viernes, 2 de noviembre de 2012

El turista de la gorra


Durante el verano, el aeropuerto Narita experimentaba una actividad frenética. Miles de pasajeros deambulaban apresuradamente por sus dependencias mientras trataban de facturar con éxito su equipaje o tomar el siguiente avión. La potente megafonía iba informando en todos los idiomas imaginables sobre los diferentes vuelos que llegaban o partían del archipiélago japonés.

Entre todo aquel gentío, un par de colegialas japonesas esperaban sentadas en la terminal de vuelos internacionales. Sus caras denotaban el más absoluto aburrimiento, como si llevaran años esperando en aquel asiento. Sin alcanzar todavía la mayoría de edad, las adolescentes iban ataviadas con el típico uniforme escolar que prescriben las igualitarias leyes de Japón. Llevaban unas chaquetitas de color azul oscuro y, bajo estas prendas, cada una vestía una camisa blanca con un gracioso lacito rojo en el cuello. A juego con la chaqueta, exhibían una faldita plisada que, retocada con maña en casa, dejaba al aire las rodillas y buena parte de los muslos. Unos calcetines gruesos de algodón blanco completaban el conjunto a modo de calentadores mientras ocultaban parcialmente los ortopédicos zapatos oscuros que la dirección del centro les obligaba a calzar.

La más alta de las estudiantes debía rondar los dieciséis años y llevaba sus lisos cabellos negros recogidos en una práctica coleta. Su nombre era Iruka y estaba terminando de leer las últimas páginas de un cómic manga. A su lado bostezaba Issei, su hermana menor de catorce años y todavía con ortodoncia.

-          ¿Quieres jugar? –propuso Issei a su hermana.
-          ¿A qué? –preguntó Iruka.
-          A ajedrez.
-          ¿Por qué no juegas con la consola? Me dijiste que te gustaba.
-          No puedo. Se quedó sin pilas.
-        Haberlo pensado antes. Además el ajedrez es poco japonés. Deberías jugar al shogi o al go, que son más divertidos.
-          Venga, por favor, juega conmigo. ¡Si ya leíste tu cómic!
-          Vale, pero sólo una.

Issei sacó de su mochila un tablerito plegable y dispuso las piezas magnéticas en formación de salida. Cuando estuvo todo preparado, le dio a elegir a su hermana y ésta se quedó con el bando blanco. Iniciaron una partida y la posición pronto alcanzó una complejidad tal que obligaba a cualquiera de las dos a pensar mucho rato sus jugadas.

-          Oye, ese hombre nos está mirando –dijo Issei mientras cruzaba instintivamente las piernas.
-          Déjale que mire y tú a lo tuyo. Papá vendrá en cualquier momento y podremos irnos a casa.

A unos escasos metros por delante suyo, un occidental corpulento las observaba con detenimiento. Ocultaba su calvicie bajo una gorra de béisbol y llevaba una barba blanca que delataba su avanzada edad. Parecía un vagabundo o, peor aún, un enajenado. Vestía con tejanos, camisa azul y un anorak también azul pero sin mangas y con las solapas anchas y grises. Hasta aquí todo parecía relativamente normal pero unos calcetines claros de gusto muy dudoso bajo unas sandalias negras y sudadas delataban que algo no funcionaba correctamente en el cerebro de aquel tipo.

Las jovencitas prosiguieron su partida y, cuando Issei anunció jaque mate, el improvisado espectador se alzó de su asiento y abordó con brusquedad a las chicas. Antes de que cualquiera de ellas pudiera reaccionar, el hombre señaló el tablero y trató de entablar conversación.

-         Me llamo Robert. ¿Habláis inglés? –preguntó el individuo.
-    Claro. Aquí se aprende en la escuela –respondió Issei mientras hacía caso omiso de las miradas intranquilas de su hermana.
-    Perfecto. Veréis, estaba siguiendo vuestra partida desde mi asiento y he visto que tu amiga dejó escapar una variante que le hubiera dado la victoria.
-       No es mi amiga, es mi hermana –corrigió Issei.
-    Me llamo Iruka y ella es Issei. Estamos esperando a mi padre –se apresuró a indicar la hermana mayor mientras señalaba al primero que pasaba por allí para tratar de ahuyentar a ese desconocido. Posiblemente fuera un pervertido o un maníaco peligroso de esos que tratan de hacer realidad sus bizarras fantasías sexuales.
-     Mirad, ¿veis?, si jugabas aquí la torre, ganaba el blanco –comentaba el occidental con la vista clavada en las casillas mientras hacía caso omiso de todo lo demás.
-      Juega usted muy bien. ¿Es usted americano? –trató de averiguar Iruka mientras miraba nerviosamente el reloj.
-    Sí, aunque ya llevo un tiempo en Japón. He estado con mi amiga Miyoko y he visitado unos baños termales. También he comprado algunas cosas. Ahora estoy esperando un vuelo a Filipinas para ver a mi hija.
-          ¡Qué bien! –fingió Iruka mientras ganaba algo de tiempo.

El hombre notó algo extraño en el timbre de voz de la joven. De pronto se puso muy nervioso y comenzó a mirar a su alrededor con ojos de loco. Daba la sensación de que el americano se sentía descubierto, como si le vigilaran o incluso lo persiguieran. Se despidió a toda prisa de las chicas y, tras recoger sus bártulos, se marchó con paso ligero.

Las hermanas se aliviaron mucho cuando aquel hombre dejó de importunarlas y, en poco tiempo, llegó su padre para recogerlas. Sin más dilación, los tres abandonaron el lugar y pasaron diversos controles de seguridad en el aeropuerto cuando finalmente contemplaron una escena que aterró a las adolescentes. El extraño occidental que poco antes había estado conversando con ellas estaba siendo ahora reducido por varios agentes de la policía que lo habían derribado con brutalidad y, cubriéndole la cabeza con un saco, no paraban de asestarle golpes con las porras. Sin duda, algo habría hecho.

Mientras el estrafalario barbudo aullaba de dolor en el suelo, bajo una melé de policías, las dos jovencitas no dejaban de preguntarse qué pretendía realmente aquel hombre cuando las acechó con lo que para ellas era la burda excusa del ajedrez. Una cosa sí estaba clara. Nunca más llevarían la falda tan corta.

Publicado en www.lasiringadepan.blogspot.com el 2 de noviembre de 2012.
Texto de Joan Fontanillas Sánchez.

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