sábado, 25 de agosto de 2012

Fuego de artillería



La lluvia caía esa noche con gran estrépito. El cielo, sacudido por los relámpagos, se iluminaba por momentos bajo el implacable retumbar de los truenos. ¿O eran cañones? El joven Hans no lo tenía claro. Nunca había aprendido a distinguir, totalmente, el sonido de los truenos del de una Bertha, un mortero pesado de 420 milímetros capaz de arrojar granadas de más de un metro de largo y 800 kilos de peso. El orgullo de la nación alemana. Hans dirigió una mirada asqueada a su alrededor y contempló un espectáculo lamentable. La trinchera que habían cavado meses atrás se estaba convirtiendo, nuevamente, en un barrizal fangoso. Mañana tocaría repararla. Los soldados se apiñaban, llenos de barro, bajo unos castigados toldos mientras unos pocos, los más afortunados, descansaban en el interior de los refugios. En la guerra de trincheras no había lugar para el honor y menos para un simple soldado de infantería.

Pero lo que más molestaba a Hans era que probablemente tendría que interrumpir su partida de ajedrez con Otto, un bávaro de espeso bigote con el que solía apostarse cigarrillos cada noche. A diferencia de Hans, que había trabajado de escribiente en la Schillerstrasse de Berlín, Otto era un campesino hosco y malhumorado que antes de la Gran Guerra trabajaba en una caballeriza. Pese a sus brusquedades de hombre rural, Otto era un rival digno de elogio, salvo cuando se ponía a canturrear en mitad de las partidas; una costumbre que solía emplear cuando iba perdiendo. Pero no había muchos soldados que jugasen mejor que Otto, así que Hans se daba por satisfecho con su rival. Así, cuando la noche extendía sobre ellos su manto de estrellas, estos dos hombres tan dispares empezaban su guerra particular.

Llovía mucho. Hans examinó de nuevo la posición que el tablero le brindaba ante sí. Tenía un peón de más pero si quería conservarlo, debería aguantar un autentico chaparrón, dentro y fuera del tablero. Intentando aislarse de los canturreos de Otto, Hans empezó a concentrarse más y más en la defensa precisa que exigía su delicada situación. No era la primera vez que Hans había sucumbido a los virtuosos ataques de Otto y no quería repetir esa amarga experiencia. Nervioso, Hans buscó en el interior de sus bolsillos y extrajo un cigarrillo arrugado. Echó mano de su mechero pero Otto le tomó del brazo y le recordó que no podían fumar en la trinchera. Los francotiradores franceses, agazapados en sus madrigueras, esperaban cualquier oportunidad para abatir a un soldado despistado y la luz que despedía un cigarrillo era un blanco perfecto en mitad de la noche. Hans refunfuñó malhumorado pero acató el consejo de Otto, pocos años mayor que él y muy experimentado en cuestiones de trinchera.

Hans odiaba el gambito de rey. Otto no sabía jugar otra cosa y siempre se lo planteaba así que Hans ya se había acostumbrado a ir comiendo piezas mientras capeaba el temporal como podía. Tras unos minutos de reflexión, el joven Hans movió su caballo y escrutó el semblante de su eterno rival. Otto no parecía sorprendido y se limitaba a canturrear mientras arrugaba su frente.

Muy lejos quedaba su vida en Berlín. Hans añoraba el sabor de una buena cerveza negra y los paseos con Frida, su prometida, una hermosa muchacha rubia de ojos azules. En condiciones normales ya se habrían casado pero con la llegada de la guerra decidieron posponer sus planes hasta que finalizara el conflicto. De esto hacía ya tres largos años. Al principio, las cartas eran animosas y frecuentes pero a medida que avanzaba la contienda, las cartas se tornaron más frías y distantes. Hans, desconfiado por naturaleza, pensaba lo peor e imaginaba a su Frida en los brazos de otro mientras él se pudría en esa trinchera.

Hans se irritaba mucho cuando pensaba en ese tema y, para tranquilizarse, fijó su atención en Otto, que todavía seguía canturreando. Para Hans, el bávaro era todo un enigma. Pese a que habían compartido innumerables partidas de ajedrez, seguía sin conocerle bien. Otto no hablaba casi nunca de su vida en el campo. Y cuando se marchó de permiso durante unos días, el año anterior, tampoco comentó gran cosa. Se limitó a traer consigo algunos cigarros y a decir que todo había ido bien.

Otto sacrificó entonces un alfil ante la sorpresa de Hans. No se lo podía creer. ¿Cómo se le había pasado por alto semejante amenaza? Hans se sumió en una larga y desesperada reflexión. Otto había dejado de cantar. Si se comía el alfil, recibiría mate en tres jugadas y si no se lo comía, Otto tomaría ventaja decisiva. Hans se devanaba los sesos en busca de una escapatoria que no llegaba. Los cigarros que iba a perder eran lo de menos; se trataba de una cuestión de orgullo personal. Aquel paleto de pueblo no podía derrotarle.

Como Hans demoraba su respuesta, Otto buscó en su uniforme y extrajo una raída cartera de cuero. Sacó de ella unos papeles y se entretuvo mirándolos con cara de bobalicón. Hans no se lo podía creer. Ese cretino se estaba mofando de él y, dando por ganada la partida, ya se dedicaba a otras cosas. En esos momentos, un obús cayó cerca de ellos causando un gran revuelo entre la tropa. Los franceses habían iniciado otra ofensiva. Con el susto, Otto dejó caer sus papeles a los pies de Hans. Éste los recogíó y cuál fue su sorpresa al comprobar que, entre ellos, había una foto de su querida Frida.

Hans quedó conmocionado. No sabía qué pensar. ¿Se la habría robado Otto? El bávaro extendió su mano para recuperar la foto y Hans estalló encolerizado pidiendo explicaciones. Otto le respondió que Frida era su novia y que no entendía a qué venía toda esta historia. Hans quedó desconcertado y, derrumbándose, se sentó en el barro. Otto le explicó que había conocido a aquella muchacha durante su permiso del pasado año. El padre de Otto había sido ingresado en el hospital de Berlín y Otto fue a visitarle. Durante su estancia en la ciudad, conoció a Frida y, tras un breve romance, empezaron a salir juntos. Cuando tuvo que volver al frente, Frida le entregó aquella fotografía y prometió escribirle. Hacía ya varios meses que se carteaban.

El teniente Schroeder salió del refugio y, bajo una lluvia torrencial, ordenó a los soldados que se dispusieran para la defensa. Los franceses bombardeaban a discreción y se temía un asalto de infantería. Rápidamente todos empezaron a preparar sus bayonetas y a revisar la munición. Bien, todos salvo dos. Hans se levantó y mostró a Otto la fotografía que él también tenía de Frida. Eran idénticas. Otto no acababa de entender y Hans le confirmó que ambos estaban prometidos con la misma mujer.

Los franceses iniciaron su ataque y en poco tiempo empezaron a oírse sus voces, cada vez más cerca. El teniente Schroeder ordenó fuego a discreción. Hans y Otto cogieron sus fusiles y se parapetaron en la trinchera. Los disparos se sucedían y había numerosas bajas en los franceses, que apenas lograban avanzar. Hans todavía rabiaba por dentro y, en un ataque de furia, clavó su bayoneta repetidas veces sobre un sorprendido Otto. El bávaro, herido de muerte, cayó de rodillas en el barro pero aún tuvo tiempo de disparar sobre Hans, acertándole de lleno en la cara. Hans cayó muerto. Otto, dejando un rastro de sangre, se arrastró por el barro hasta llegar a Hans y le arrebató la foto de Frida. Sería solo suya. El bávaro contempló felizmente la imagen de la rubia y, finalmente, perdió el conocimiento para siempre.


La ofensiva francesa resultó ser otro sonado fracaso y, tras la matanza, fueron nuevamente rechazados. El teniente Schroeder revisó el estado de sus hombres tras el combate. Tenía que hacer un recuento de bajas para el informe de rutina. Era una tarea desagradable pero sabía que era su obligación. Así que, cuando vio los cadáveres de dos soldados alemanes, se acercó para identificarlos. Tomó sus nombres y cuando estaba a punto de irse vio algo que le extrañó. Había una fotografía de Frida, su esposa, en el suelo.


Publicado en www.cesantmarti.com el 1 de agosto de 2003.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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