El jugador de
blancas trató de tranquilizarse y volvió a examinar la posición que se daba en
el tablero. Todas las piezas seguían sobre la cuadrícula sin que ningún
movimiento se hubiera efectuado pero él ya se veía perdido. Buscaba una vía de
escape por aquel callejón sin salida pero no daba con ella. Su destino parecía
fijado de antemano.
Tenía muy asumido
el dogma philidoriano según el cual los peones son el alma del ajedrez. Pueden
parecer pequeños e insignificantes, incluso fáciles de sacrificar, pero
determinan inexorablemente el desarrollo de la partida con la estructura que
presentan. Constituyen una especie de frontera inestable en la que cada
ejército intenta apoderarse de todo el tablero y cuyo tamaño aumenta o decrece
según la salud de cada bando. Si los hados son favorables, el territorio
conquistado resulta ancho y fértil en jugadas. Si la suerte es adversa, el
terreno se torna angosto, rocoso y estéril.
Perder un peón o
situarlo en una mala casilla puede acarrear una severa derrota. Lo realmente
dramático es que el ajedrez no permite retroceder con los peones. Valientes
hasta el delirio sólo saben avanzar, primero con más ímpetu y luego ya
pausadamente, casilla a casilla. La mayoría del tiempo permanecen quietos
mientras asisten como espectadores de lujo a las evoluciones y vaivenes de las
otras piezas. A veces logran avanzar un poco más o incluso capturar a piezas
enemigas pero la verdad es que, a medida que transcurre el juego, el número de
peones va siendo mermado. Solamente en algunas ocasiones el peón completa su
ciclo y alcanza su objetivo existencial, la octava hilera. Es entonces cuando
desata su poder oculto y se transmuta en cualquier otra pieza que no sea el rey
–pues como decía el filósofo inglés Thomas Hobbes, el poder se ejerce con mayor
eficacia cuando no se comparte-. Convertido en dama, torre, alfil o caballo, el
antaño peón suele desequilibrar el reparto de fuerzas y decide el final.
El resto de piezas,
teóricamente más valiosas, se limitan a esquivar desde un principio la ubicación
de los peones. Bailan y reposan a su alrededor. Incluso el orgulloso rey se
oculta tras una falange de peones –el llamado enroque- mientras su dama y el
resto de tropas avanzan y retroceden según los intereses del reino.
Meditando todo
esto, el ajedrecista volvió a contemplar su posición, la inicial, y reparó en
que, si avanzaba cualquiera de sus blancos peones, se exponía a toda clase de
peligros. Avanzar un peón suponía, por un lado, aproximarlo a las huestes
enemigas y, por el otro, debilitar casillas propias. Dejar agujeros tras de sí.
Para colmo, ciertas aperturas de peón le parecían especialmente temerarias.
Avanzar dos casillas cualquier peón de caballo, alfil o rey implicaba
abandonarlo en el centro del tablero sin ningún tipo de protección. Menos osado
era avanzar dos casillas cualquiera de los peones de torre o el de dama, por
estar defendidos por una pieza, pero aún así acercaban en exceso su peón a las
hordas rivales. Parecía más prudente avanzar los peones una sola casilla pero,
incluso en este caso, se les acercaba al rival y debilitaba casillas. Llegó a
la conclusión de que no podía avanzar ningún peón hasta que su rival lo hubiera
hecho antes. De hecho, el bando negro gozaba de ventaja pues las blancas
estaban obligadas a avanzar algo y debilitarse. Esto se conocía con un
tecnicismo alemán, el llamado zugzwang
que literalmente quiere decir “jugada perdedora”.
Quien inventó este
juego se aseguró de que no quedaran casillas libres tras las piezas. El rey y
su corte tenían ante sí su fiel infantería pero si miraban atrás con la
intención de huir solamente veían el abismo, el fin del mundo. Estaban en zugzwang. Se les obligaba a avanzar y
debilitar su formación. El negro solamente tenía que aguardar ese
debilitamiento y atacarlo convenientemente.
No podía tocar los
peones pero aún le quedaba un último recurso. La caballería podía galopar
deprisa y saltar los obstáculos más altos sin estropear la falange blanca de peones.
La solución pasaba por un movimiento de caballo y, teniendo en cuenta que el
rey es el objetivo primordial del juego, juzgó conveniente avanzar –ya que le obligaban-
su caballo a tres alfil dama. Era un mal necesario pero un mal menor. Con esta
jugada acercaba su segundo caballo a su propio rey y aumentaba la protección del
monarca blanco.
Realizó su jugada
con timidez. Sabía que era lo menos malo pero, aún así, debilitaba su ejército
y le concedía ventaja posicional a su adversario, que ya tenía ante sí algún
hueco por donde atacar. Comenzó a reflexionar sobre cómo refutarían las negras
su movimiento cuando vio con horror que su rival copiaba la jugada en sus
propias filas y situaba el caballo negro en tres alfil dama.
Durante unos
segundos, quedó noqueado. Nunca pensó que la refutación a su jugada de caballo
podía ser tan sencilla como plagiar la estrategia. La falange negra seguía
intacta y la responsabilidad del turno volvía a recaer en el blanco. No podía
mover peón alguno pues el agujero sería irreparable así que volvió a posar su
mirada en los caballos. De entre todas las jugadas posibles de caballo, pensó
que lo mejor era retornar la pieza a su casilla inicial, en uno caballo dama,
reparando el daño hecho en la jugada inicial. Tragó saliva y reculó su caballo,
recuperando la disposición inicial de las piezas. Experimentó un cierto alivio
pues ahora era su rival quien estaba expuesto y debilitado. No obstante, las
negras imitaron su plan y retrocedieron también con su caballo a la casilla de
salida.
¡Increíble! Las
blancas volvían a estar contra las cuerdas una segunda vez. Repasó sus
anteriores deducciones y, no viendo nada mejor, repitió su jugada de caballo a
tres alfil dama. Miró fijamente a su rival y éste, sin un ápice de pudor,
repitió estrategia y desarrolló su caballo del mismo modo. Estaba claro que en
la guerra valía todo.
Las blancas fueron
consecuentes con su estrategia y retrocedieron nuevamente su caballo. Las
negras meditaron largamente, conscientes de lo que se avecinaba. Cualquier otra
jugada suponía una mácula, un error que las situaría en desventaja decisiva de
manera que finalmente las negras se vieron obligadas a devolver su caballo a la
cuadra negra con el resultado de tablas por triple repetición. Tres veces se
había dado una misma posición, la inicial, y el frío reglamento dictaminaba que
la lucha terminaba en empate, sin ganadores ni vencidos.
Ambos contendientes
se dieron la mano en un efusivo gesto de satisfacción. Hubieran preferido la
victoria pero el juego preciso de su rival no daba otra alternativa que unas
tablas honorables. En vista de lo acaecido, el reparto de puntos era lo más
justo.
Analizaron las
diferentes continuaciones que podía haber tomado la partida si cualquiera de
los bandos efectuaba un movimiento impreciso pero estaba claro que debilitarse
era filosóficamente incorrecto y conducía a la derrota. Se felicitaron
mutuamente por el juego desplegado, tomaron juntos un café y se marcharon a sus
respectivas casas.
Publicado en www.cesantmarti.com el 23 de agosto de 2006.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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