viernes, 28 de septiembre de 2012
A l'ombra fresca dels oms
Assegut a l’ombra fresca dels oms
que creixen alts a la vora del riu,
xuclats de saba per heures d’estiu,
observo, feliç, els boscatges roms.
Aquí les bèsties no duen noms,
ni demanen permís per fer el niu,
només actuen quan l’instint els diu,
sense civilitzats perquès ni coms.
Així veig com corre, fugaç, la cerva,
com la truita de riu neda ben bruna
i voleia el borinot engroguit.
I a mi? Dimonis! A mi qui m’observa?
A mi m’observen el sol i la lluna,
les mil estrelles i el cel infinit.
Publicat el 28 de setembre de 2012 a www.lasiringadepan.blogspot.com.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
martes, 25 de septiembre de 2012
Roja reluce la rosa
Roja reluce la rosa,
flor
que seduce mi ser.
Fresca,
esbelta, hermosa,
pronto
me hará enloquecer.
Tiendo
mi mano ansiosa,
tal
es mi afán de querer.
Pincha
la flor espinosa,
nunca
se deja coger.
Ríe
la flor vanidosa,
sangra
mi mano y mi ser.
Ella
sonríe gozosa,
viéndome
hoy perecer.
Publicado el 25 de septiembre en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración: No hay rosa sin espinas de Carl Spitzweg (1850).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Ilustración: No hay rosa sin espinas de Carl Spitzweg (1850).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
sábado, 22 de septiembre de 2012
El legado de Don Ramiro
Don Ramiro se aplicaba con
esmero desde hacía años. Jubilado, sin hijos y tremendamente aficionado al
ajedrez, el anciano empleaba todo su tiempo en un ambicioso proyecto: publicar
un libro que recopilara sus mejores partidas.
La magia del tablero pronto cautivó
su tierno corazón y, ya en su juventud, Don Ramiro perseguía el jaque mate. No
era un jugador especialmente talentoso pero, con paciencia y tesón, logró ir
puliendo sus defectos y convertirse en un refinado ajedrecista.
Siendo adolescente ingresó en
el club de ajedrez que estaba más cerca de su hogar y en poco tiempo llegó a
disputar partidas con el primer equipo de la entidad. La afición de aquel
muchacho por el juego era de tal magnitud que absorbía todo su tiempo. Así, el
jovenzuelo pasaba las tardes en el club, disputando partidas rápidas o
analizando intrincadas posiciones con sus colegas. Durante algunos años, llegó
incluso a dar clases de ajedrez en varias escuelas con la noble idea de crear
cantera abundante, pero la misión resultaba tan agotadora que pronto delegó la
tarea en otros compañeros de club más extrovertidos.
Tuvo alguna que otra
pretendienta, pero nada serio. Por alguna extraña razón, las mujeres parecían incompatibles
con el ajedrez. Fingían interesarse por el juego con el fin de granjearse su
confianza pero, tarde o temprano, empezaban a poner pegas y rehuían el club,
buscaban excusas para no inscribirse a los torneos e intentaban, sibilinamente,
alejarlo de su afición y convertirlo en un individuo normal y corriente. Por
ese motivo, el joven Ramiro resolvió alejarse de ellas, mantener el celibato y
consagrar su vida al ajedrez.
Los años fueron pasando y,
obviamente, no tuvo hijos. Don Ramiro se consoló con sus compañeros de club,
disputando innumerables partidas con ellos y charlando animadamente sobre
cualquier minucia que tuviera que ver con su amado pasatiempo.
A menudo, los jugadores no se
ponían de acuerdo sobre quién ganó tal o cuál torneo, de manera que Don Ramiro
llegó a una grave conclusión. Si no anotaba sus éxitos, todo aquello que
lograra tarde o temprano se perdería en el olvido. Y así fue cómo surgió en aquel
individuo una obsesión, casi egipcia, por sobrevivir a la muerte y no caer en
el anonimato. Sus partidas serían los hijos que nunca tuvo y le darían la
oportunidad de permanecer en el recuerdo de sus amigos más queridos.
Empezó a recopilar sus mejores
partidas de ajedrez con la esperanza de reunirlas en un libro divulgativo sobre
el juego. El hombre anotaba escrupulosamente todas las partidas que disputaba y
luego las analizaba con detalle. Si encontraba algún error de bulto en alguna
de sus jugadas, descartaba la partida y ésta quedaba arrinconada para siempre en
un cajón. En cambio, si consideraba que merecía la pena, realizaba un detallado
análisis de la misma y tecleaba todas las variantes con ayuda de su vieja
máquina de escribir. Para amenizar la futura lectura de sus escritos, Don
Ramiro incluía numerosas anécdotas y diagramas que mostraban la posición de las
piezas sobre un tablero en dos dimensiones. Los diagramas eran realizados con
ayuda de un curioso equipo de tampones que, con tinta, reproducían fielmente la
forma de cada pieza sobre la casilla que correspondiera.
Con los años, su selección de
partidas fue aumentando a medida que realizaba pequeñas obras de arte sobre el
tablero. Tan orgulloso estaba de su creación, que los apuntes de su libro
siempre lo acompañaban a todas partes. El anciano aprovechaba cualquier ocasión
para mostrar alguna de sus viejas partidas a los presentes y no dudaba en perfeccionar
los análisis si se daba la ocasión.
El tiempo transcurría veloz y Don
Ramiro jamás encontraba el momento de concluir su libro pues, siempre jovial y
optimista, creía que todavía podía ensanchar la obra con nuevas partidas.
Demoró el final hasta el delirio y, tomando precauciones, dispuso un sobre con
sus últimas voluntades. En ellas, el viejo daba instrucciones a su familia para
la publicación del libro tras su muerte e incluía una importante suma de dinero
con la que sufragar los gastos de edición e impresión.
Una insuficiencia
respiratoria marcó el punto y final de Don Ramiro. El hombre murió de madrugada,
solo y aferrado a su voluminoso libro. Nadie acudió al entierro y los escasos
parientes que conservaba se gastaron sus ahorros en otros menesteres. Su libro,
el compendio de toda una vida, acabó en una papelera. De ahí pasó a un
contenedor hasta que un camión de la basura trituró el volumen y lo llevó al
vertedero municipal. Sus desordenadas hojas fueron esparcidas a pleno sol en lo
alto de una montaña de desechos con la única compañía de las gaviotas
carroñeras. Aquella misma tarde llovió y la tinta de sus hojas se escurrió como
lágrimas entre el papel. Pasados unos días, una excavadora recogió lo que
quedaba de sus sueños y lo llevó a la incineradora.
Publicado el 22 de septiembre de 2012 en www.lasiringadepan.blogspot.com .
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
lunes, 17 de septiembre de 2012
Acaloramiento súbito
El muchacho aborrecía
el verano. Trece años de edad y aborrecía el verano. Su familia, como tantas
otras, emprendía cada agosto una interminable odisea en coche hasta las
concurridas playas de la Costa Brava. En el interior de un modesto utilitario,
un SEAT 600 blanco, el chico debía compartir su escaso oxígeno con papá, mamá,
su hermana Carlota y un variado surtido de maletas con obesidad mórbida. Las
bicicletas viajaban arriba, perfectamente anudadas a la baca del coche. Cada
verano, por el capricho de sus padres, Claudio tenía que abandonar su ciudad,
sus amigos, el club de ajedrez y todo lo que podía despertarle un mínimo de
interés, para afrontar treinta interminables jornadas de sol ante el mar.
Llegados a su
destino, los Martínez solían alquilar un apartamento en primera línea de mar,
que no costara demasiado, y cada día se empeñaban en tostarse sobre la arena
hasta que el astro rey decidía ocultar sus luminosas posaderas tras un horizonte
repleto de hoteles.
Claudio odiaba la
arena. Se introducía en todas partes, era difícil de quitar, y hasta en una
ocasión llegó a tragarse una torre blanca para desesperación del niño. Como si
de unas arenas movedizas se tratara, la torre fue hundiéndose con implacable
lentitud y desapareció para siempre. Desde entonces, una moneda de cinco duros
con la efigie del caudillo suplantaba a la difunta pieza.
El chico trataba de
consumir los días lo mejor que podía, chupando polos y jugando consigo mismo o
releyendo algún viejo libro de ajedrez, especialmente los amarillentos artículos
de Román Torán. Había intentado conseguir compañeros de juego pero nadie le duraba
más de dos partidas. Su padre dejó de jugar con él cuando comenzó a perder
sistemáticamente todos los encuentros con su hijo. La excusa oficial era que el
ajedrez le producía dolor de cabeza. Su madre empleaba el tiempo en otras
actividades más intelectuales como las revistas del corazón, o mejor aún, las
intimidades de los otros veraneantes. Jamás tocaba una pieza, salvo para recogerla
y poner los cubiertos en la mesa. En cambio, su hermana Carlota, de cinco años
de edad, simplemente era un estorbo. Demasiado pequeña, alternaba jugadas
absurdas con movimientos ilegales de manera que jugar con ella era una
auténtica lata. Salía más a cuenta jugar solo o mirar las partidas de los grandes
ajedrecistas del pasado y tratar de aprender alguna cosa.
Claudio llevaba un
par de días analizando el Gambito Budapest y todavía no tenía claro si era
mejor conservar el peón de más o devolverlo en el momento oportuno. Su plan era
perfeccionar la variante y darle un buen repaso a su amigo Lorenzo cuando
volvieran a verse las caras en el club. Su rivalidad venía de lejos, de los
campeonatos escolares, pero era una competencia sana que les impulsaba a
mejorar su juego.
De repente, alguien
pasó corriendo a su lado y llenó el tablero de arena. Claudio refunfuñó por la
interrupción y, haciendo visera con la mano, alzó la vista para detectar al
culpable y cantarle las cuarenta. Entre un mosaico de toallas y sombrillas
multicolores pudo divisar a una rubia en bikini que corría hacia el mar. Debía de
tener su misma edad, unos trece años, y por su piel blanca y pecosa, debía de ser
inglesa o alemana, quizá sueca. La melena rubia parecía confirmar la hipótesis.
Claudio vaciló por
unos instantes. Las complejidades del Gambito Budapest le estaban esperando
pero la imagen de aquella preciosidad en bikini, saltando alegremente y
retozando sobre la arena de la playa, nubló su mente. El muchacho notó un súbito
acaloramiento, una creciente inquietud en su fuero interno, un cambio sutil en
su escala de prioridades. Tomó la moneda de cinco duros y, abandonando el
tablero, corrió tras la rubia.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 17 de septiembre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
viernes, 14 de septiembre de 2012
La fada verda
Amarg és el verd pòsit de l’absenta,
dorm en la meva copa de cristall
mentre, glop a glop, caient gola avall
em procura, vil botxí, una mort lenta.
Cap dolç terròs de sucre m’acontenta
per molt que el remulli amb pena i treball
sobre una cullereta de metall
quan hi aboco, trist, aigua gens calenta.
Només queda mirar de fit a fit
la cruel fada verda que m’ofega
en un mar de llàgrimes de licor.
Cap inspiració, si està entristit,
troba el poeta quan incaut navega
en els freds oceans del desamor.
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 14 de setembre de 2012.
Il·lustració d'Edgar Degas, La bevedora d'absenta, 1876.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
jueves, 13 de septiembre de 2012
Caseta de tiro
La escopeta que me ofreció aquel feriante greñudo no me gustó en
absoluto. La mirilla estaba desviada y tardé varios perdigones en localizar a
dónde iban a parar mis disparos. El feriante me sonreía tácitamente mientras le
entregaba otra media docena de balines a un niño que, a mi lado, estaba
malgastando el dinero de su padre. Y todo por un triste peluche. Cuando por fin
comencé a dar en el blanco, el tipo de las greñas trató de desconcentrarme
interponiéndose entre mi diana y yo. Esperé a que pasara de largo y,
conteniendo la respiración, le disparé en el trasero.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 13 de septiembre de 2012.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
miércoles, 12 de septiembre de 2012
La defensora de la llibertat
“¡Se persigue el español!” diu als xats,
i titlla de friquis descerebrats
el milió i mig que va a la Diada.
Jo li responc –en castellà- que cada
persona és lliure d’obrir debats
i canviar, si no hi creu, els estats
on paga els impostos. Quina putada!
Lliure d’opinar s’ha declarat,
i jo li recordo que també puc
expressar com ella una opinió.
La defensora de la llibertat,
donant exemple, em veta al seu facebook.
Què fatxa i falsa! Fas molta pudor!
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 12 de setembre de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
martes, 11 de septiembre de 2012
El petó
Quan la vaig trobar, ja de matinada,
em cobrí la cara amb el curt quitó,
ella digué: “No temis pel petó,
¿qui pogué veure’ns juntes per la prada?”
“Ens veié” –vaig dir- “la nit estelada;
i la lluna, des del seu bastió,
li explicà a l’aigua del pou fanfarró,
que no tardà en dir-li a la ferrada”.
“I aquesta, plena d’aigua, li digué
a les dones que anaven a rentar,
i aviat ho sabrà l’illa sencera”.
“S’assabentarà ma mare i, també,
el meu pare abans no ho pugui negar:
Bilitis i Safo es besen a l’era!”.
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 11 de setembre de 2012.
Il·lustració: Bilitis (7) de George Barbier (1922).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
lunes, 10 de septiembre de 2012
Retrete infernal
Eduardo aguantó la respiración y empujó una vez más. Su rostro,
desencajado por el esfuerzo, adquirió una tonalidad rosácea, casi lilosa. Se
aferró con decisión al toallero que había a su izquierda y apretó con todas sus
fuerzas. Una catarata de sudor perlaba su ancha frente. Las gotas resbalaban
por sus mofletudas mejillas y acto seguido caían en el suelo.
De pronto, algo cambió en su interior. Un leve cosquilleo interno,
seguido de una traca de explosiones intestinales, desatascó el entuerto y
alivió por completo sus sentidos. Un inconfundible olor a metano inundó la
estancia y se propagó rápidamente por el retrete.
Todo había pasado. Eduardo se sentía ligero como una pluma. Estaba a
punto para retomar la contienda. Limpió con esmero su trasero y se subió los
pantalones. Tiró de la cadena y, tras comprobar que la taza estaba impecable, se
lavó las manos y la cara con un bote de jabón líquido que algún alma caritativa
había dejado sobre la pica. Eran actos mecánicos, inconscientes, que el hombre
había realizado toda su vida y apenas les prestaba atención. Su mente estaba en
otra parte. Eduardo permanecía concentrado en su larga y compleja partida de
ajedrez. Su rival, una joven andrógina y medio autista de pelo corto, le había
planteado un Gambito de Dama y ambos estaban porfiando en un farragoso final de
torres. Eduardo tenía peón de más pero la posición olía a tablas y lo peor de
todo es que su equipo necesitaba imperiosamente el punto. Las otras partidas ya
habían concluido y ofrecían un resultado absolutamente igualado. Solamente una
victoria en su tablero podía desequilibrar el encuentro y salvar a su equipo
del descenso de categoría. La chica había dado muestras de inseguridad en sus
últimos movimientos con la torre y Eduardo presentía que la muchacha podía
cometer algún error serio en cualquier momento.
El hombre descorrió el pestillo y trató de abrir la puerta pero, por
más que accionaba el tirador, la puerta no se abría. ¡Se había atascado!
Eduardo tiró con más fuerza que antes pero todo seguía igual. No se abría. Era
consciente de que la situación era ridícula y se prestaba toda clase de bromas pero
su partida seguía en marcha y no podía perder más tiempo. Miró a su alrededor y
comprobó que el lavabo no disponía de ventana alguna. Una cuadrícula de
azulejos blancos rodeaba su persona. Eduardo se exasperó y golpeó la madera con
gran estruendo, pidió auxilio a pleno pulmón pero nadie respondía. Pegó su
oreja al barniz de la puerta y no lograba escuchar nada, ni conversaciones, ni
pasos. Eduardo sabía que el servicio quedaba un poco alejado de la sala de
juego y, desde allí, quizá no se oían sus gritos así que repitió la operación
varias veces con la esperanza de obtener más éxito. Sus compañeros no tardarían
en buscarle y darían con él. Solamente tenía que ir armando escándalo y tarde o
temprano le sacarían de allí.
Examinó su reloj de pulsera y comprobó con pesar que las manecillas estaban
girando demasiado deprisa para su gusto. Eduardo comenzó a temer por su
partida. Si se retrasaba mucho más, perdería por tiempo y su equipo bajaría de
categoría. Golpeó duramente la entrada e incluso propinó diversas patadas a la
puerta pero la madera no cedía. Los goznes mantenían heroicamente su posición y
el único que parecía salirse de quicio era el propio Eduardo con su creciente
enfado. Dispuesto a cortar por lo sano, el hombre tomó carrerilla y embistió lo
más fuerte que pudo pero lo único que logró fue lastimarse el hombro y caer al
suelo. Su ropa se manchó de orines ajenos.
Eduardo se levantó totalmente fuera de sí y comenzó a chillar como un
loco. El ímpetu de sus gritos fue aumentando a medida que su tiempo se agotaba
pero, finalmente y para desesperación suya, llegó a la conclusión de que debía
de haber perdido por tiempo. ¡Qué desfachatez! Arrojó el bote de jabón contra
el espejo y el cristal se partió en una multitud de afilados pedazos. Eduardo
estaba furioso. Pensaba impugnar el resultado de la partida y quejarse a la
federación por el mal estado de las instalaciones del club rival. Consideraba
que el suceso era imperdonable y merecía un castigo ejemplar.
Pero, ¿y sus compañeros? No habían dado señales de vida. Lo lógico era
que ya hubieran acudido a rescatarle. ¿Qué debía estar ocurriendo en el
exterior? Eduardo se secó el sudor en un pañuelo y decidió esperar. Si hubiera
llevado el móvil, habría podido telefonear a alguien y pedir ayuda. Ya estaría
fuera, pero Eduardo era enemigo de la tecnología y, cuando se avecinaba alguna
partida de competición, solía dejar el teléfono en casa. Por tanto, seguía
atrapado y sin comunicación con el exterior.
Recordó que todavía llevaba una chocolatina encima y la extrajo bruscamente
de su bolsillo. Arrancó el envoltorio y la devoró compulsivamente. En cierta
ocasión había escuchado que Kasparov tomaba barritas energéticas durante sus
partidas para mantenerse en plena forma. Eduardo llevaba años emulando al
campeón ruso en detalles como ése pero, por alguna extraña razón, su rendimiento
ajedrecístico no acababa de ser el mismo.
Las horas fueron sucediéndose y Eduardo seguía atrapado en aquel retrete.
De vez en cuando, aporreaba la puerta o pedía auxilio pero nadie respondía a
sus gritos. La energía de la chocolatina estaba más que agotada y empezó a sentir
hambre. Lo que hubiera dado por comerse un plato bien cargado de fabada
asturiana con su choricito picante y una morcillita grasienta. Acompañaría el
festín un buen vino tinto que tuviera cuerpo y solera. Y de postre, tomaría flan
de la casa con nata montada y azúcar.
Un gruñido estomacal despertó a Eduardo de su ensoñación gastronómica y
le recordó que seguía encerrado en aquel odioso lavabo. Tenía sed. Abrió el
grifo y comenzó a sorber un agua fresquita que le supo a gloria. Pero para
desgracia suya, no pudo satisfacer completamente su ansia de líquidos. A los
pocos segundos de haber abierto el grifo, el chorro de agua comenzó a menguar y
acabó por extinguirse completamente. Eduardo maldijo su suerte y lamió las
últimas gotas antes de que desaparecieran para siempre a través del desagüe.
Decidió echar una cabezadita mientras le sacaban de allí. No debía de faltar
mucho. Se sentó en la taza del váter y reclinó su espalda en la cisterna. Para
coger el sueño, trató de concentrarse en el final de torres que seguramente
había perdido por tiempo y estuvo evaluando de memoria algunas posibles
estrategias hasta que quedó rendido y se durmió.
Cuando despertó, Eduardo comprobó que todo seguía igual. Miró su reloj
y vio que habían transcurrido seis horas más. El grifo seguía sin dar agua y su
cuerpo reclamaba alimentos a toda costa. Rescató del suelo el envoltorio de la
chocolatina y lo chupó desesperadamente. El sabor a cacao excitó sus sentidos y
aún le entró más hambre. Pataleó la puerta durante un rato y volvió a sentarse.
En algún momento su reloj dejó de funcionar. Seguramente se había
estropeado al golpear con rabia contra la madera. Una verdadera lástima. Trató
de darle cuerda, de ponerlo en hora pero las manecillas seguían quietas,
incapaces de girar por sí mismas. Se diría que habían muerto y padecían rigor mortis. Ya no controlaba el paso
del tiempo, suponiendo que pasara, y la espera resultaba agotadora.
Se hallaba completamente desorientado, desvelado, trasnochado. Ignoraba
si era de día o de noche. ¿Cuántos días debía de llevar allí dentro? Quizás
había estallado la Tercera Guerra Mundial y él no lo sabía. Permanecía ajeno a
lo exterior, atrapado en un pequeño universo de cuatro paredes más una puerta
infranqueable. El ajedrez había pasado a un segundo plano y lo importante ahora
era escapar, comer, sobrevivir. Tras esa barrera, estaba la libertad, su
destino.
Descubrió que no estaba solo. Un ser, diminuto y negro, pretendía
cruzar el suelo del lavabo ante la atenta mirada del recluso. Una cucaracha,
brillante y menuda, había entrado en su mundo. El mini-ser movía sus antenitas
filiformes y permanecía alerta mientras atravesaba lo que para él era una vasta
planicie de baldosas. Eduardo sintió un impulso animal, un arrebato insaciable.
Se abalanzó con ferocidad sobre la cucaracha y, tras pisarla un poco, la devoró
con frenesí. Todavía agitaba sus patitas cuando la dentadura del hombre estrujó
la débil coraza del ortóptero. Un crujido casi imperceptible, seguido de un
sabor intenso y amargo, recorrieron las papilas gustativas del humano. Era un
mundo pequeño y claustrofóbico pero Eduardo seguía estando en lo más alto de la
cadena alimenticia. Cuando tomó conciencia de la nueva situación, el hombre
sintió arcadas y vomitó un charco de bilis amarilla que le irritó la garganta.
Abrió el grifo pero no caía ni una gota de agua. Desesperado, arrancó la tapa
de la cisterna y halló una última reserva de agua potable. Enjuagó su boca y
escupió repetidas veces hasta que estuvo seguro de que ningún fragmento del bicho
quedaba entre sus dientes.
La segunda cucaracha ya tuvo mejor sabor. Al fin y al cabo no distaba
tanto del marisco. Era como una gamba plana y negra de secano. La rendija que
se abría entre la puerta y el suelo apenas medía unos milímetros de grosor pero
permitía el acceso a esos diminutos insectos y, cada cierto tiempo, alguno se
aventuraba en el retrete sin saber que Eduardo los acechaba con hambre lobuna.
Sus apariciones eran imprevisibles como un huracán, así que empezó a ponerles
nombres como los meteorólogos hacen con las tormentas tropicales, siguiendo un
orden alfabético. El primer insecto fue Aliojin y el segundo Blackburne. Luego
siguieron Capablanca, Dvoretsky, Euwe, Flohr y Gunsberg. El próximo sería el
Doctor Hübner.
Desafortunadamente, el ecosistema que Eduardo había creado estaba
condenado al fracaso. Las cucarachas constituían una dieta demasiado escasa
para un depredador de ciento veinte kilos. Además, las reservas de agua
descendían a un ritmo alarmante. El líquido de la cisterna terminó por agotarse
y lo mismo ocurrió con el agua sucia de la taza y de la escobilla. Las
secreciones corporales de Eduardo comenzaron a suplir, en la medida de lo
posible, la falta de agua y alimentos. Orina, excrementos y pelo constituyeron
un nuevo y suculento manjar.
Cuando años más tarde abrieron el retrete, lo único que hallaron fue un
esqueleto sentado en la taza. El caso produjo un gran estupor en la opinión
pública y fue portada de varios periódicos. Contaban que la madera de la puerta
había sido rascada en su lado interior con alguno de los muchos cristales que
había esparcidos por el suelo del lavabo. Un perito confirmó que el hombre se
había ayudado de las uñas para tratar de escapar. Se rumoreó incluso que el
barniz apareció impregnado de sangre seca y que la madera de la puerta
presentaba abundantes dentelladas. Lo que nadie remarcó en sus crónicas fue el
diminuto montón de cáscaras negras. Nadie lloró por el Doctor Hübner.
Publicado en www.cesantmartí.com el 12 de octubre de 2006.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
domingo, 9 de septiembre de 2012
Civilitzacions superbes
L’aigua ja no raja a la font d’en Güell,
amagada com està dins del bosc.
Va ser construïda en un clap ben fosc
on arrelen el plataner i el tell.
És al riu on brolla l’aigua en tropell,
fent rodolar el còdol abans tosc
i regant els freixes de fullam llosc,
car l’aigua és sempre vida i tresor bell.
Per què ja no raja la font d’en Güell?
Per quin obscur fat hi creixen altes
les vils ortigues i les males herbes?
Perquè la Natura fa desgavell
i esclafa les construccions malaltes
que alcen civilitzacions superbes.
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 9 de setembre de 2012.
Ilustración de Wendy Nohemi Arias Audiffred. Todos los derechos reservados.
jueves, 6 de septiembre de 2012
Pregària de l'arbre
de la taula i cadires on menjar,
de les portes i bigues de la llar,
i del mànec que les mans han brandit.
Sóc el fruit que sadolla el delit,
les cent branques on l’ocell pot niar,
sóc l’ombra fresca on et pots resguardar,
i la formosor del bosc presumit.
Sóc l’escalf que abriga quan és hivern,
el bastó que socorre la vellesa
i el taüt que t’acompanya al fossat.
Si em causes cap mal, ves al fosc infern,
però si em cuides, et faig la promesa
de procurar-te gran felicitat.
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 6 de setembre de 2012.
Imatge: Pinterest, autor desconegut.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
miércoles, 5 de septiembre de 2012
Les granotes
És lluna plena i rauquen les granotes:
Roc-roc! Roc-roc! Som filles de les fonts!
Roc-roc! Habitem a sota dels ponts!
Nedem curoses, estirant les potes!
Bufa la brisa i rauquen les granotes:
Roc-roc! Pèssim poeta en mars i monts!
Roc-roc! Que se t’enduguin cent Queronts!
No veus com ens avorreixes a totes?
M’enutgen tantes cruels veritats
i les apedrego cercant venjança,
però es capbussen les vils, fent bombolles.
No escoltis les amables amistats!
Si vols veritats, granotes en dansa!
Aristofàniques i del tot folles!
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de setembre de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
martes, 4 de septiembre de 2012
Maleducadas
Tuve que parar de leer mi novela en cuanto llegaron. Su
discusión sobre quién era mejor, si Madonna o Lady Gaga, era incompatible con
mi lectura de Doctor Zhivago. Por cómo miraban al guardia jurado que había apostado
en el otro andén, supe enseguida que las dos chicas no habían validado el
billete y encima tenían la desfachatez de no ceder su asiento a la viejecita
temblorosa que acababa de llegar.
Cuando el tren llegó a la estación, suspiré aliviado y,
agarrándolas con fuerza por el pelo, las arrojé a las vías. La locomotora frenó
y, tras los gritos y el chirrido, disfruté de un maravilloso silencio. Abrí el
libro y seguí leyendo.
Publicado en www.quimicamenteimpuro.blogspot.com el 22 de agosto de 2012.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
lunes, 3 de septiembre de 2012
El marqués y la lavandera
El marqués
esbozó una malévola sonrisa mientras movía su alfil. Confinado en el interior
de su celda, el aristócrata hacía ya varios años que se veía obligado a jugar
contra sí mismo o con alguno de sus toscos carceleros. Sus apasionadas y
memorables partidas en el Café de la Régence eran ya vagos recuerdos pero
todavía acudían, de tanto en tanto, a su mente. Recordaba todavía el semblante
enjuto y severo de Monsieur Robespierre, con un estilo tan agresivo y
sanguinario como lo fue su legado político, el Terror. Recordaba su semblante
de ira contenida cuando el marqués le derrotaba una y otra vez, amparado en
elegantes combinaciones y mordaces comentarios. ¡Qué tiempos aquéllos! No es de
extrañar que luego, cuando Monsieur Robespierre pasó a liderar la Revolución,
no sólo permitiera, sino que instigara su encarcelamiento. De nada habían
servido su vida como honesto ciudadano y ferviente revolucionario, ni tampoco
habían servido los sentidos discursos que pronunció en los actos de homenaje
que se dedicaron a Marat tras su muerte. Robespierre aprovechó un lamentable
error burocrático para apresarlo y vengarse de su antiguo rival. El marqués
pensó entonces que quizá no debió haberse mofado de Monsieur Robespierre ni
haberle recomendado releer la obra de Philidor.
La verdad era
que el marqués ya se había habituado a la vida carcelaria. Con humor, solía
repetir que era una suerte estar entre rejas ya que, de este modo, se ahorraba
tener que jugar con Bonaparte, el nuevo mandamás. Por lo visto, Bonaparte,
además de pésimo jugador, tenía fama de ser muy mal perdedor.
Pero en el
fondo de su corazón, el marqués añoraba su antigua libertad. El obeso
sexagenario que ahora permanecía entre las rejas del hospicio de Charenton,
antaño había sido un apuesto y elegante aristócrata que emulaba las hazañas del
mismísimo Casanova. En su estado actual, rodeado de dementes, locos y
alienados, ya no podía visitar aquellos entrañables burdeles parisinos donde un
noble podía satisfacer sus pequeños caprichos, barrocas excentricidades que
respondían a una desbordada imaginación y a una constante búsqueda del placer.
En cambio, ahora tenía que contentarse con solitarias distracciones y las
breves apariciones en su celda, de Madeleine, la lavandera.
Madeleine era
una jovencita de unos quince años, con el rostro más sugerente y delicado que
pueda imaginarse. Sus ojos brillaban con una curiosidad propia de su inocencia
juvenil, y sus labios, frescos y rojizos, sonreían cortésmente a todas horas.
Sus cabellos largos y lisos, de color castaño oscuro, caían sobre sus hombros
de una manera deliciosa, y la muchacha, pese a su origen humilde, poseía una
apostura noble y un halo seductor que embriagaba por completo al marqués y
excitaba su imaginación de libertino. La muchacha solía ir ataviada con un
vestido sencillo y funcional, de tonalidades marrones, que ceñía su estrecha
cintura y perfilaba una figura esbelta y delicada.
El ritual era
siempre el mismo. La puerta de su celda se abría y la muchacha, armada siempre
con un voluminoso cesto, entraba rápidamente y sustituía la ropa sucia por la
recién lavada, bajo la atenta mirada del marqués, que no perdía detalle. La
muchacha solía aprovechar sus visitas para lanzar una mirada furtiva al
interior de la celda ya que su contenido, un sinfín de libros polvorientos y
alguna que otra obra de arte, indicaban que allí se alojaba un recluso poco
habitual. Una de las cosas que más observaba era el tablero de ajedrez, repleto
de piezas en aparente desorden. Tras ese rápido ceremonial, Madeleine se
marchaba mientras el carcelero, un patán provenzal, cerraba de nuevo la celda
con llave.
En una de sus
habituales sesiones de onanismo desatado, el marqués empezó a tramar la forma
de prolongar las visitas de la muchacha. Cuando Madeleine entraba con su cesto,
el marqués le dirigía algún comentario galante y la chica se sonrojaba mientras
recogía la ropa sucia y dejaba la limpia. ¡Qué exquisita! El marqués la hubiera
sodomizado allí mismo de no ser por la estricta vigilancia del carcelero.
Un día, el
marqués realizó su jugada maestra y escondió entre la ropa sucia, un libro de
ajedrez. Era un simple manualillo que enseñaba a mover las piezas. El marqués
había pensado que el ajedrez podía ser un excelente anzuelo para su presa y,
como un paciente pescador, tenía todo el tiempo del mundo para esperar. Lo peor
que podía ocurrir era que perdiera un librito que ya no le hacía falta. Como de
costumbre, la muchacha entró, cogió la ropa sucia y dejó la nueva. Sin
advertirlo, se llevó con ella el libro de ajedrez.
Al día
siguiente, la muchacha entró de nuevo y, tras cambiar la ropa, sacó el libro de
uno de los bolsillos de su vestido para devolvérselo a su despistado
propietario. El marqués, con fingida generosidad, se lo regaló y le dijo que
cuando ella quisiera, si le daban permiso, podían jugar alguna partida ya que
según palabras textuales “estaba cansado de jugar con los carceleros”. La
muchacha dudó pero, seducida por el brillo de las piezas, aceptó aunque antes
debería aprender los rudimentos del juego con ayuda del librito.
En los días
siguientes, mientras Madeleine iba aprendiendo los movimientos de las piezas,
el marqués se encargó de ablandar, mediante sobornos, la vigilancia de sus
guardianes de manera que ambos pudieran jugar a ajedrez en la celda sin
intromisión alguna. Su principal argumento era que el ajedrez es un arte que
requiere tranquilidad. No parecía pues, que algo serio tuviera que ocurrir.
Finalmente, un
día apareció la encantadora Madeleine para jugar al ajedrez. El marqués se
alegró en lo más hondo de su ser. Escondió sus novelas pornográficas, de
lectura “a una mano” como él solía decir, y dispuso rápidamente su tablero de
ajedrez para iniciar una partida. Ofreció a la muchacha la mejor silla de la
celda y ambos se sentaron a jugar.
El marqués
había leído varias veces el tratado de Philidor y aplicaba a rajatabla el lema
de “los peones son el alma del ajedrez”. Combinado esto con un materialismo
feroz, extraído de las disquisiciones de La Mettrie y Holbach, el marqués era
un consumado jugador posicional. Mientras sus rivales se esmeraban en bellas
pero inocuas combinaciones, el marqués se comía toda pieza que pudiera. El
final solía ser siempre el mismo: un final ganador.
Con un gesto
de cortesía, el marqués cedió las blancas a su nueva compañera de juegos. La
muchacha vaciló por unos momentos, escrutada por la aviesa mirada del marqués,
e inició el juego con el peón de rey. La partida tomó pronto unos senderos
inhabituales ya que la muchacha estaba empezando a jugar, y algunos de sus
movimientos eran fruto de su inexperiencia. A medida que la partida avanzaba
ambos se concentraban más y más en la posición, aunque el marqués de vez en
cuando se tomaba un descanso y miraba detenidamente el generoso escote de
Madeleine, que insinuaba unos pechos firmes y deliciosos.
De pronto se
oyó un gran revuelo en los corredores del hospicio. Por lo visto, un recluso
había dejado fuera de combate a su carcelero, con un orinal, y andaba corriendo
desnudo por los pasillos, armando gran escándalo. Los carceleros iniciaron una
frenética persecución del prófugo y fue así como, sin proponérselo, el marqués
y Madeleine se quedaron solos en la celda, por supuesto, cerrada con llave.
La muchacha
lanzó una mirada de intranquilidad a la puerta y siguió meditando su jugada. El
marqués sabía que ésta era su oportunidad y tenía que aprovecharla. Como quien
deja caer un comentario casual, el marqués le aseguró que podían darle algo más
de emoción al juego. Madeleine se sorprendió y preguntó al marqués qué quería
decir con aquello. El marqués, desempolvando su oratoria ciceroniana de
escolar, le comentó que cuando Napoleón Bonaparte jugaba al ajedrez con la
bellísima Madame de Remusat, ambos se apostaban cosas. Y al decir esto, el
marqués señaló alguno de los objetos que la muchacha solía admirar en sus
visitas diarias a la celda: libros varios, un espejo laureado de Venecia, un
busto de Venus... La muchacha pareció iluminarse ante la propuesta pero, recordando
su pobreza, reconoció que no tenía nada que apostar. El marqués dijo con
solemnidad:
-Ya se nos
ocurrirá algo - y avanzó un peón.
El prófugo fue
finalmente apresado en el tejado de la institución, después de dos horas de
intentos frustrados. Los carceleros tuvieron que darle el tratamiento de
majestad, ya que el individuo creía que era el difunto Luís XV, para
convencerle de que bajara con ellos. Una vez en el suelo, lo apalearon durante
un buen rato y lo arrastraron hasta su celda. Era el correctivo habitual.
Al regresar a
sus puestos, los guardianes cayeron en la cuenta de que habían dejado a
Madeleine en la celda de Louis de Sade, el marqués. Temerosos de que el noble
hubiera cometido alguna barbaridad, llegaron apresuradamente hasta la celda y
la abrieron. El marqués yacía echado en su camastro, como solía hacer cuando
estaba fatigado, mientras la muchacha recogía sus cosas con semblante lloroso y
se marchaba a toda prisa. En el centro, estaba el tablero de ajedrez mostrando
una posición de mate al rey blanco. Los carceleros miraron interrogativamente a
Sade, que dijo en tono solemne:
- Madeleine,
mañana la revancha.
Publicado en www.cesantmarti.com el 27 de julio de 2002.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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