La presencia
de varias columnas de humo elevándose en el cielo parecía indicar la inminente proximidad
de una aldea. La muchacha detuvo bruscamente su montura en mitad de la arboleda
y oteó el horizonte en espera de nuevas señales. Su rojiza melena ondeaba al
viento. No tenía una certeza absoluta pero, tras el frondoso bosque, siguiendo
el sendero, quizás encontraría la ayuda que buscaba.
Yamila avanzaba
con cautela pues esos desconocidos parajes podían albergar innumerables
peligros. Llevaba tres días sola. Huyendo. Tiempo atrás, su padre había
concertado su matrimonio con Don Guzmán de Villarrobledo, un noble castellano
con tierras en la frontera. La joven, de apenas quince años, ni tan siquiera
conocía a su futuro esposo pero respetaba, por encima de todo, la voluntad de su
padre. Esa boda afianzaría una sólida alianza entre las dos familias y Yamila no
pensaba defraudar a nadie. Una dama de la nobleza, como era ella, debía cuidar
su honor tanto o más que cualquier aguerrido caballero. Por ese motivo, Yamila
y su séquito habían emprendido un peligroso viaje hacia el señorío de Don
Guzmán. Para celebrar la boda por todo lo alto.
No obstante,
la inesperada emboscada de un grupo de mercenarios bereberes cambió el rumbo de
los acontecimientos. Tras una sangrienta escaramuza, su pequeño séquito fue
disuelto y masacrado. En el fragor de la batalla, Yamila pudo aprovechar el
desconcierto general y, tomando un caballo sin jinete, se adentró en la
espesura del bosque a galope tendido. Los sarracenos, ávidos de riquezas, pudieron
ver cómo su más preciado botín escapaba a toda prisa entre la maleza, de modo
que era perfectamente previsible que, tras el combate, seguirían su rastro para
darle caza. La joven era consciente del peligro. Estaba sola y nadie podía socorrerla.
A esas horas, la mayoría de sus sirvientes debía de yacer sin vida. Sus
siervos, tétricamente esparcidos por la ladera de la montaña, constituirían un
magnífico festín para las aves de rapiña. Unos pocos, los más afortunados,
quizá seguían vivos pero seguramente habrían sido apresados y acabarían siendo
vendidos como esclavos. Si no quería correr la misma suerte, Yamila tenía que
ir con mucho cuidado.
De repente,
la muchacha escuchó un alegre coro de risas infantiles y pudo recobrar el ánimo
perdido. Por fin un sonido agradable. Dio gracias a la Virgen y besó el
diminuto crucifijo que colgaba de su cuello. Aceleró el trote de su caballo y,
en pocos instantes, pudo divisar un buen número de cabañas. Eran humildes pero,
dadas las circunstancias, sumamente acogedoras. Las chimeneas estaban envueltas
en humo y flotaba en el ambiente un agradable aroma de pan recién hecho. Todo
parecía indicar que se trataba de un pacífico poblado de campesinos. Entre las
chozas, una pandilla de niños y niñas correteaba con gran alborozo mientras
recitaba, a modo de juego, unos versos muy populares.
Los niños,
alertados por la súbita llegada de la extraña, interrumpieron los juegos y se
arremolinaron a su alrededor en silencio. Jamás habían visto una dama de la
nobleza y, menos aún, tan hermosa como aquélla. Yamila poseía un rostro
angelical, impropio de tales latitudes. De piel clara y ojos azules, la
doncella se esforzaba por mostrar ante los niños una de sus mejores sonrisas. Sus
labios eran frescos y carnosos mientras que su naricita respingona resultaba
sencillamente exquisita. Como aderezo, la muchacha lucía una larga cabellera de
color cobrizo que caía con delicadeza sobre sus hombros y descendía sinuosamente
por su espalda de un modo francamente turbador. La imagen de su semblante
destacaba por su virginal belleza pero el resto de su figura no se quedaba
atrás en cuanto a hermosura. Ataviada con ropas suntuosas, la joven exhibía un
magnífico vestido carmesí, ceñido por la cintura mediante un elegante cinto de
cuero que perfilaba una silueta esbelta y delicada. Sobre los hombros, una capa
de terciopelo púrpura completaba el conjunto y daba abrigo a la doncella. Su porte
era noble y distinguido pero, montada sobre su corcel, la joven dama realzaba
todavía más la grandeza de su linaje.
Yamila
preguntó de inmediato dónde se encontraba y uno de los chicos de mayor edad le
contestó que el poblado se conocía como Almegíjar. Todos ellos eran humildes siervos
del rey Mohamed II. La muchacha se estremeció al oír aquellas palabras pues comprendió
al instante que, durante su frenética huida, había escapado del fuego para caer
en las brasas. Sin pretenderlo, había cruzado la frontera y se había internado
en los territorios moriscos de al-Ándalus.
La
conversación con los niños fue atrayendo la atención de los habitantes de la
aldea y, en poco tiempo, varios adultos con turbante se agregaron a la
multitud. Muchos de ellos llevaban azadones y rastrillos en sus manos. Yamila
temblaba de miedo por hallarse entre paganos pero, totalmente desorientada,
supuso que era mejor mantenerse a la expectativa y tratar de conseguir la ayuda
de esas humildes gentes. No sabía por qué razón pero intuía que no eran
peligrosos.
Un anciano,
posiblemente el capitoste del poblado, se acercó con lentitud a la forastera.
El hombre vestía a la manera de los moriscos, con un bonetillo en la cabeza y
una saya modesta. Apoyaba sus pasos en un ligero bastón de caña. Su rostro,
surcado por mil arrugas, indicaba una vida de duro trabajo bajo el sol. Sin
duda, todos ellos trabajaban como labriegos en algún cultivo cercano. Para
sorpresa de la chica, el viejo dibujó con su cayado una cruz en el suelo y le
dijo que no se preocupara pues todos ellos eran cristianos, como ella. Yamila
suspiró con gran alivio. Había oído hablar a su padre de los mozárabes, gentes
cristianas que habitaban bajo el yugo de los musulmanes pero jamás pensó que
llegaría a conocerlos en persona. El anciano, con gran amabilidad, le propuso descansar
de su fatigoso viaje y compartir mesa con ellos. La dama aceptó gustosamente,
esperanzada con la idea de poder regresar a casa. Además, llevaba tiempo sin probar
bocado y su estómago estaba completamente vacío. Desmontó con premura y ató su
caballo a un árbol. Luego, acompañó al anciano hasta el interior de una de las
chozas.
Una vez
dentro, le fue servido un sabroso puré con garbanzos, habas y lentejas. Acompañaba
la comida un sencillo cuenco de madera con agua fresca. En la mesa varios
aldeanos ingerían sus raciones a gran velocidad. La muchacha, tras agradecer su
generosidad, se sentó junto a los comensales y se alimentó copiosamente. Eso
sí, manteniendo siempre la compostura propia de una dama.
Durante la
comilona, el anciano le presentó a dos forasteros que también participaban del modesto
festín. De aspecto algo descuidado, vestían ropas muy humildes y gastadas. Llevaban,
colgados del cuello, toda clase de enseres entre los que destacaban una
llamativa concha blanca y una voluminosa calabaza a modo de cantimplora. El
primer individuo era serio, flacucho y desdentado, con una tez oscurecida por
los implacables rayos del sol. Su comparsa lucía un aspecto completamente
diferente. Gordito y de mirada bizca, parecía ser un sujeto agradable y
simpático.
El anciano comentó
a Yamila que esos viajeros eran peregrinos que se dirigían a la lejana
Compostela en cumplimiento de una promesa a San Jacobo. Llevaban un par de días
descansando de su peligroso y largo viaje pero pronto pensaban reanudar la
marcha. Yamila se sorprendió por la presencia de peregrinos tan al sur. Lo
habitual era realizar la travesía por el norte, a través de los reinos
cristianos, desde más allá de los Pirineos. En cualquier caso, la dama no
disponía de muchas opciones y no estaba en situación de rechazar ofertas. Su
regreso a tierras castellanas implicaba atravesar vastas zonas despobladas y el
camino resultaba sumamente arriesgado. Compostela quedaba lejos de los planes
de la chica, pero le bastaba con llegar al reino de Castilla y allí, en virtud
de su elevada posición, ya encontraría ayuda. La oportunidad de regresar al
norte en compañía de dos píos peregrinos era lo mejor que el anciano mozárabe le
podía ofrecer. En caso contrario, la muchacha tendría que apañárselas sola ya
que el viejo le insinuó repetidas veces que no era seguro para ella, ni para
los aldeanos, que permaneciera mucho tiempo allí. Sin más opciones, Yamila
alabó la sabia propuesta del anciano y acordó sumarse a los viajeros y partir con
ellos al alba.
Con la salida
del sol, abandonaron la aldea. La joven y los dos peregrinos. El camino sería
largo y peligroso pero la noble doncella confiaba en la protección que le
brindaban sus castos compañeros. No obstante, transcurridas unas horas de viaje,
la opinión favorable de Yamila sobre sus toscos acompañantes fue desmoronándose.
La chica pudo escuchar con horror como uno de ellos, el más delgado, blasfemaba
repetidas veces en voz baja mientras su compinche gordinflón no paraba de
mirarla con extraña fijación. Todo ello no invitaba precisamente al optimismo.
Cuando quiso
darse cuenta, los bribones se abalanzaron salvajemente sobre su montura y
derribaron a la joven. Sus intenciones eran más que evidentes y, sobre todo,
nada castas. Presa del pánico, Yamila comenzó a gritar en todas direcciones
pues sabía que la aldea mozárabe quedaba ya muy lejos de allí y era
extremadamente difícil que alguien acudiera a socorrerla. Desesperada, trató de
levantarse y huir a toda prisa, pero el pendenciero más delgado se lo impidió
con brusquedad, sujetándola con fuerza por los tobillos. El flaco no estaba
para juegos. Satisfecho con la imagen, su barrigudo colega esbozó una mueca
obscena y empezó a desabrocharse sus abultadas calzas con el firme propósito de
deshonrar a la muchacha.
Yamila ya se
encomendaba a Dios, temiendo lo peor, cuando irrumpieron en escena varios
mercenarios bereberes. Su indumentaria era más bien escasa. Consistía en un
rudo casco de cuero reforzado, un taparrabos y un escudo broquelado de forma
redonda. En sus manos enarbolaban azagayas y afiladas espadas de hoja curva. De
aspecto fiero y bárbaras costumbres, los mercenarios no mostraron la más mínima
piedad con los cristianos. Se lanzaron a la carga y, con una certera estocada,
el primero de los bereberes hundió su cimitarra en las magras carnes del flacucho
sin dientes, cercenándole las dos piernas. El falso peregrino aulló de dolor y
se desplomó contra el suelo, pereciendo en un agitado charco de sangre. Su
orondo acompañante, el bizco, se arrodilló entre lastimosos gimoteos mientras
pedía clemencia pero los mercenarios hicieron caso omiso de sus llantos y lo
degollaron en un santiamén. La muchacha,
totalmente aterrorizada, se desmayó en ese mismo instante.
Cuando Yamila
despertó, su cabeza todavía le daba vueltas pero comprobó con rapidez que la
habían atado de pies y manos. Todavía seguían en el mismo lugar donde aquellos
bribones, ahora muertos, habían intentado forzarla. A su alrededor, media
docena de mercenarios norteafricanos estaban registrando los cadáveres de sus
desdichadas víctimas y, no encontrando más que unas pocas monedas, no tardaron
mucho en levantar el improvisado campamento. Con pesar, Yamila comprobó que le
habían sustraído sus joyas, incluido su pequeño crucifijo. Pese a todo, la
joven no movió ni un solo músculo. Por miedo. Los bereberes cargaron a la chica
como un fardo sobre uno de los caballos y emprendieron la marcha. El destino de
la joven era altamente incierto. No podía asegurarlo pero creía que la
conducían al sur.
Los días se
sucedieron sin descanso y el viaje a través de las montañas comenzaba a resultar
agotador. Durante ese tiempo, la muchacha se esforzó en seguir viva y procuraba
no irritar a sus captores, que ya habían hecho suficiente alarde de sus
habilidades con la cimitarra. Tras unos pocos días, Yamila se convenció de que
no pensaban degollarla. Si no, ya lo hubieran hecho sin necesidad de llevarla
consigo de aquí para allá. Tampoco la habían violentado, pudiendo hacerlo, por
más que todos la observaban de un modo especialmente lujurioso. No eran
estúpidos. Seguramente pretendían venderla al mejor precio o, quizá, cobrar un generoso
rescate por ella. No comprendía su lengua, genuina del norte de África, pero
notaba sobradamente cómo la miraban y sonreían mientras se frotaban las manos.
Las duras jornadas
de viaje se prolongaron, día tras día, hasta que, finalmente, el grupo llegó a las
inmediaciones de lo que parecía ser una magnífica ciudad. Yamila no conocía el
lugar. Acostumbrada a una vida noble pero rural, jamás había visto tanto
hacinamiento humano. Caótica y desordenada, la bulliciosa urbe había sido
edificada a los pies de una montaña en la que se erguía una espectacular
fortaleza de trazado irregular. En las fachadas predominaba el color blanco y
era tan grande el número de construcciones que desbordaba por completo el antiguo
perímetro de las murallas. De este modo, muchas viviendas se hallaban sin la
protección adecuada pero, en cualquier caso, daba la impresión de que sus
habitantes vivían muy tranquilos y ajenos a cualquier peligro. La autoridad que
emanaba de aquella fortificación inspiraba en sus gentes confianza, paz y
sosiego.
Sus captores
comenzaron a dialogar animadamente entre sí. Parecían contentos. Yamila intuyó
de inmediato que la travesía terminaba en ese lugar, por lo que puso especial
empeño en comprender la situación. No podía entender aquella indescifrable jerga
de moriscos pero, entre una retahíla de ininteligibles sonidos, pudo distinguir
la palabra “Granada”. La joven se estremeció. Había sido conducida a lo más
profundo de la morería andalusí.
La comitiva
bereber espoleó los caballos y reanudó la marcha. En pocos minutos, tras un
breve intercambio de palabras con la guarnición de la entrada, el grupo se
adentró victoriosamente en la ciudad y los recién llegados fueron rápidamente engullidos
por un tumultuoso laberinto de callejuelas. Yamila experimentó entonces un
nuevo universo de sensaciones. Desde su montura, la muchacha pudo divisar un
variado repertorio de habitantes que, en algunos casos, la observaba con
curiosidad. Los moriscos vestían largas túnicas de algodón y cubrían sus
cabezas con los tradicionales turbantes. Sus mujeres iban siempre un paso por
detrás de sus maridos y normalmente cubrían su cara con un velo. Unos y otros
deambulaban de aquí para allá, enfrascados en sus quehaceres diarios y
prestando atención a los numerosos establecimientos artesanales que se apiñaban
en las principales calles de la ciudad. De vez en cuando, Yamila podía husmear
fugazmente en algún callejón secundario y daba la impresión de que los lugares
más apartados y silenciosos coincidían con las zonas residenciales. En las
calles más transitadas, un sinfín de vendedores ambulantes agobiaba a los numerosos
viandantes con su variada oferta de productos. Especias, alimentos,
herramientas del campo y animales de carga, como asnos, camellos y bueyes, eran
sólo algunas de las muchas mercancías que allí se ofrecían. Yamila no cabía en
su asombro y miraba con sorpresa en todas direcciones. Llamó especialmente su
atención la exótica disposición de las casas, con sus relucientes y blancas
fachadas cubiertas de cal. Los numerosos portones y ventanales de los distintos
edificios, tanto públicos como privados, exhibían un curioso y esmerado estilo
arquitectónico donde prevalecía la línea curva. Los arcos a menudo presentaban
forma de herradura y, en ocasiones, alcanzaban una mayor sofisticación con la
inclusión de numerosos lóbulos en cada arcada. El refinamiento era, pues, la
nota dominante en Granada. En lo alto, por encima de la techumbre de las casas,
la cristiana pudo observar cómo se alzaban varias torres alargadas. Eran los
minaretes de una mezquita, el imponente templo musulmán. La ciudad era enorme
y, repleta de moriscos, disponía de varios templos para rezar a su dios. Cerca
de ellos, una infinidad de pequeños baños públicos aseguraba la higiene de sus
devotos habitantes. La joven no dejaba de observar a su alrededor cuando notó
que sus raptores habían detenido bruscamente la marcha. Uno de los bereberes,
sin muchos miramientos, la obligó a desmontar y con gran premura la condujeron
al interior de una de las casas.
Una vez
dentro, la joven cautiva pudo comprobar que se trataba de una mansión acomodada
por el esmerado trabajo que exhibían todas sus paredes, ricamente estucadas. La
entrada estaba repleta de sirvientas y criados, posiblemente esclavos, que
miraban de soslayo a la joven y, más aún, a los rudos bereberes que la
acompañaban. Desde el interior, Yamila observó que las ventanas estaban
cubiertas por el fino entramado de unas celosías que permitían el paso del aire,
gracias a sus agujeros, pero asegurando un mínimo de sombra y privacidad a sus
inquilinos. Luego aprendería que ésa era la decoración habitual en la mayoría
de viviendas islámicas. Al fondo, en el interior de la residencia, se
vislumbraba un patio rectangular, rodeado por columnas de mármol blanquecino.
El suelo estaba adornado con un laborioso mosaico que combinaba figuras
geométricas en blanco y negro. En el centro, había una pequeña alberca con un bonito
surtidor que pretendía refrescar el caldeado ambiente de la casa durante los
días más calurosos. En un rincón, un pozo abastecía de agua a los habitantes
del caserón.
De
improviso, una puerta se abrió y, flanqueado por un par de recios negros, apareció
un obeso con cara de luna llena. Llevaba un turbante con gemas incrustadas y parecía
ser el dueño de la casa. Sus lujosos ropajes estaban ricamente bordados con
sedas orientales y, en sus andares, se detectaba un cierto afeminamiento
andrógino. Era un eunuco. Un eunuco sumamente adinerado y poderoso. El
individuo, de facciones porcinas, se acercó a la muchacha y la examinó como
quien pasa revista a un potrillo en un mercado. Por lo visto, lo que más le interesó
fue la cabellera de la joven. Sus rojizos mechones constituían una agradable
rareza. Preguntó algo a la doncella y, como ésta no comprendía sus palabras, carraspeó
ligeramente y le preguntó, en un castellano con deje arábigo, quién era ella.
Su voz sonaba atiplada. Yamila le relató su origen noble y todas sus
desventuras, convencida de que, al conocer su elevada posición, los moriscos
velarían por su salud y exigirían el pago de un generoso rescate a su familia.
No obstante, el eunuco se limitó a escuchar con atención y preguntó a la
muchacha algunas cosas más, como si sabía cantar o bailar. La joven se ofendió
y respondió con altivez que su familia la había educado según lo esperable de
una dama cristiana. El morisco lo interpretó como un sí y, convencido de que la
pelirroja merecía la pena, entregó a los mercenarios un par de sacas con
monedas de oro. Los bereberes, tras firmar una especie de documento por la
transacción, abandonaron la casa con una amplia sonrisa en sus rostros. Yamila
nunca volvería a saber de ellos. El eunuco le reveló entonces que podía
sentirse afortunada pues acababa de ser comprada por uno de los sirvientes del
rey Mohamed. A partir de entonces, sería una esclava, una concubina, y su
destino sería engrosar los harenes del monarca granadino.
Un
escalofrío recorrió el frágil cuerpo de la muchacha. Los moriscos pretendían
arrastrarla a una vida de pecado y lujuria. Convertida en ramera, su alma
ardería en el infierno por los siglos de los siglos. Deshonrada y sin familia,
no le quedaría más esperanza que una muerte pronta. No obstante, Yamila carecía
de valor para quitarse la vida. Además, eso era pecado. Tras una breve
reflexión, comprendió que resistirse era del todo inútil y que solamente
serviría para empeorar, todavía más, su delicada situación. Era una esclava y
debía someterse a la voluntad de su nuevo amo. Dios la estaba poniendo a
prueba. Quizá más adelante tendría alguna oportunidad de esquivar tan aciago
destino.
El eunuco,
llamado Alí, mandó a sus sirvientas que subieran al piso de arriba con la
recién llegada y que, tras darle de comer, la acicalaran cuidadosamente. La
idea era presentarla cuanto antes a su señor, el rey de Granada.
Las
sirvientas la condujeron por unas estrechas escaleras al piso superior. Una vez
allí, le sirvieron fruta, pinchos de carne asada y pastas de hojaldre. Mientras
engullía penosamente cada bocado, las mujeres iban y venían atareadas con toda
clase de telas, ungüentos y perfumes. Cuando hubo comido, una de las mujeres
trajo un barreño lleno de agua tibia, la desnudaron por completo y, entre
todas, la bañaron, le aplicaron aceites y la perfumaron. Yamila, totalmente
aturdida por el bochorno, obedecía sumisamente las instrucciones de las
sirvientas, ignorando que el ladino Alí observaba la escena desde un escondite.
No por lujuria, pues estaba castrado, sino para asegurarse de que el cuerpo de
la joven damisela era digno de su rey.
Un sugerente
vestido de finos encajes orientales selló su transformación. Hilado a la
perfección con una seda de gran suavidad y estilo, hacía relucir a la joven
como una estrella matutina en el firmamento. Alí, deseoso de impresionar a su
señor, no reparó en gastos y ordenó a sus criadas que la enjoyaran debidamente.
Tras probar un sinfín de alhajas, la
engalanaron con un bonito collar de esmeraldas, varios brazaletes y pulseras de
oro en sus pálidos tobillos. Un par de abultados pendientes completaron el esmerado
ornamento. Cuando finalmente Yamila se contempló en un espejo, apenas podía
reconocerse. Salvo por su pelo rojizo y el tono blanquecino de su piel, la muchacha
encajaba fenomenalmente con la descripción que cabía esperar de una cortesana
andalusí. Eso sí, una cortesana de extraordinaria belleza.
Cuando Alí
estuvo satisfecho con el aspecto de la joven, dispuso un carromato cubierto y la
llevó a palacio. Su plan era granjearse, mediante obsequios, la simpatía del
rey y aumentar así su grado de influencia en la corte. Escoltada por un selecto
grupo de esclavos negros, Yamila fue conducida al harén de su nuevo señor. Por
el camino, la chica pudo apreciar en todo su esplendor la grandeza del reino moro
de Granada. La fortaleza que se alzaba en lo alto de la ciudad, con sus
imponentes almenas, resultó ser en su interior un intrincado palacio de
colosales dimensiones con adornos de toda clase y deliciosos jardines. La
exquisitez que había contemplado en la mansión del eunuco palidecía ante el
refinamiento que exhibían todos los rincones del enorme palacio. Jamás pudo
imaginar que existiera algo así y supuso que se habría precisado un auténtico ejército
de orfebres y artesanos para elaborar aquel maravilloso lugar. Incluso el
austero castillo de su padre, en Castilla, resultaba minúsculo en comparación
con ese recinto amurallado. La Alhambra, pues así denominaban el lugar, la
cautivó por completo.
Alí habló con
algunos funcionarios de palacio para pedir audiencia con su señor, el rey, y
ésta le fue concedida. Por el camino, el eunuco advirtió severamente a la joven
de que fuera obediente y no se buscara problemas. Para ser más convincente,
pasó su dedo índice por el cuello, insinuando a la muchacha que debía someterse
de buen grado si quería conservar la cabeza. Yamila tragó saliva y acató el
consejo. No tenía elección.
Cuando
finalmente entraron en los aposentos del rey Mohamed, lo encontraron leyendo un
voluminoso libro con ilustraciones y encuadernado en marfil. Por lo visto, el
sarraceno era todo un intelectual. A su lado había dispuesto un tablero de
ajedrez con grandes piezas de oro y plata. Las piezas, según el mandato
islámico, no reproducían personaje alguno, sino que consistían en meras
abstracciones geométricas. Al verles entrar, aparcó sus cavilaciones y cerró el
libro. Miró detenidamente a la joven y se acercó con paso tranquilo y seguro. El
monarca, vestido lujosamente, presentaba una figura imponente. Ejercitado en
las artes militares, poseía un cuerpo firme y vigoroso pese a que ya rondaba
los cuarenta años. Su tez, copada por un turbante, era oscura y su nariz
aguileña. Poseía una mirada penetrante, de modo que la muchacha, avergonzada y
temerosa, apenas despegaba su vista del suelo.
Alí hizo una
reverencia y empezó a conversar en árabe con el rey. Mohamed examinó de nuevo a
la chica y le preguntó, en castellano, cuál era su nombre. Yamila respondió a
ésa y a otras preguntas que le fue haciendo su señor. Entretanto, el soberano
asentía a sus tímidas explicaciones y finalmente le preguntó qué talentos poseía
y qué sabía hacer. La doncella era extraordinariamente joven y hermosa pero,
por lo visto, el rey estaba ya algo saturado de beldades. Sus súbditos no
paraban de agasajarle con regalos de todo tipo y poseía ya más esposas y concubinas
de las que un solo hombre podría disfrutar. La muchacha, con modestia, contestó
que sabía cantar, bailar y, echando un fugaz vistazo al tablero, jugar al
ajedrez.
Al oír esas
palabras, el monarca arqueó una de sus cejas y mostró una franca sonrisa bajo
su poblada barba. La mayoría de concubinas se limitaban a ser expertas cantoras
y bailarinas, de manera que una jugadora de ajedrez suponía una interesante
novedad. Agradeció al eunuco su insólito obsequio e invitó a la chica a jugar
una partida. Pretendía batirse con la muchacha y descubrir si su deslumbrante
hermosura iba acompañada de sutil ingenio. Entretanto, Alí mostraba una
felicidad absoluta. Sin sospecharlo, había dado en el clavo. Le había traído
una concubina que, sin saberlo, compartía la misma afición que su señor.
Mohamed mostró
el tablero a la chica y le preguntó si prefería otra modalidad de ajedrez. En
esa época eran frecuentes otras variantes del juego que incluían tableros
redondos o de mayor tamaño con piezas adicionales como jueces, jirafas o
leones. La muchacha echó un vistazo y, al comprobar que tenía ocho casillas en
cada lado, dio por bueno el juego. Le desorientó un poco no utilizar las típicas
piezas figurativas que sí usaban los cristianos pero, a raíz de la posición
inicial, pudo reconocer todas las piezas: peones, torres, caballos, alfiles,
rey y su inseparable visir, la alferza. Yamila solía jugar disputadas partidas
con su padre desde que era niña, así que esperaba ofrecer una dura resistencia
al musulmán.
El monarca alargó
su mano y, tomando las piezas de oro, inició la partida con el caballo de rey. Alí,
que ejercía de espectador, aplaudió efusivamente la salida de su señor en un nuevo
intento por agasajar al soberano. Craso error. Mohamed fulminó a su siervo con
la mirada y, señalando bruscamente la puerta, le mandó de vuelta a casa. El rey
de Granada detestaba en gran medida el ruido y la adulación. Alí, con suma
torpeza, había conseguido reunirlos en un solo gesto. El eunuco, lívido y
sudoroso, acató la orden al instante y, pidiendo disculpas, se marchó a toda
prisa preguntándose en qué había podido ofender a su señor. Yamila no sabía si
alegrarse o no por el tropiezo del obeso Alí. Le consideraba el máximo
responsable de su esclavitud y le odiaba por ello, pero quedarse a solas con el
hombre más poderoso de al-Ándalus era, cuando menos, inquietante.
Mohamed
trató de ser gentil y, con una sonrisa, aseguró a la muchacha que ahora podrían
seguir jugando sin más contratiempos. Yamila le devolvió la sonrisa y respondió
con un tímido avance de peón.
El musulmán
pronto comprobó que la joven, además de bella, era inteligente y defendía bien
sus tropas. No sería fácil derrotarla. Tras una veintena de movimientos, la
batalla estaba todavía por decidir. Apenas habían cambiado algunas piezas y
todo seguía en relativo equilibrio.
El monarca granadino
fruncía el ceño mientras reflexionaba con gesto severo. No podía tomar el juego
en vano. Conocía de sobras el paralelismo del ajedrez con la guerra y sabía que
un rey como él debía demostrar su valía como estratega. El tablero era una
clara alegoría del mundo. Sus casillas eran el territorio y las piezas sus
habitantes. Si no era capaz de dirigir adecuadamente un ejército de dieciséis
figuras, ¿cómo podía gobernar un país con millares de súbditos? Su mayor rival
político, el anciano rey Alfonso X de Castilla, era apodado el Sabio por sus
grandes conocimientos de ajedrez. Precisamente en aquellos días, Mohamed estaba
releyendo la copia manuscrita de un fantástico libro escrito por Alfonso sobre
el juego de reyes. La maestría del castellano con el ajedrez se veía refrendada
por sus innegables éxitos políticos. Alfonso había sido capaz de ampliar sus vastos
dominios y podía jactarse, entre otras muchas gestas, de haberse anexionado Cádiz,
Niebla y Murcia. Cierto era que, en su vejez, Alfonso estaba sufriendo algunos
reveses importantes, como revueltas y conspiraciones familiares, pero el
balance de su reinado era claramente positivo. El musulmán admiraba el talento
del rey castellano y contaba con llegar, algún día, a ser tan hábil como él. El
ajedrez formaba parte de su adiestramiento como gobernante y sabía que le esperaban
tiempos difíciles pues el reino nazarí de Granada era ya el último bastión
islámico en toda la península. Todos los otros reinos de taifas habían sucumbido
ya al empuje de castellanos, aragoneses y catalanes. Pero no todo estaba
perdido. Los refuerzos benimerines que llegaban del norte de África habían
paralizado el avance cristiano de manera que al-Ándalus quizá recuperaría algún
día sus antiguas fronteras.
No obstante,
primero tenía que doblegar la tenaz defensa de su concubina y demostrarse a sí
mismo que podía gobernar adecuadamente. La tarea no resultaba sencilla pues la
muchacha manejaba con acierto sus piezas y, a cada amenaza del musulmán, la chica
recolocaba convenientemente sus huestes de plata y evitaba el peligro. Para
colmo, los generosos encantos de la joven y su turbadora indumentaria, llena de
transparencias, eran un obstáculo más a batir. Sus atrevidos atuendos le invitaban
a practicar con la joven otro tipo de actividades más placenteras y, con
frecuencia, se le iba la vista hacia su bella contrincante. No convenía, pues, tomar
el juego a la ligera.
El empeño
que ambos ponían en la partida fue alargando el tiempo de reflexión entre
jugada y jugada. El día tocaba ya a su fin y la partida seguía sin terminar.
Fatigado, el monarca propuso aplazar la contienda hasta el día siguiente. La
muchacha asintió de buen grado, ya que también precisaba descanso, pero
temblaba de miedo al pensar qué ocurriría esa noche. ¿Pensaba el moro tomarla
por la fuerza? Mohamed captó de inmediato los lógicos temores de la doncella y,
para tranquilizarla, le propuso un interesante reto. Aquella noche ella podría
descansar sola y virgen. Al día siguiente, ambos retomarían su partida y, si
finalmente ella vencía, podría regresar indemne y libre a su casa para
desposarse con quien quisiera. Pero si ganaba él, la chica debería convertirse
al Islam y concederle sus favores. Yamila no tenía más alternativas, así que
aceptó el desafío. De su habilidad con las piezas dependería su destino final.
A una señal
del monarca, un coro de sirvientas acompañó a la pelirroja hasta los harenes
reales. Allí, Yamila pudo comprobar que el serrallo de su señor estaba formado
por una gran cantidad de hermosas mujeres que eran tratadas como auténticas
princesas. En aquellas suntuosas estancias, la vida parecía plácida y lujosa.
Las concubinas disfrutaban de una existencia feliz y sin preocupaciones. Un
auténtico paraíso. En cualquier caso, la dama cristiana no veía con buenos ojos
tanta concupiscencia pero, entonces, un fugaz pensamiento cruzó su mente. ¿Acaso
su destino como esposa de Don Guzmán sería mejor? En cuanto se desposara con el
noble, sería recluida en una fortaleza mucho más pequeña y austera que la
Alhambra. Después de todo, quizás había sido una suerte caer en manos de
Mohamed. Yamila empezó a dudar de sus convicciones y se enfureció consigo misma
por ello. El diablo y sus zalameras tentaciones la estaban acechando.
Durante la
noche, la muchacha apenas pudo pegar ojo. Concentrada en su partida con el
musulmán, acudían a su mente las distintas posiciones y movimientos que podían
darse en el tablero. Las piezas de ambos bandos parecían flotar alocadamente en
su imaginación y le impedían conciliar el sueño.
Por la
mañana, las sirvientas colmaron de atenciones a la joven damisela. Le sirvieron
un suculento desayuno a base de dátiles, frutos secos y miel abundante. Luego,
la emperifollaron con toda clase de perfumes, sedas orientales y, cuando estuvo
preparada, la llevaron ante su señor. Al verla, Mohamed comprobó que la
hermosura de Yamila era todavía más deslumbrante que el día anterior. La
hubiera poseído en aquel mismo instante pero el nazarí era un hombre de honor y
pensaba respetar el trato. Tomó asiento ante el tablero de oro y plata e invitó
a la joven a proseguir su contienda. Tenía que doblegar a la cristiana y
obtener su ansiada virginidad. De paso, se demostraría a sí mismo que todavía
conservaba sus dotes de estratega y podía seguir gobernando su reino.
Yamila pudo
comprobar, bien pronto, cómo su rival adoptaba una estrategia mucho más
agresiva que el día anterior. El musulmán ardía en deseos por conseguir los
favores de la pelirroja y lanzó al ataque todas sus piezas, concentrándolas
sobre la fortaleza enemiga. La muchacha trató de proteger a su monarca lo mejor
que pudo pero su ejército argentado se vio claramente desbordado y sus tropas
tuvieron que batirse en retirada. En la huida, perdió un alfil y dos infantes de
plata, así que la lucha parecía decantarse a favor del musulmán.
En el otro
lado del tablero, Mohamed se regocijaba por el éxito de su estrategia. La
damisela había perdido ya varias piezas y retrocedía a cada jugada que hacía. Su
rey estaba completamente desprotegido y la victoria del musulmán era sólo
cuestión de tiempo. El nazarí se felicitó por haber sido tan paciente y
aplicado en el estudio del ajedrez. La chica era ingeniosa y muy capaz, jugaba
con soltura, pero no había practicado ante el tablero tantas horas como él. En
el pasado, Mohamed había leído varios manuales y tratados de ajedrez, especialmente
los del bagdadí Ziriab. Con semejante bagaje intelectual, el monarca supuso que
su triunfo era un resultado lógico y merecido.
La muchacha
parecía cada vez más nerviosa y no paraba de moverse en su asiento, sabedora de
lo que le aguardaba. El musulmán la derrotaría y ella tendría que entregarse en
cuerpo y alma. No solamente tendría que acceder a sus deshonrosas peticiones y
convertirse en concubina sino que además tendría que renegar de su fe y abrazar
el Islam. Se consumiría en los infiernos por siempre jamás.
El monarca
granadino demoró su victoria todo cuanto pudo y, para divertirse, fue
aniquilando con calma todas las piezas de la pelirroja. El ejército de plata
fue lentamente masacrado y, al fin, Yamila quedó solamente con su rey. Mohamed
empezó a cercarlo con su ejército dorado y, tras unos leves escarceos, selló la
partida con un bonito jaque mate.
Sin aguardar
lo más mínimo, el rey de Granada se acercó a la joven, le arrancó de un tirón sus
bonitos vestidos y contempló la hermosura sin par de la pelirroja. Tras
deleitarse con su pálida figura, Mohamed se abalanzó ferozmente sobre ella y,
sujetándola con fuerza, consumó el trato. Yamila yació con el musulmán.
No obstante, lo que jamás llegó a comprender el
monarca fue por qué razón ésa fue la única vez que derrotó a la joven Yamila.
Con los años, la muchacha se convirtió en la favorita del nazarí y pasaron
innumerables veladas ante el tablero pero, en todas sus partidas de ajedrez, siempre
venció la joven de un modo francamente inapelable.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 9 de noviembre de 2012.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.