Como cada domingo
por la mañana Sergio tomó su asiento ante el tablero de ajedrez. Había llegado
con prisas y todavía llevaba el pelo alborotado con sus rubios mechones
esparcidos caóticamente por la cabeza en un triste simulacro de peinado. Para
variar, no había dormido mucho y sus ojeras, oscuras y pecaminosas, delataban
una turbia vida nocturna. Trasnochar no era una actividad muy recomendable para
la práctica del ajedrez pero el individuo hacía un esfuerzo por compatibilizar
ambas aficiones y cada fin de semana acudía fielmente a su cita con el club.
Sergio no era un ajedrecista especialmente destacado, más bien mediocre, pero maniobraba
sus piezas con relativa eficacia y siempre se contaba con él para defender los
colores de la entidad, especialmente, en el Campeonato por Equipos.
El jugador alargó
su mano para comenzar la partida cuando reparó inmediatamente en la presencia
de aquella forma piramidal. El poliedro, con una base cuadrada y acabado en
punta en su parte más alta, se hallaba ubicado entre el rey y la dama como si
fuera una pieza más. Su rival permanecía impasible ante el tablero como si nada
hubiera de extraño en él. Parecía no percibir al intruso. Incluso había otra
pirámide –negra- entre las filas enemigas. Sergio echó un vistazo a las otras
partidas y vio que también había pirámides, una por bando, en cada tablero. Fue
entonces cuando advirtió que los tableros no eran de ocho por ocho casillas,
como sucede en el ajedrez tradicional, sino de nueve por nueve para permitir la
inclusión de esta nueva y misteriosa pieza: la pirámide.
Sergio se sonrió
por lo ingeniosa que resultaba la broma. Sus compañeros de club eran unos
guasones y, de vez en cuando, tramaban alguna que otra travesura. Recordó en
ese preciso instante aquella otra vez en la que, con cola adhesiva, pegaron el
peón de rey al tablero de manera que cuando lo alzó para comenzar una partida
todas las piezas cayeron estrepitosamente al suelo. No obstante, esta vez se
habían superado.
Quiso devolverles
el golpe y fingió que no pasaba nada. Puesto que ignoraba por completo qué
movimiento se suponía que podía realizar la pirámide, escrutó con el rabillo
del ojo el tablero que había a su lado y fue copiando las jugadas que hacía su
vecino más próximo. La partida fue desarrollándose con absoluta placidez sin
que nadie maniobrara la pirámide. Su movimiento seguía siendo un misterio.
Transcurrieron un
par de horas y algunas partidas fueron concluyendo. Sergio aprovechaba
cualquier ocasión, mientras el rival meditaba sus jugadas, para levantarse de
su silla y ojear las otras partidas en curso con el objetivo de aprender las
nuevas reglas de juego. Comprobó que en otras mesas la pirámide ya había
cambiado de posición y estaba en casillas diferentes a la de salida pero no
acababa de comprender su movimiento. En algunas partidas la pirámide se había
desplazado en diagonal mientras que en otras había sido movida en línea recta o
incluso dando saltos por encima de los peones como si se tratara de un simple
caballo.
Tras una tensa
espera no pudo resistirlo más y, en vista de que su rival no movía la pirámide,
Sergio optó por mover la suya y, aleatoriamente, la avanzó tres casillas en
línea recta. Lanzó una fugaz mirada a su oponente para estudiar su reacción ya
que era muy posible que la jugada fuera ilegal y se originase alguna bronca. Sorprendentemente,
su rival enrojeció visiblemente y, tras mirarle fijamente a los ojos, tumbó el
rey en señal de rendición. Firmó la planilla a toda prisa y se levantó de su
asiento a gran velocidad sin la más mínima intención de comentar el desarrollo
de la partida.
Sus colegas pronto
advirtieron el desenlace favorable de su contienda y le felicitaron
efusivamente por la sorprendente y rápida victoria pero nadie destapó la broma
así que Sergio optó por hacer lo mismo y se marchó muy extrañado a su casa sin
conocer exactamente cómo debía moverse la pirámide. Quizá no existía tal
movimiento y simplemente se había fingido una farsa colectiva con movimientos
azarosos que nadie pudiera comprender.
Sin darle más
vueltas al asunto, salió a la calle y, como de costumbre, compró el periódico en
un quiosco cercano. Subió al tranvía y, sentado cómodamente junto a una de las
ventanas, comenzó a leer atentamente la publicación. Cuál fue su sorpresa
cuando llegó a la sección de pasatiempos y, al examinar el problema de ajedrez,
vio que el tablero impreso contenía una de esas horripilantes pirámides.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 5 de marzo de 2013.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez Sánchez.
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