El psiquiatra lo
había dejado bien claro: Jaime sufría ajedrecitis y tenía que abandonar el
ajedrez. Al menos, por una temporada. Su esposa, llamada Laura, era consciente
de que semejante situación requería un cambio drástico en sus vidas así que
planeó un largo viaje por Grecia para aplacar el desmesurado y enfermizo afán
ajedrecístico de su marido. La mujer estaba harta de tanto torneo y todavía
recordaba cómo, en su noche de bodas, Jaime se empeñó en analizar un problema
de ajedrez durante más de hora y media.
El avión llegó al
aeropuerto de Atenas tras una fugaz escala en Milán. Laura comprobó rápidamente
que sus clases de griego clásico en el instituto resultaban del todo
insuficientes para comprender una lengua que había ido evolucionando durante
más de dos mil quinientos años. Apenas podía leer los letreros en voz alta y
entender alguna que otra palabra suelta. Resultaba más práctico expresarse en un
inglés básico y encomendarse a la buena fe de los lugareños.
Tomaron un taxi en
la terminal del aeropuerto y, tras un paseo excesivamente largo, llegaron a la
pensión que habían reservado con antelación. Cuando el coche se alejó, pudieron
comprobar que la calle era más sórdida de lo que aconsejaba el sentido común.
La basura se acumulaba por todas partes y un mendigo con la cara llena de
ronchas hablaba solo mientras apuraba con hambre una hedionda lata de sardinas.
Laura cogió de la mano a Jaime y ambos entraron en la pensión.
El recepcionista
les llevó a su habitación. No era lujosa pero sí confortable. Además disponía
de neverita –vacía- y televisor. Jaime encendió el aparato con la esperanza de
encontrar algún programa de ajedrez al estilo de Leontxo García pero solamente
halló las típicas películas bíblicas y algunas noticias confusas en las que, de
vez en cuando, aparecían monjes y sacerdotes ortodoxos con sus barbas largas y
pobladas. Fue entonces cuando Laura advirtió que estaban en plena Semana Santa.
Tras dos o tres
días de largas caminatas y retorcidos trayectos en metro y autobús, la pareja
ya había visitado la concurrida Acrópolis –Partenón incluido- y un montón de ruinas
y museos. Curiosamente, el lugar que más agradó a Jaime fue sin duda uno de los
lugares menos visitados de Atenas: el Museo Numismático, situado cerca de la
plaza Sintagma, en la antigua casa del arqueólogo y expoliador Heimrich Schliemann.
La causa de aquella predilección era que, en algunas de sus vitrinas, Jaime
pudo deleitarse con la elegante presencia de un caballo en varias de las
monedas. La efigie del equino burilado en plata, regio y solemne, Bucéfalo
cuanto menos, se asemejaba tanto a una pieza de ajedrez que su febril
imaginación no tardó en visualizar casillas y piezas en frugal armonía.
Afortunadamente, Laura advirtió de inmediato que su esposo pegaba la cara al
cristal con demasiado ahínco y, tomándole del brazo, abandonaron el museo a
toda prisa sin reparar en las bonitas esvásticas que podían apreciarse en la
verja del museo.
Alejado de las dracmas
antiguas, Jaime recobró con celeridad un estado mental adecuado y pudieron
proseguir las visitas por la capital griega. El hombre insistió entonces en
pasear por la Placa, el barrio turístico por excelencia, y, de paso, adquirir
algún souvenir en alguna de las numerosas tiendas que allí se aglutinan. No le
pareció una mala idea a Laura y accedió gustosa a la propuesta pero, cuando
paseaban en mitad del bullicio y comenzaron a vislumbrar los primeros tableros
de ajedrez tallados a mano, la mujer tuvo que ponerse seria y, dando media
vuelta, regresaron al hotel.
Participaron luego en
algunas visitas guiadas al Canal de Corinto, la Micenas de Agamenón o el teatro
de Epidauro, famoso por su enorme graderío semicircular con capacidad para
catorce mil espectadores y una acústica todavía perfecta. También visitaron
Delfos y su escarpado santuario en honor al imberbe Apolo. Todo muy bonito y,
sobretodo, histórico. Sorprendía pensar que un país de científicos, filósofos y
literatos, la cuna de la democracia, se hubiera convertido con el paso de los
siglos en un país futbolizado y decadente que exprimía sin escrúpulos su pasado
glorioso. Daba la sensación de que allí todo el mundo vivía del turismo. Desde
los camareros hasta los conductores de autobús. Seguro que los niños griegos ya
crecían queriendo ser vigilantes de museo. Ganarse la vida sentados en una
silla, riñendo de vez en cuando a algún turista por hacerse fotos demasiado irreverentes
junto a un dios esculpido en piedra. Años atrás, Italia les había provocado sensaciones
similares aunque todavía era posible distinguir a un italiano de un griego. El
primero era más sofisticado y solía vestir de marca e ir siempre acompañado de
sus gafas de sol, aunque fuera en la oscuridad del metro. En cambio, el griego
era más sencillo, igualmente gritón pero noble, de espíritu bucólico y
pastoril.
Laura hubiera
preferido visitar todos esos lugares en un coche alquilado, para ir a su ritmo,
pero ni ella ni su marido tenían permiso de conducir. Su capacidad de
movimiento era por tanto limitada y ambos tendrían que conformarse con ir en un
autobús para turistas.
Una señora decrépita
y larguirucha, la guía, explicaba todo el recorrido en tres idiomas diferentes con
la misma frialdad con la que una azafata de vuelo muestra la salida de
emergencia en un avión. Quién sabe si ambas eran la misma persona, como
Superman y Clark Kent.
Lo peor de las
visitas guiadas era, sin duda, la velocidad. El autobús marchaba a toda prisa y
solamente paraba en áreas de servicio y restaurantes cuya misión era desplumar
a los visitantes con cafés, baratijas y postales. Una vez llegados al recinto
turístico, la guía solía comentar una pequeña selección de los contenidos o, a
veces, ni eso para que la visita concluyera pronto y el autobús volviera raudo
a la carretera.
Para no repetir la
experiencia, decidieron ir por su cuenta a Olimpia. Laura planeó con esmero un
largo recorrido en tren que bordeaba el Peloponeso y culminaba en Pyrgos, una
ciudad segundona desde la que podrían tomar un taxi hasta Olimpia.
El viaje en tren
fue de lo más pintoresco. Al principio todo marchó bien y tanto Jaime como
Laura pudieron gozar del aire acondicionado y unas excelentes vistas de la
costa griega pero, a medida que se internaban en la Grecia no turística, comenzaron
a comprobar el grado de atraso que sufría el país en algunas de sus regiones.
La gente vestía muy humildemente y las casas eran sencillas. Los trenes eran
extremadamente viejos, tanto, que parecían sacados de un documental en blanco y
negro. Culminó la travesía un niño, probablemente albanés, que tocaba su
acordeón en busca de una fría limosna.
Llegados a Pyrgos,
el matrimonio decidió tomar un buen almuerzo y encaminarse luego a Olimpia.
Tras deambular un rato por las calles de esa insulsa ciudad, Laura creyó
detectar un bar y se adentró en el garito mientras Jaime, su sudoroso esposo,
aguardaba en la entrada con las maletas. La mujer logró hacerse entender y en
poco tiempo regresó con un par de pitas rellenas de toda clase ingredientes,
comenzando por la carne de cerdo y acabando por una suculentas patatas fritas.
Sorprendida, la
mujer no halló a su marido aunque sí estaban las maletas. Abandonadas en la
acera. Laura se extrañó y miró alarmada en todas direcciones. No había rastro
de su marido. Temiendo lo peor, se asustó y comenzó a gritar el nombre de su
esposo sin que éste regresara: -¡Jaime! ¡Jaime! Una de las pitas cayó al suelo
y se espachurró contra el cemento. Los lugareños comenzaron a observarla con creciente
curiosidad sin acabar de entender qué le ocurría a aquella extranjera.
Fue entonces cuando
Laura vio aquel cartel en uno de los cristales del bar. Estaba en griego y la
mujer no acababa de entender con exactitud lo que ponía en él pero la imagen
retocada de unas piezas de ajedrez dejaba bien claro que allí se anunciaba un
torneo: el I Campeonato Internacional de Pyrgos. Laura sabía lo que aquella
ausencia significaba. Nunca más volvió a verle.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 30 de marzo de 2013.
Ilustración: Fotografía del Partenón, en la Acrópolis ateniense.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Es un delito dejar caer las gyros pitas al suelo, con lo buenas que están. Me ha gustado mucho el relato, es una variación de aquello de "Salió a por tabaco y no volvió".
ResponderEliminarJajaja, efectivamente!
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