué a la pubertad y di un estirón, algo cambió. Los mejores jugadores de mi
edad, que antes me ignoraban, empezaron a codearse conmigo y trataban de ser
mis amigos. Me tiraban los tejos. Y no les voy a engañar, me gustaba. Pero
pronto comprendí que era el principio del fin.
Como
todas las chicas, soy presumida y me gusta arreglarme. Me ponía mis mejores
galas, acudía a los torneos y pagaba mi inscripción reducida. Como si se
tratara de una discoteca, las mujeres siempre pagábamos menos. ¡Vaya usted a
saber por qué! Entonces me sentaba a jugar y daba igual contra quién fuera o en
qué tablero jugara. Siempre tenía un corrillo de mirones a mi alrededor que escrutaba
cada detalle de mi partida o, mejor dicho, de mi persona. Lo deportivo carecía
de importancia. Nadie prestaba atención a mi ataque de minorías o a mi sutil
cambio de piezas. Todos clavaban sus ojos en mi escote o se colocaban
estratégicamente para ver mis braguitas bajo la minifalda. Ejercía de gogó
ajedrecística. Sé que algunas de mis compañeras se vestían así a propósito para
despistar a los rivales pero yo lo hacía simplemente por estar guapa y me ponía
muy nerviosa que los viejos verdes babearan a mi costa. Incluso los Grandes
Maestros se aproximaban a mi partida y pavoneaban todo lo posible. Se
inmiscuían en los análisis post mortem
y trataban de seducirme con sus acertados comentarios. Se diría que confundían
el tamaño de su Elo con el del pene. Los muy cretinos pensaban que caería
rendida a sus pies.
En
Internet pasaba lo mismo. Cuando entraba en la web de ajedrez para echar unas partidas rápidas, en poco tiempo se
formaba a mi alrededor un grupito de aduladores y empezaban a preguntarme en el
chat qué edad tenía, si era rubia o
morena o, puestos a pedir, si tenía novio. Los había incluso que, directamente,
me insultaban y tecleaban auténticas burradas. Comprendí demasiado tarde que
fue un error adoptar un seudónimo femenino y colgar una de mis mejores fotos en
la red. La gente no quería jugar conmigo sino ligar. Y lo peor de todo es que
muchos de los que me agobiaban eran hombres casados y con hijos que se hacían
pasar por chicos de mi edad.
Así
fue como decidí abandonar este mundillo y pasarme a la danza. Allí nadie me
agobia y los pocos hombres que comparten afición conmigo suelen tener otro tipo
de inclinaciones.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 25 de diciembre de 2012.
Ilustración: Dos bailarinas en el escenario de Edgar Degas (1874).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Gran relato, Joan. Por un momento, me vi transportado a las Cocheras de Sants, donde pasa exactamente eso que le pasa a la ajedrecista narradora protagonista.
ResponderEliminarSaludos,
¡Gracias! Es una hipótesis de por qué lo dejan tantas chicas. El factor sociológico me parece incuestionable...
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