Al despertar Tomás una mañana, tras un sueño intranquilo,
se encontró convertido en un horripilante insecto. Semejante suceso, extraño y
aberrante, le desconcertó por completo pues el individuo todavía recordaba su
anterior existencia humana y acudían a su mente, como ecos vagos y lejanos, sus
antiguas vivencias familiares, laborales y, ¿por qué no?, ajedrecísticas.
Tomás sabía perfectamente que su anterior vida familiar no había
sido ni mucho menos ejemplar. Para empezar, no había sido un buen marido. Engañaba
repetidamente a su esposa y también a su amante. Apenas visitaba a sus hijas,
salvo para pedirles dinero, y eso que, en principio, gozaba de un privilegiado
empleo donde le pagaban muchos euros por hacer bien poco.
Sus honorarios, abultados e inmerecidos, ya deberían haber
satisfecho su desmesurada ansia de capital pero el muy crápula prefería
complementar su salario con toda clase de pillerías y negocios turbios. Con
esta filosofía de la vida, Tomás llegó a robar grandes sumas de dinero sin ser
descubierto por la policía pero, desgraciadamente para él, nunca pudo
aprovechar seriamente el sobresueldo que obtenía con los timos ya que el muy
villano era víctima de sus propios excesos y despilfarraba compulsivamente cada
billete que caía en sus manos. Los muchos vicios que profesaba, demasiado
libidinosos y deshonestos como para ser aquí relatados, terminaron por
arruinarle en diversas ocasiones.
Su auténtica pasión, mayor incluso que la que sentía por el
buen coñac francés y las mulatas de piel bronceada, había sido desde siempre el
ajedrez. Las piezas del juego rey, dispuestas sobre un tablero cuadriculado con
sus desfiles extraños e impredecibles, tenían completamente seducido el ánimo
de Tomás.
El ajedrecista experimentaba una profunda felicidad cuando
vencía y solía regodearse ante sus víctimas con absoluta fruición. El hombre
era adicto a la victoria, ese leve cosquilleo que nos acaricia el alma cuando ganamos,
cuando destruimos el orgullo herido de un oponente. De igual modo, Tomás no
toleraba la derrota bajo ningún concepto y hacía todo cuanto estuviera en su
mano para conseguir el éxito, fuera lícito o no.
Cuando su pericia intelectual no bastaba para ganar, Tomás se
veía obligado a recurrir a los trucos más viles y abyectos con tal de obtener
el punto entero. Oportunos y molestos carraspeos, miradas asesinas, pataditas
involuntarias bajo la mesa o la impúdica rectificación de alguna jugada ya
efectuada sobre el tablero formaban parte de su habitual repertorio de tretas. Nunca
le pasó por la cabeza abstenerse de tales triquiñuelas y, con el tiempo, lo
único que hizo fue ir aumentando progresivamente su descaro.
Con cierta regularidad amañaba sus encuentros y, cuando era
necesario, se valía de cualquier ayuda externa que pudiera darle el triunfo. Si
por un casual lograba interrumpir su partida con la burda excusa de acudir al
baño, Tomás aprovechaba la intimidad del retrete para hojear a toda prisa los
libros que siempre llevaba ocultos bajo su ropa y, sin testigos, se informaba
debidamente sobre la estrategia a seguir.
No obstante, su perfidia todavía fue más lejos y llegó a
concebir un último recurso aún más obsceno y sofisticado que los anteriores para
eludir cualquier atisbo de derrota. La elaborada estratagema de Tomás consistía
en interrumpir bruscamente el desarrollo de cualquier partida en la que corriera
un serio riesgo de perder y alegaba entonces, con cara de pena, que un fatal
imprevisto le obligaba a posponer el juego. Sin esperar la respuesta de su atónito
rival, Tomás se marchaba a toda prisa y evitaba para siempre el fatal desenlace
ya que, por supuesto, la partida jamás volvía a reanudarse. El truhán tenía muy
claro que todo vale en la guerra. Los escrúpulos hacía ya mucho tiempo que no
formaban parte de su despreciable y taimado carácter.
Cuando años más tarde falleció Tomás de un ataque al
corazón en un sórdido e infecto burdel, fue juzgado con absoluta severidad por los
rectos dioses del inframundo. Tanta abominación encontraron en su negra alma cuando
investigaron sus fechorías que, sin compasión alguna, urdieron un castigo
ejemplar. Si los magistrados del averno hubieran hallado en su interior un
ápice de bondad, una posibilidad entre mil de ser redimido, quizá habrían sido
más benevolentes y no le habrían obligado a reencarnarse en mosca. Quizá le
habrían permitido beber de las poderosas aguas del Olvido y ahora no se acordaría
de su detestable vida anterior como ser humano.
Se cumplió inexorablemente la voluntad de los dioses y
Tomás renació en forma de insecto. El condenado no tuvo más remedio que acatar
la sentencia y, con una mezcla de asco y terror, fue experimentando diversas transformaciones
en las que pasó de huevo a larva palpitante. Luego se convirtió en pupa y
finalmente acabó metamorfoseándose en una mosca gorda y repugnante. El
desdichado todavía recordaba todo lo sucedido en los abismos infernales y se
lamentaba, demasiado tarde ya, por las faltas cometidas en el pasado.
El díptero tardó un tiempo en acostumbrarse a su nueva
estructura corporal. Ahora, una sombría coraza de quitina recubría por completo
la cabeza, el tórax y el abdomen de la mosca. Con ayuda de sus ojos facetados,
rojos y malignos, pudo contemplar unas finas patas negras, seis en total. Parecía
mentira que un cuerpo tan grueso como el suyo pudiera sostenerse sobre
semejantes alambres.
En su lomo, duro como una piedra, notó entonces el peso ligero
de unas alas membranosas que, sin esfuerzo, pronto aprendió a utilizar. El ser alado
no tardó en encender motores y, con un leve zumbido, empezó a elevarse con
saltos irregulares pero enérgicos. La vibración que recorría todos sus miembros
fue aumentando gradualmente y el paisaje comenzó a empequeñecer a medida que la
mosca ganaba altura. La brusquedad de su alocado y vertiginoso vuelo aturdió a
Tomás durante unos instantes pero, afortunadamente, el insecto se repuso con
rapidez y, dejándose guiar por el instinto, comenzó a controlar con plena
seguridad sus primeras maniobras aéreas. Cuando hubo completado dos o tres
ensayos, Tomás ya se sintió capaz de realizar las acrobacias más complejas que
podía imaginar. La mosca trazó entonces un sinuoso tirabuzón y emprendió su frenética
marcha por el mundo.
Sin saber a dónde ir, triste y amargado, el insecto vagó
incansablemente por las calles de su ciudad y visitó infinidad de lugares. De
haber podido, habría explicado su sorprendente historia a todo aquél que
quisiera escucharle pero, dadas las circunstancias, semejante narración le
resultaba imposible. De hecho, cualquier narración le resultaba imposible. Su
nueva boca, fea y deforme, parecida a una trompeta, no le permitía morder o masticar,
y mucho menos hablar o contarle a nadie lo sucedido. Su débil voz se había
transformado en un diminuto zumbido casi imperceptible para el oído humano y las
extrañas piezas bucales que ahora había en su monstruosa cabeza solamente servían
para perforar, chupar y lamer.
En un principio Tomás no aceptó su segunda naturaleza. Pasaba
hambre y en consecuencia adelgazó puesto que no dejaba de repetirse a sí mismo
que un gentleman como él no podía
alimentarse con cualquier inmundicia. No obstante, pronto dejó a un lado sus
manías culinarias y, tras acostumbrarse a su nueva condición animal, aprendió a
escarbar ansiosamente en la fruta madura y luego sorber su dulce y putrefacto
néctar. El sudor salado que se deslizaba sobre la nalga peluda de un caballo o la
sangre humana que manaba a borbotones desde una herida fétida y purulenta también
acabaron por resultarle agradables. De este modo y prácticamente sin advertirlo,
su repertorio gastronómico fue ampliándose gradualmente con toda clase de
bizarros manjares. La escasa humanidad que todavía medraba en él comenzó a
evaporarse poco a poco en un proceso tan lento como inexorable y terrible.
Un día, cuando Tomás ya casi había dimitido como ser humano,
se posó la mosca sobre el frío cristal de un ventanuco y, observando a través
del vidrio, contempló una escena que le resultó familiar. Dos hombres, sentados
en una mesa el uno frente al otro, disputaban una partida de ajedrez. Tomás recobró
el aliento y se alegró en lo más hondo de su ser. Pensó que la esquiva fortuna
por fin le sonreía y, tras estamparse violentamente varias veces contra el cristal,
Tomás detectó una fina rendija en el vidrio. Se introdujo sigilosamente por
ella y, adentrándose en el edificio, se aproximó sin dilación al tablero para
verlo mejor.
Tomás aterrizó con cuidado sobre la manga lanuda de uno de
los ajedrecistas y se entretuvo mirando la intrincada posición que ocupaban las
piezas en el tablero. Por lo visto, el jugador de negras, un afable anciano que
fumaba en pipa y sostenía sus anchos pantalones con ayuda de unos vistosos
elásticos, había distribuido con acierto sus tropas y, en ese preciso instante,
disponía de una oportunidad histórica para ganar la partida. Si realizaba el
movimiento correcto podría dar mate a su contrincante, un barbudo de gruesas
cejas cuya calva, pálida y reluciente, brillaba como si la hubieran pulido frenéticamente
con cera.
Con la mirada perdida en el infinito, ensimismado y
pensativo, el avejentado fumador de pipa comenzó a demorar interminablemente su
turno. Sin realizar jugada alguna, el veterano ajedrecista fue cubriendo poco a
poco su persona con una neblina espesa y aromática, formada por las bocanadas
de humo que partían una tras otra de su cavernosa boca. Tomás evaluó la
situación y, exasperándose por la lentitud del juego, presintió que la mente del
anciano se había bloqueado por completo. Jamás vería el mate.
La mosca, deseosa de colaborar, de recuperar un gramo de
humanidad, trató de llamar la atención del jugador de negras. Sabía que no era
muy correcto inmiscuirse en una partida ajena pero, recordando sus días de
fullero, consideró que la situación era de lo más excepcional y constituía una
ocasión única para revivir su glorioso pasado como jugador de ajedrez.
El insecto levantó el vuelo y, tras pasearse
acrobáticamente por delante del viejo, se posó en la nariz del ajedrecista. El
anciano reparó inmediatamente en la presencia del molesto ser alado y lanzó un
gigantesco manotazo que Tomás logró esquivar. La mosca planeó con suavidad y
descendió sinuosamente hasta el tablero, deteniéndose sobre la pieza que podía
dar mate. El señor de la pipa acercó su descomunal mano a la pieza y,
agarrándola con firmeza, la elevó en el aire. Tomás, que estaba alerta, se
apartó en el momento preciso y, dando alegres piruetas, aterrizó en la casilla donde
había mate. Para ayudar al viejo a concluir su partida, la mosca comenzó a
zumbar y dar leves saltitos en la blanca y desierta casilla. El viejo arqueó
una ceja y bajó con brusquedad la enorme pieza. Aplastando al insecto, anunció
jaque mate.
Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 22 de febrero de 2013.
Ilustración de Joan Fontanillas Tapiol.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.
Realment és molt kafkià, aquest relat! La descripció de les noves caracterísiques d'en Tomàs es evocadora! m'has fet passar una estona divertida hahaha. Però el final potser el trobo un xic predictible. ..
ResponderEliminarSí, certament. El final de la mosca és predictible, haha.
ResponderEliminarDa igual que el final sea predecible. La cuestión es cómo se narra la historia, y me parece, desde mi modesta opinión, impecable.
ResponderEliminarKafka rules, en eso estoy de acuerdo.