Orlando desenvainó
su espada y se levantó del suelo a toda prisa. Su montura agonizaba a un lado
del camino con una flecha clavada en el cuello. El proyectil que lo había
derribado, había atravesado con acierto el crinete de malla y había perforado
alguna arteria importante. El equino, con la mirada perdida en el infinito y la
lengua colgando, se desangraba por momentos. Sus jadeos eran pesados y
premonitorios. El noble registró su equipaje con rapidez, buscando la
protección de su abollado escudo, pero comprobó con pesar que éste permanecía atascado
bajo el costado del caballo. Era imposible hacerse con él.
Una nueva flecha
surgió de la espesura del bosque pero milagrosamente erró el blanco y se clavó
en el tronco de un árbol cercano. Orlando rodó sobre sí mismo y abandonó el
claro del camino, corrió en busca del agresor, se abrió paso entre la espesa
vegetación y divisó a un villano que trataba de cargar su arco con otra saeta.
Adelantándose a sus propósitos, propinó una estocada al arquero antes de que
éste lograra tensar el arco. La hoja de su espada destrozó la madera del arco y
atravesó ropajes, carne y huesos. Su enemigo cayó al suelo sin vida.
Sin apenas tiempo
para reaccionar, dos nuevos agresores se abalanzaron sobre Orlando. El primero,
un gigantón hosco y malhumorado, enarbolaba amenazadoramente una horca de
afilados y largos dientes. Su compinche, un pelirrojo de mirada aviesa, era más
menudo pero el hacha que sostenía entre las manos parecía estar a punto para la
refriega. Orlando no demoró su respuesta y, embistiendo a los enemigos, trazó
una rápida parábola con la hoja de su espada que partió en dos el mango de la
horca antes de que el hombretón corpulento pudiera utilizarla en su contra. El
pelirrojo aprovechó la ocasión que se le brindaba y asestó un hachazo al
caballero pero éste logró esquivar el golpe de un salto y, sin dar una segunda
oportunidad, clavó su espada en las entrañas del rival. El pelirrojo se dobló en
un gesto de dolor y pereció al instante. El grandullón no se amedrentó y,
arrojando al suelo lo que quedaba de su horca, desenvainó una daga con el firme
propósito de proseguir la lucha. Ambos contendientes se miraron a los ojos,
avanzaron con determinación y lanzaron una estocada el uno contra el otro, pero
la espada del noble, mucho más larga que un simple cuchillo, decapitó al
gigante antes de que la hoja corta de la daga alcanzara su objetivo. La cabeza
rodó por el suelo varios metros, siguiendo la pendiente de la ladera, mientras
el resto de su voluminoso cuerpo se desplomaba completamente inerte.
Orlando se mantuvo
alerta, en espera de nuevos atacantes, aunque pronto se convenció de que todo
había terminado y pudo envainar su espada. Fue entonces cuando se percató de
que estaba herido en el brazo izquierdo y sangraba abundantemente. Por lo
visto, el hachazo del pelirrojo había sido más certero de lo que en un primer
momento supuso. Un corte feo y profundo en el antebrazo parecía presagiar lo
peor. Medio mareado, Orlando se procuró un retal alargado y, apretando con los
dientes, trató de frenar la hemorragia mediante un torniquete. Afortunadamente,
sus años al servicio de Pedro el Ceremonioso en la toma de Mallorca, Rosellón y
Cerdaña le habían enseñado numerosas artes, entre ellas, algunos rudimentos de
medicina de campaña.
El noble regresó
con dificultad al camino y, tras cerciorarse de que efectivamente su montura
había muerto, aguardó la llegada de algún viajero que pudiera socorrerle.
Orlando ignoraba la razón de aquella inesperada emboscada en mitad del bosque
pero intuía que los tres atacantes debían de ser vulgares salteadores de caminos.
En esos tiempos de guerra y sequía, el pueblo pasaba hambre y a menudo se veía
arrastrado a cometer actos execrables como el pillaje y el asesinato. Las
guerras con los países vecinos eran frecuentes y, para colmo, una extraña
enfermedad llevaba ya dos años asolando el territorio. Recibía varios nombres
pero los más comunes eran Muerte Negra o Peste Negra. Unos decían que los
judíos habían sido los causantes, otros que una perniciosa conjunción astral estaba
diezmando a la humanidad. De hecho nadie sabía a ciencia cierta cómo había
surgido toda aquella mortandad aunque corría el rumor de que había aparecido en
el puerto de Génova y se había ido extendiendo por la costa mediterránea hasta
llegar a tierras catalanas.
El caballero se
sentó junto a un árbol robusto y nudoso. Sentía sus miembros fatigados y la
vista se le nublaba por momentos. Preocupado por su salud, buscó en su magullado
cuerpo algún signo de la enfermedad. Palpó con manos febriles en sus axilas e
ingle con el temor de hallar algún bulto sospechoso. Se decía que los primeros
síntomas aparecían en esas zonas y rápidamente aumentaban de tamaño y se
extendían por todo el cuerpo. Fiebre, vómitos y pústulas ulcerosas conducían en
la mayoría de casos a una muerte segura. Pero afortunadamente no detectó señal
alguna de la enfermedad. Si tenía que morir, no sería por enfermedad, sino por
el tajo en su brazo.
Para
matar el tiempo, Orlando sacó de su alforja una bolsa de piel. El caballero la
desanudó con una mano y, volcándola con sumo cuidado, esparció en el suelo un
juego de piezas de ajedrez finamente labradas en madera. Su desgaste era
evidente y mostraba la enorme afición del noble por el juego de reyes. Con una
ramita, trazó sobre la arena una cuadrícula a modo de tablero improvisado. El
truco lo había aprendido años atrás de un comerciante musulmán y le ahorraba
tener que cargar con un tablero durante sus largos viajes a caballo. Orlando
dispuso las piezas en formación de salida y comenzó a jugar contra sí mismo. En
algún momento del medio juego, el caballero cerró los ojos y quedó dormido.
Transcurridas unas
horas, la luna llena sucedió a los rayos del sol y una siniestra figura se
acercó al caballero con paso lento y sigiloso. Orlando sintió que un escalofrío
recorría todo su cuerpo y despertó de inmediato. El visitante vestía unos
ropajes oscuros y andrajosos que ocultaban su rostro tras una caperuza negra
pero bajo la gruesa tela se adivinaba un ente delgado y huesudo. Sus manos eran
de un pálido mortecino que asustaba y sostenían con firmeza una guadaña de las
que siegan el trigo en los campos. Su hoja relucía bajo la luna y presentaba
frecuentes mellas, como si le hubieran dado abundante uso.
Orlando
se encomendó a Dios y recordó un terrible pasaje del evangelio de San Juan en
el que se profetizaba la llegada de un cuarto jinete que traería consigo la
peste y la muerte. ¿Habría llegado el fin del mundo? El caballero no lo tenía
claro pero era evidente que últimamente se estaban sucediendo grandes
calamidades y que más de uno lo pensaba. Quizás eran señales divinas que
auguraban el advenimiento de una nueva era de oscuridad en la Tierra.
El
noble tragó saliva y, sin ofrecer resistencia, trató de afrontar la situación
con la mayor dignidad posible. Sospechaba que sus días de gloria habían llegado
a su fin y que la hojarasca del bosque sería para él una improvisada sepultura.
-
¿Quién eres? – musitó el
caballero.
-
Todos lo saben y tú más que nadie
– respondió el encapuchado con gélida voz de ultratumba.
-
¿A qué has venido?
-
He venido para llevarte conmigo.
-
¿Por qué?
-
Porque así debe ser.
-
¿A dónde?
-
A otro lugar.
-
¿Iré al cielo o al infierno?
-
A su debido tiempo lo sabrás. Ahora
despídete de este mundo y no solloces como tantos otros– el encapuchado levantó
con energía su guadaña, dispuesto a terminar la conversación, pero el caballero
mostró las piezas de ajedrez a su tétrico interlocutor y le propuso una última
voluntad.
-
¿Puedes concederme un pequeño
favor? He oído que juegas muy bien al ajedrez y, como yo siempre me he tenido
por un buen jugador, me pregunto si podríamos disputar una última partida
juntos.
-
Pues oíste mal. Tengo mucho
trabajo y no estoy para juegos. La respuesta es “no”.
La Muerte enarboló con presteza su guadaña y,
asestando con fuerza, segó la vida del caballero. Orlando quedó tumbado en el
suelo, ensangrentado y con la mirada fija en el tablero. Comprendió demasiado
tarde que la vida no siempre es como la cuentan las películas de Bergman.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 16 de noviembre de 2012.
Ilustración de Álex Sierra (http://mazayas.blogspot.com.es/).
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
¡Pardiez, haz el bendito favor de publicar ya estas florecillas!
ResponderEliminar¡¡Manifiéstate, oh espíritu ''celusoso''!!
Como las pastillas, sólo cuando toquen (!). Poco a poco iré colgando todas mis producciones.
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