jueves, 28 de febrero de 2013
Negres cohorts
Ningú visita les tombes antigues
àngels de marbre que guarden els morts,
pútrids aplecs de cent ossos torts
que dormen plàcids al marge d’intrigues.
Les flors que abans duien les mans amigues
ara jauen marcides lluny dels horts,
només desfilen les negres cohorts
de mosques, cucs i voraces formigues.
No notes la picor als teus freds peus?
Són els insectes, truquen a la porta,
duen molta gana, venen a sopar!
És que potser encara no ho veus?
Cap taüt de fusta noble i ben forta
no et protegirà del seu mastegar!
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 28 de febrer de 2013.
Il·lustració: Les formigues de Salvador Dalí (1929).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
viernes, 22 de febrero de 2013
La increíble historia de la mosca ajedrecista
Al despertar Tomás una mañana, tras un sueño intranquilo,
se encontró convertido en un horripilante insecto. Semejante suceso, extraño y
aberrante, le desconcertó por completo pues el individuo todavía recordaba su
anterior existencia humana y acudían a su mente, como ecos vagos y lejanos, sus
antiguas vivencias familiares, laborales y, ¿por qué no?, ajedrecísticas.
Tomás sabía perfectamente que su anterior vida familiar no había
sido ni mucho menos ejemplar. Para empezar, no había sido un buen marido. Engañaba
repetidamente a su esposa y también a su amante. Apenas visitaba a sus hijas,
salvo para pedirles dinero, y eso que, en principio, gozaba de un privilegiado
empleo donde le pagaban muchos euros por hacer bien poco.
Sus honorarios, abultados e inmerecidos, ya deberían haber
satisfecho su desmesurada ansia de capital pero el muy crápula prefería
complementar su salario con toda clase de pillerías y negocios turbios. Con
esta filosofía de la vida, Tomás llegó a robar grandes sumas de dinero sin ser
descubierto por la policía pero, desgraciadamente para él, nunca pudo
aprovechar seriamente el sobresueldo que obtenía con los timos ya que el muy
villano era víctima de sus propios excesos y despilfarraba compulsivamente cada
billete que caía en sus manos. Los muchos vicios que profesaba, demasiado
libidinosos y deshonestos como para ser aquí relatados, terminaron por
arruinarle en diversas ocasiones.
Su auténtica pasión, mayor incluso que la que sentía por el
buen coñac francés y las mulatas de piel bronceada, había sido desde siempre el
ajedrez. Las piezas del juego rey, dispuestas sobre un tablero cuadriculado con
sus desfiles extraños e impredecibles, tenían completamente seducido el ánimo
de Tomás.
El ajedrecista experimentaba una profunda felicidad cuando
vencía y solía regodearse ante sus víctimas con absoluta fruición. El hombre
era adicto a la victoria, ese leve cosquilleo que nos acaricia el alma cuando ganamos,
cuando destruimos el orgullo herido de un oponente. De igual modo, Tomás no
toleraba la derrota bajo ningún concepto y hacía todo cuanto estuviera en su
mano para conseguir el éxito, fuera lícito o no.
Cuando su pericia intelectual no bastaba para ganar, Tomás se
veía obligado a recurrir a los trucos más viles y abyectos con tal de obtener
el punto entero. Oportunos y molestos carraspeos, miradas asesinas, pataditas
involuntarias bajo la mesa o la impúdica rectificación de alguna jugada ya
efectuada sobre el tablero formaban parte de su habitual repertorio de tretas. Nunca
le pasó por la cabeza abstenerse de tales triquiñuelas y, con el tiempo, lo
único que hizo fue ir aumentando progresivamente su descaro.
Con cierta regularidad amañaba sus encuentros y, cuando era
necesario, se valía de cualquier ayuda externa que pudiera darle el triunfo. Si
por un casual lograba interrumpir su partida con la burda excusa de acudir al
baño, Tomás aprovechaba la intimidad del retrete para hojear a toda prisa los
libros que siempre llevaba ocultos bajo su ropa y, sin testigos, se informaba
debidamente sobre la estrategia a seguir.
No obstante, su perfidia todavía fue más lejos y llegó a
concebir un último recurso aún más obsceno y sofisticado que los anteriores para
eludir cualquier atisbo de derrota. La elaborada estratagema de Tomás consistía
en interrumpir bruscamente el desarrollo de cualquier partida en la que corriera
un serio riesgo de perder y alegaba entonces, con cara de pena, que un fatal
imprevisto le obligaba a posponer el juego. Sin esperar la respuesta de su atónito
rival, Tomás se marchaba a toda prisa y evitaba para siempre el fatal desenlace
ya que, por supuesto, la partida jamás volvía a reanudarse. El truhán tenía muy
claro que todo vale en la guerra. Los escrúpulos hacía ya mucho tiempo que no
formaban parte de su despreciable y taimado carácter.
Cuando años más tarde falleció Tomás de un ataque al
corazón en un sórdido e infecto burdel, fue juzgado con absoluta severidad por los
rectos dioses del inframundo. Tanta abominación encontraron en su negra alma cuando
investigaron sus fechorías que, sin compasión alguna, urdieron un castigo
ejemplar. Si los magistrados del averno hubieran hallado en su interior un
ápice de bondad, una posibilidad entre mil de ser redimido, quizá habrían sido
más benevolentes y no le habrían obligado a reencarnarse en mosca. Quizá le
habrían permitido beber de las poderosas aguas del Olvido y ahora no se acordaría
de su detestable vida anterior como ser humano.
Se cumplió inexorablemente la voluntad de los dioses y
Tomás renació en forma de insecto. El condenado no tuvo más remedio que acatar
la sentencia y, con una mezcla de asco y terror, fue experimentando diversas transformaciones
en las que pasó de huevo a larva palpitante. Luego se convirtió en pupa y
finalmente acabó metamorfoseándose en una mosca gorda y repugnante. El
desdichado todavía recordaba todo lo sucedido en los abismos infernales y se
lamentaba, demasiado tarde ya, por las faltas cometidas en el pasado.
El díptero tardó un tiempo en acostumbrarse a su nueva
estructura corporal. Ahora, una sombría coraza de quitina recubría por completo
la cabeza, el tórax y el abdomen de la mosca. Con ayuda de sus ojos facetados,
rojos y malignos, pudo contemplar unas finas patas negras, seis en total. Parecía
mentira que un cuerpo tan grueso como el suyo pudiera sostenerse sobre
semejantes alambres.
En su lomo, duro como una piedra, notó entonces el peso ligero
de unas alas membranosas que, sin esfuerzo, pronto aprendió a utilizar. El ser alado
no tardó en encender motores y, con un leve zumbido, empezó a elevarse con
saltos irregulares pero enérgicos. La vibración que recorría todos sus miembros
fue aumentando gradualmente y el paisaje comenzó a empequeñecer a medida que la
mosca ganaba altura. La brusquedad de su alocado y vertiginoso vuelo aturdió a
Tomás durante unos instantes pero, afortunadamente, el insecto se repuso con
rapidez y, dejándose guiar por el instinto, comenzó a controlar con plena
seguridad sus primeras maniobras aéreas. Cuando hubo completado dos o tres
ensayos, Tomás ya se sintió capaz de realizar las acrobacias más complejas que
podía imaginar. La mosca trazó entonces un sinuoso tirabuzón y emprendió su frenética
marcha por el mundo.
Sin saber a dónde ir, triste y amargado, el insecto vagó
incansablemente por las calles de su ciudad y visitó infinidad de lugares. De
haber podido, habría explicado su sorprendente historia a todo aquél que
quisiera escucharle pero, dadas las circunstancias, semejante narración le
resultaba imposible. De hecho, cualquier narración le resultaba imposible. Su
nueva boca, fea y deforme, parecida a una trompeta, no le permitía morder o masticar,
y mucho menos hablar o contarle a nadie lo sucedido. Su débil voz se había
transformado en un diminuto zumbido casi imperceptible para el oído humano y las
extrañas piezas bucales que ahora había en su monstruosa cabeza solamente servían
para perforar, chupar y lamer.
En un principio Tomás no aceptó su segunda naturaleza. Pasaba
hambre y en consecuencia adelgazó puesto que no dejaba de repetirse a sí mismo
que un gentleman como él no podía
alimentarse con cualquier inmundicia. No obstante, pronto dejó a un lado sus
manías culinarias y, tras acostumbrarse a su nueva condición animal, aprendió a
escarbar ansiosamente en la fruta madura y luego sorber su dulce y putrefacto
néctar. El sudor salado que se deslizaba sobre la nalga peluda de un caballo o la
sangre humana que manaba a borbotones desde una herida fétida y purulenta también
acabaron por resultarle agradables. De este modo y prácticamente sin advertirlo,
su repertorio gastronómico fue ampliándose gradualmente con toda clase de
bizarros manjares. La escasa humanidad que todavía medraba en él comenzó a
evaporarse poco a poco en un proceso tan lento como inexorable y terrible.
Un día, cuando Tomás ya casi había dimitido como ser humano,
se posó la mosca sobre el frío cristal de un ventanuco y, observando a través
del vidrio, contempló una escena que le resultó familiar. Dos hombres, sentados
en una mesa el uno frente al otro, disputaban una partida de ajedrez. Tomás recobró
el aliento y se alegró en lo más hondo de su ser. Pensó que la esquiva fortuna
por fin le sonreía y, tras estamparse violentamente varias veces contra el cristal,
Tomás detectó una fina rendija en el vidrio. Se introdujo sigilosamente por
ella y, adentrándose en el edificio, se aproximó sin dilación al tablero para
verlo mejor.
Tomás aterrizó con cuidado sobre la manga lanuda de uno de
los ajedrecistas y se entretuvo mirando la intrincada posición que ocupaban las
piezas en el tablero. Por lo visto, el jugador de negras, un afable anciano que
fumaba en pipa y sostenía sus anchos pantalones con ayuda de unos vistosos
elásticos, había distribuido con acierto sus tropas y, en ese preciso instante,
disponía de una oportunidad histórica para ganar la partida. Si realizaba el
movimiento correcto podría dar mate a su contrincante, un barbudo de gruesas
cejas cuya calva, pálida y reluciente, brillaba como si la hubieran pulido frenéticamente
con cera.
Con la mirada perdida en el infinito, ensimismado y
pensativo, el avejentado fumador de pipa comenzó a demorar interminablemente su
turno. Sin realizar jugada alguna, el veterano ajedrecista fue cubriendo poco a
poco su persona con una neblina espesa y aromática, formada por las bocanadas
de humo que partían una tras otra de su cavernosa boca. Tomás evaluó la
situación y, exasperándose por la lentitud del juego, presintió que la mente del
anciano se había bloqueado por completo. Jamás vería el mate.
La mosca, deseosa de colaborar, de recuperar un gramo de
humanidad, trató de llamar la atención del jugador de negras. Sabía que no era
muy correcto inmiscuirse en una partida ajena pero, recordando sus días de
fullero, consideró que la situación era de lo más excepcional y constituía una
ocasión única para revivir su glorioso pasado como jugador de ajedrez.
El insecto levantó el vuelo y, tras pasearse
acrobáticamente por delante del viejo, se posó en la nariz del ajedrecista. El
anciano reparó inmediatamente en la presencia del molesto ser alado y lanzó un
gigantesco manotazo que Tomás logró esquivar. La mosca planeó con suavidad y
descendió sinuosamente hasta el tablero, deteniéndose sobre la pieza que podía
dar mate. El señor de la pipa acercó su descomunal mano a la pieza y,
agarrándola con firmeza, la elevó en el aire. Tomás, que estaba alerta, se
apartó en el momento preciso y, dando alegres piruetas, aterrizó en la casilla donde
había mate. Para ayudar al viejo a concluir su partida, la mosca comenzó a
zumbar y dar leves saltitos en la blanca y desierta casilla. El viejo arqueó
una ceja y bajó con brusquedad la enorme pieza. Aplastando al insecto, anunció
jaque mate.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 22 de febrero de 2013.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
sábado, 16 de febrero de 2013
Quin serà el misteri?
Quin serà el misteri
del teu encanteri?
Seran els cabells,
negres, llargs i bells...
Serà ta mirada,
dolça i delicada...
Seran les orelles,
belles com poncelles...
Serà el teu nasset,
el que em té distret...
Seran els teus llavis,
joves i poc savis...
Serà el teu somriure,
consol per a viure...
Seran els teus pits,
guardons protegits...
Seran ambdós braços,
adorables llaços...
Seran els teus dits,
deu desvergonyits...
Serà ta cintura,
formosa figura...
Serà el teu melic,
blanc i fredolic...
Seran els cabells,
negres, curts i bells...
Seran les dos cames,
desitjades dames...
Seran els teus peus,
dues fredes neus...
Serà nu el teu cos,
allò que m’ha fos...
Aquí és el misteri
del teu encanteri...
Publicat a www.lasiringadepan.blogspot.com el 16 de febrer de 2013.
Il·lustració: Cicada de William Sergeant Kendall (1869-1938).
Text de Joan Fontanillas Sánchez.
jueves, 7 de febrero de 2013
Las blancas están en zugzwang
El jugador de
blancas trató de tranquilizarse y volvió a examinar la posición que se daba en
el tablero. Todas las piezas seguían sobre la cuadrícula sin que ningún
movimiento se hubiera efectuado pero él ya se veía perdido. Buscaba una vía de
escape por aquel callejón sin salida pero no daba con ella. Su destino parecía
fijado de antemano.
Tenía muy asumido
el dogma philidoriano según el cual los peones son el alma del ajedrez. Pueden
parecer pequeños e insignificantes, incluso fáciles de sacrificar, pero
determinan inexorablemente el desarrollo de la partida con la estructura que
presentan. Constituyen una especie de frontera inestable en la que cada
ejército intenta apoderarse de todo el tablero y cuyo tamaño aumenta o decrece
según la salud de cada bando. Si los hados son favorables, el territorio
conquistado resulta ancho y fértil en jugadas. Si la suerte es adversa, el
terreno se torna angosto, rocoso y estéril.
Perder un peón o
situarlo en una mala casilla puede acarrear una severa derrota. Lo realmente
dramático es que el ajedrez no permite retroceder con los peones. Valientes
hasta el delirio sólo saben avanzar, primero con más ímpetu y luego ya
pausadamente, casilla a casilla. La mayoría del tiempo permanecen quietos
mientras asisten como espectadores de lujo a las evoluciones y vaivenes de las
otras piezas. A veces logran avanzar un poco más o incluso capturar a piezas
enemigas pero la verdad es que, a medida que transcurre el juego, el número de
peones va siendo mermado. Solamente en algunas ocasiones el peón completa su
ciclo y alcanza su objetivo existencial, la octava hilera. Es entonces cuando
desata su poder oculto y se transmuta en cualquier otra pieza que no sea el rey
–pues como decía el filósofo inglés Thomas Hobbes, el poder se ejerce con mayor
eficacia cuando no se comparte-. Convertido en dama, torre, alfil o caballo, el
antaño peón suele desequilibrar el reparto de fuerzas y decide el final.
El resto de piezas,
teóricamente más valiosas, se limitan a esquivar desde un principio la ubicación
de los peones. Bailan y reposan a su alrededor. Incluso el orgulloso rey se
oculta tras una falange de peones –el llamado enroque- mientras su dama y el
resto de tropas avanzan y retroceden según los intereses del reino.
Meditando todo
esto, el ajedrecista volvió a contemplar su posición, la inicial, y reparó en
que, si avanzaba cualquiera de sus blancos peones, se exponía a toda clase de
peligros. Avanzar un peón suponía, por un lado, aproximarlo a las huestes
enemigas y, por el otro, debilitar casillas propias. Dejar agujeros tras de sí.
Para colmo, ciertas aperturas de peón le parecían especialmente temerarias.
Avanzar dos casillas cualquier peón de caballo, alfil o rey implicaba
abandonarlo en el centro del tablero sin ningún tipo de protección. Menos osado
era avanzar dos casillas cualquiera de los peones de torre o el de dama, por
estar defendidos por una pieza, pero aún así acercaban en exceso su peón a las
hordas rivales. Parecía más prudente avanzar los peones una sola casilla pero,
incluso en este caso, se les acercaba al rival y debilitaba casillas. Llegó a
la conclusión de que no podía avanzar ningún peón hasta que su rival lo hubiera
hecho antes. De hecho, el bando negro gozaba de ventaja pues las blancas
estaban obligadas a avanzar algo y debilitarse. Esto se conocía con un
tecnicismo alemán, el llamado zugzwang
que literalmente quiere decir “jugada perdedora”.
Quien inventó este
juego se aseguró de que no quedaran casillas libres tras las piezas. El rey y
su corte tenían ante sí su fiel infantería pero si miraban atrás con la
intención de huir solamente veían el abismo, el fin del mundo. Estaban en zugzwang. Se les obligaba a avanzar y
debilitar su formación. El negro solamente tenía que aguardar ese
debilitamiento y atacarlo convenientemente.
No podía tocar los
peones pero aún le quedaba un último recurso. La caballería podía galopar
deprisa y saltar los obstáculos más altos sin estropear la falange blanca de peones.
La solución pasaba por un movimiento de caballo y, teniendo en cuenta que el
rey es el objetivo primordial del juego, juzgó conveniente avanzar –ya que le obligaban-
su caballo a tres alfil dama. Era un mal necesario pero un mal menor. Con esta
jugada acercaba su segundo caballo a su propio rey y aumentaba la protección del
monarca blanco.
Realizó su jugada
con timidez. Sabía que era lo menos malo pero, aún así, debilitaba su ejército
y le concedía ventaja posicional a su adversario, que ya tenía ante sí algún
hueco por donde atacar. Comenzó a reflexionar sobre cómo refutarían las negras
su movimiento cuando vio con horror que su rival copiaba la jugada en sus
propias filas y situaba el caballo negro en tres alfil dama.
Durante unos
segundos, quedó noqueado. Nunca pensó que la refutación a su jugada de caballo
podía ser tan sencilla como plagiar la estrategia. La falange negra seguía
intacta y la responsabilidad del turno volvía a recaer en el blanco. No podía
mover peón alguno pues el agujero sería irreparable así que volvió a posar su
mirada en los caballos. De entre todas las jugadas posibles de caballo, pensó
que lo mejor era retornar la pieza a su casilla inicial, en uno caballo dama,
reparando el daño hecho en la jugada inicial. Tragó saliva y reculó su caballo,
recuperando la disposición inicial de las piezas. Experimentó un cierto alivio
pues ahora era su rival quien estaba expuesto y debilitado. No obstante, las
negras imitaron su plan y retrocedieron también con su caballo a la casilla de
salida.
¡Increíble! Las
blancas volvían a estar contra las cuerdas una segunda vez. Repasó sus
anteriores deducciones y, no viendo nada mejor, repitió su jugada de caballo a
tres alfil dama. Miró fijamente a su rival y éste, sin un ápice de pudor,
repitió estrategia y desarrolló su caballo del mismo modo. Estaba claro que en
la guerra valía todo.
Las blancas fueron
consecuentes con su estrategia y retrocedieron nuevamente su caballo. Las
negras meditaron largamente, conscientes de lo que se avecinaba. Cualquier otra
jugada suponía una mácula, un error que las situaría en desventaja decisiva de
manera que finalmente las negras se vieron obligadas a devolver su caballo a la
cuadra negra con el resultado de tablas por triple repetición. Tres veces se
había dado una misma posición, la inicial, y el frío reglamento dictaminaba que
la lucha terminaba en empate, sin ganadores ni vencidos.
Ambos contendientes
se dieron la mano en un efusivo gesto de satisfacción. Hubieran preferido la
victoria pero el juego preciso de su rival no daba otra alternativa que unas
tablas honorables. En vista de lo acaecido, el reparto de puntos era lo más
justo.
Analizaron las
diferentes continuaciones que podía haber tomado la partida si cualquiera de
los bandos efectuaba un movimiento impreciso pero estaba claro que debilitarse
era filosóficamente incorrecto y conducía a la derrota. Se felicitaron
mutuamente por el juego desplegado, tomaron juntos un café y se marcharon a sus
respectivas casas.
Publicado en www.cesantmarti.com el 23 de agosto de 2006.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
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